Muy queridos hermanos y hermanas:
1. Les saludo a todos ustedes con la alegría del Señor resucitado, el cual nos ha elegido como piedras vivas de su Iglesia para que vivamos como herederos de la fe y portadores de la esperanza que es capaz de salvarnos. Me complace en esta tarde poder celebrar esta acción de gracias junto con ustedes, quienes tras haber vivido esta experiencia de estudio de la Sagrada Teología, hoy reconocen la bondad de Dios y su providencia. Pues acceder a las ciencias sagradas es una oportunidad de hacernos sensibles al secreto de Dios que ha querido revelarse en su Hijo Jesucristo. Quiero saludar de modo muy especial al Dr. Gustavo Muñoz, Director General de la UNIVA aquí en Querétaro. Así como a las autoridades académicas que se hacen presentes en esta celebración.
2. Hemos escuchado en la liturgia de la Palabra, un texto del Apóstol San Pablo, cuando escribe a los Corintios que nos ayuda a la reflexión en esta tarde, dice el Apóstol: “Dios ha escogido lo débil del mundo” (1 Cor 1, 27). Dios llama a todos, a sabios e ignorantes, a vivos y a pobres, a gente distinguida y a gente sencilla, porque lo que Él da no está sujeto a la riqueza, a la sabiduría humana ni a la aristocracia. Está por encima de todo eso. Este es el nuevo orden de cosas que trajo el Señor a la tierra, los más grandes son aquellos que más sirven, los más elevados son aquellos que más se abajan por amor a Dios y al prójimo. (1 Cor 1,26-31). En este texto paulino podemos ver un acercamiento muy significativo a los versículos del Evangelio que narran la bendición de Jesús dirigida a Dios Padre, porque —dice el Señor— “has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11, 25). Los «sabios» de los que habla Jesús son aquellos a quienes san Pablo llama «los sabios de este mundo». En cambio, los «pequeños» son aquellos a quienes el Apóstol califica de «necios», «débiles», «plebeyos y despreciables» para el mundo (1Co 1, 27-28), pero que en realidad, si acogen «la palabra de la cruz» (1 Co 1, 18), se convierten en los verdaderos sabios. Hasta el punto de que san Pablo exhorta a quienes se creen sabios según los criterios del mundo a «hacerse necios», para llegar a ser verdaderamente sabios ante Dios (cf. 1 Co 3, 18). Esta no es una actitud anti-intelectual, no es oposición a la «recta ratio». San Pablo, siguiendo a Jesús, se opone a un tipo de soberbia intelectual en la que el hombre, aunque sepa mucho, pierde la sensibilidad por la verdad y la disponibilidad a abrirse a la novedad del obrar divino.
3. Queridos estudiantes de Teología, esta reflexión paulina no quiere en absoluto llevar a subestimar el empeño humano necesario para el conocimiento, sino que se pone en otro plano: a san Pablo le interesa subrayar —y lo hace con claridad— qué es lo que vale realmente para la salvación y qué, en cambio, puede ocasionar división y ruina. El Apóstol, por tanto, denuncia el veneno de la falsa sabiduría, que es el orgullo humano. En efecto, no es el conocimiento en sí lo que puede hacer daño, sino la presunción, el «vanagloriarse» de lo que se ha llegado —o se presume haber llegado— a conocer. Dice San Juan Crisóstomo: «Porque la soberbia fue la raíz y la fuente de la maldad humana, contra ella pone el Señor la humildad, como firme cimiento, porque una vez colocada ésta debajo, todas las demás virtudes se edificarán con solidez, pero si ésta no sirve de base, se destruye cuanto se levante por bueno que sea» (Homilía 15 sobre San Mateo).
4. Precisamente de aquí derivan las facciones y las discordias en la Iglesia y, análogamente, en la sociedad. Así pues, se trata de cultivar la sabiduría no según la carne, sino según el Espíritu. Sabemos bien que san Pablo con las palabras «carne, carnal» no se refiere al cuerpo, sino a una forma de vivir sólo para sí mismos y según los criterios del mundo. Por eso, según san Pablo, siempre es necesario purificar el propio corazón del veneno del orgullo, presente en cada uno de nosotros. Por consiguiente, también nosotros debemos gritar como san Pablo: «¿Quién nos librará?» (cf. Rm 7, 24). Y también nosotros podemos recibir como él la respuesta: la gracia de Jesucristo, que el Padre nos ha dado mediante el Espíritu Santo (cf. Rm 7, 25).
4. Queridos amigos, efectivamente Dios nos ha elegido para manifestar su amor y su misericordia para dar a conocer a todos que su amor es una realidad posible y accesible. Para ello es necesario reconocer nuestra realidad y reconocer nuestra naturaleza. La experiencia de haber accedido a la sagrada teología ha de servirnos no para engrandecer nuestro orgullo, sino para reconocer que somos instrumentos mediante los cuales podemos ser portadores de la verdad del Evangelio que es Jesucristo, Camino Verdad y Vida (cf. Jn 14, 6-9), “Nuestra época, en efecto, tiene necesidad urgente de esta forma de servicio desinteresado que es el de proclamar el sentido de la verdad, valor fundamental sin el cual desaparecen la libertad, la justicia y la dignidad del hombre” (cf. Juan Pablo II, Const. Apost. Ex corde Ecclesiae, n. 4).
5. Aquí encuentra su razón de ser la universidad católica pues, “La Universidad Católica persigue sus propios objetivos también mediante el esfuerzo por formar una comunidad auténticamente humana, animada por el espíritu de Cristo. La fuente de su unidad deriva de su común consagración a la verdad, de la idéntica visión de la dignidad humana y, en último análisis, de la persona y del mensaje de Cristo que da a la Institución su carácter distintivo. Como resultado de este planteamiento, la Comunidad universitaria está animada por un espíritu de libertad y de caridad, y está caracterizada por el respeto recíproco, por el diálogo sincero y por la tutela de los derechos de cada uno. Ayuda a todos sus miembros a alcanzar su plenitud como personas humanas. Cada miembro de la Comunidad, a su vez, coadyuva para promover la unidad y contribuye, según su propia responsabilidad y capacidad, en las decisiones que tocan a la Comunidad misma, así como a mantener y reforzar el carácter católico de la institución” (Juan Pablo II, Cosnt. Apost. Ex corde Ecclesiae, n. 22).
6. Hermanos y hermanas, el “pensamiento de Cristo”, que por gracia hemos recibido, nos purifica de la falsa sabiduría. Y este “pensamiento de Cristo” lo acogemos a través de la Iglesia y en la Iglesia, dejándonos llevar por el río de su tradición viva. Permaneciendo fieles a ese Jesús que María nos ofrece, al Cristo que la Iglesia nos presenta, podemos dedicarnos intensamente al trabajo intelectual, libres interiormente de la tentación del orgullo y gloriandonos siempre y sólo en el Señor.
7. Realmente es claro que el estudio de los teólogos no se circunscribe, por así decirlo, a la sola repetición de las formulaciones dogmáticas, sino que conviene que ayude a la Iglesia para adquirir cada vez un conocimiento más profundo del misterio de Cristo. El Salvador habla también al hombre de nuestro tiempo: pues advierte el Concilio Vaticano II: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado». (cf. GS, 22). Esta es querido estudiantes la clave ante muchas interrogantes y la respuesta al desafío pastoral al que nos encontramos. Los obispos en Aparecida hemos dicho que: “La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, a quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado y redentor, deseamos que llegue a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades; deseamos que la alegría de la buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino pidiendo limosna y compasión (cf. Lc 10, 29-37; 18, 25-43). La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio. La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios. Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo” (cf. DA 32).
8. Queridos hermanos y hermanas, este es el deseo que les expreso al final de esta etapa en sus vidas, invocando sobre todos ustedes la protección maternal de María, Sedes Sapientiae, y del apóstol san Pablo. Amén.