1. Con alegría nos reunimos esta tarde para la celebración de nuestra fe, a los pies de nuestra Madre, la Santísima Virgen Ntra. Sra. de El Pueblito, agradecidos con Dios por tantas bendiciones que su providencia nos regala. Lo hacemos cobijados por el clima de la celebración del Año de la Vida Consagrada y del Año de la Misericordia, dos acontecimientos jubilares que nos invitan a fijar la mirada en el rostro misericordioso del Padre y en la esencia de la vocación a la cual el Señor nos ha llamado, por medio de la vivencia de los consejos evangélicos, para continuar dando nuestra respuesta generosa en bien de la propia santificación, pues como nos lo ha señalado el Papa Francisco, “Hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a tener la mirada fija en la misericordia para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre” (MV, 3). Debemos sentirnos dichosos y privilegiados de poder vivir este tiempo de gracia y reconciliación, donde la misericordia del Padre explica todo nuestro ser y quehacer en la Iglesia, especialmente como consagrados.
2. Agradezco la amable invitación que Sor María del Pilar Hernández Soldara, presidenta de la confederación me ha hecho, para presidir esta Santa Misa y unirme a su acción de gracias por este año jubilar de la Vida Consagrada. Gracias por su presencia y su testimonio de fe desde la clausura.
3. El día de hoy quisiera invitarles para que juntos nos detengamos un momento y nos sumerjamos en la belleza de la palabra de Dios que hemos escuchado y a partir de ella, continuar viviendo nuestra consagración a Dios. Especialmente en la hermosa página del evangelio en la cual san Juan (15, 4-10), nos muerta la imagen de la viña. «Jesús dijo a sus discípulos: “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador”» (Jn 15, 1). A menudo, en la Biblia, a Israel se le compara con la viña fecunda cuando es fiel a Dios; pero, si se aleja de él, se vuelve estéril, incapaz de producir el «vino que alegra el corazón del hombre», como canta el Salmo 104 (v. 15). La verdadera viña de Dios, la vid verdadera, es Jesús, quien con su sacrificio de amor nos da la salvación, nos abre el camino para ser parte de esta viña. Y como Cristo permanece en el amor de Dios Padre, así los discípulos, sabiamente podados por la palabra del Maestro (cf. Jn 15, 2-4), si están profundamente unidos a él, se convierten en sarmientos fecundos que producen una cosecha abundante. San Francisco de Sales escribe: «La rama unida y articulada al tronco da fruto no por su propia virtud, sino en virtud de la cepa: nosotros estamos unidos por la caridad a nuestro Redentor, como los miembros a la cabeza; por eso las buenas obras, tomando de él su valor, merecen la vida eterna» (Trattato dell’amore di Dio, XI, 6, Roma 2011, 601).
4. En el día de nuestro Bautismo, la Iglesia nos injerta como sarmientos en el Misterio pascual de Jesús, en su propia Persona. De esta raíz recibimos la preciosa savia para participar en la vida divina. Como discípulos, también nosotros, con la ayuda de los pastores de la Iglesia, crecemos en la viña del Señor unidos por su amor. «Si el fruto que debemos producir es el amor, una condición previa es precisamente este “permanecer”, que tiene que ver profundamente con esa fe que no se aparta del Señor» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 310). Es indispensable permanecer siempre unidos a Jesús, depender de él, porque sin él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5). En una carta escrita a Juan el Profeta, que vivió en el desierto de Gaza en el siglo V, un creyente hace la siguiente pregunta: ¿Cómo es posible conjugar la libertad del hombre y el no poder hacer nada sin Dios? Y el monje responde: Si el hombre inclina su corazón hacia el bien y pide ayuda de Dios, recibe la fuerza necesaria para llevar a cabo su obra. Por eso la libertad humana y el poder de Dios van juntos. Esto es posible porque el bien viene del Señor, pero se realiza gracias a sus fieles (cf. Ep 763: SC 468, París 2002, 206). El verdadero «permanecer» en Cristo garantiza la eficacia de la oración, como dice el beato cisterciense Guerrico d’Igny: «Oh Señor Jesús…, sin ti no podemos hacer nada, porque tú eres el verdadero jardinero, creador, cultivador y custodio de tu jardín, que plantas con tu palabra, riegas con tu espíritu y haces crecer con tu fuerza» (Sermo ad excitandam devotionem in psalmodia: SC 202, 1973, 522).
5. Queridas consagradas, cada una de ustedes es como un sarmiento, que sólo vive si hace crecer cada día con la oración, con la participación en los sacramentos y con la caridad, su unión con el Señor. Y quien ama a Jesús, la vid verdadera, produce frutos de fe para una abundante cosecha espiritual. El verdadero permanecer en Cristo explica entonces que se pueda vivir el camino de la santa sencillez, humildad, pobreza y guardar el decoro de una vida santa (cf. Testamento de Santa Clara, 56). Solo permaneciendo en Cristo es posible ser misericordiosos como el Padre. En la vida de clausura ustedes viven de manera perenne la ‘escuela de la caridad’, especialmente cuando guardan el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo viviendo en obediencia, en desapropio y en castidad. (cf. Regla de Santa Clara, I, 1). Muéstrenos a los hombres y mujeres de la vida secular que esto es posible, especialmente con el ingrediente de la misericordia. Así como enseña el Papa Francisco “La Esposa de Cristo —de la cual cada una de ustedes es imagen— hace suyo el comportamiento del Hijo de Dios que sale a encontrar a todos, sin excluir ninguno. En nuestro tiempo, en el que la Iglesia está comprometida en la nueva evangelización, el tema de la misericordia exige ser propuesto una vez más con nuevo entusiasmo y con una renovada acción pastoral. Es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre” (cf. MV, 12).
6. Supliquemos a la Madre de Dios, bajo la hermosa advocación de El Pueblito, que permanezcamos firmemente injertados en Jesús y que toda nuestra acción tenga en él su principio y su realización. Amén.