Homilía en la Misa de Acción de Gracias por el VIII Aniversario de Ordenación Episcopal

Basílica de Nuestra Señora de los Dolores de Soriano,
Soriano, Colón, Qro., a 23 de Febrero de 2013.  
Annus fidei – Anno Jubilaeo Dioecesanum

Queridos sacerdotes,
Muy amados hermanos y hermanas todos en el Señor:

escudo_armendariz1. Me alegra mucho encontrarme con ustedes en esta mañana y celebrar juntos la Eucaristía, para darle gracias a Dios por estos ocho años de ministerio episcopal que ha confiado en mis débiles manos. Particularmente en este tiempo de Cuaresma, en donde la comunidad eclesial, asidua en la oración y en la caridad operosa, mientras mira hacia el encuentro definitivo con su Esposo en la Pascua eterna, intensifica su camino de purificación en el espíritu, para obtener con más abundancia del Misterio de la redención la vida nueva en Cristo Señor (cf. Prefacio I de Cuaresma). Les saludo a cada uno de ustedes y les agradezco este gesto de comunión y de cercanía que tienen para conmigo. Dios les bendiga siempre.

2. Es en este contexto cuaresmal que la Palabra de Dios nos permite reflexionar con mayor intensidad en nuestra identidad cristiana, a fin de que como comunidad de bautizados cada uno, reconozcamos nuestra pertenencia a Dios y respondamos desde nuestra llamada, al proyecto de Dios en nuestra vida. Pues Dios quiere que todos seamos santos, viviendo consagrados enteramente a su servicio, buscándole siempre, y dedicándonos a hacer efectiva su misericordia entre los hombres (cf. Or. Colecta).

3. Hemos escuchado en la liturgia de la Palabra uno de los temas centrales en la vida del pueblo de Israel y que en Cristo se convierten en el centro de la vida de la comunidad cristiana, el tema de la “alianza” (Dt 26,16-19). Dios le ha declarado a Moisés la intensión de que Israel será el pueblo de su propiedad con la condición de que guarde sus mandamientos, poniéndolos en práctica  con todo su corazón y con todo su alma. Una realidad que exige no sólo conocer la ley, sino amarla practicándola. “Serás un pueblo consagrado al Señor tu Dios” (Dt 26, 19). Para esto es necesario cumplir en todo momento la ley del Señor, su voluntad. Dios exigió a su pueblo elegido, por la alianza, la fidelidad, la adhesión total cuyo signo es la obediencia a sus mandatos. La recompensa a esa fidelidad era precisamente ser el pueblo santo del Señor. Con el término «santo» se describe en primer lugar la naturaleza de Dios mismo, su modo de ser del todo singular, divino, que corresponde sólo a Él. Sólo Él es el auténtico y verdadero Santo en el sentido originario. Cualquier otra santidad deriva de Él, es participación en su modo de ser. Él es la Luz purísima, la Verdad y el Bien sin mancha. Por tanto, consagrar algo o alguno significa dar en propiedad a Dios algo o alguien, sacarlo del ámbito de lo que es nuestro e introducirlo en su ambiente, de modo que ya no pertenezca a lo nuestro, sino enteramente a Dios. Consagración es, pues, un sacar del mundo y un entregar al Dios vivo. La cosa o la persona ya no nos pertenece, ni pertenece a sí misma, sino que está inmersa en Dios. De esta manera la santidad  no sólo es distinción, sino también obediencia: Si la vocación del hombre es ser santo, cada uno realiza su vocación cuando se reconoce creado a imagen y semejanza de Dios y se conforma a dicha imagen sin desfigurarla.

4. Hermanos y hermanas, la alianza de Dios con su pueblo es una realidad siempre actual. No se trata de vivir dentro de la economía antigua; pero el pasado nos sirve para definir mejor el presente, puesto que las maravillas pasadas no cesan de renovarse en la actualidad. En cada uno de nosotros vuelve a activarse el drama que el pueblo vivió en el desierto, con sus beneficios y sus murmuraciones, sus bendiciones y sus alternativas; a cada uno nos corresponde, por tanto escoger entre amar a Dios y obedecerle o  desobedecerle y olvidarle. La recompensa prometida por Dios a quienes le sirven y le obedecen es la vida feliz y la gloria. Así pues, la ley no es tanto una serie de preceptos cuanto una actitud religiosa: “Yo seré para ti tu Dios y tú serás para Mí mi pueblo” (Ex 19, 5-ss).

5. El Nuevo Testamento, al revelar que Cristo es el Santo de Dios, subraya el carácter personal  de la santidad divina. Cristo es santo porque en la obediencia de la fe, se ha hecho para nosotros, justicia, santificación, y redención (1 Cor 1, 30). El santo es ante todo el creyente hombre de fe.   El cristiano no puede dar razón de su fe, sino poniendo de manifiesto en su comportamiento presente, la referencia a un acontecimiento original, que es la gratuidad de la elección de Dios en Jesucristo, lugar de la nueva alianza y cumplimiento de la promesa.  San Ireneo dice: “Quienes se hallan en la luz no son los que iluminan a la luz, sino que es ésta la que los ilumina a ellos; ellos no dan nada a la luz sino que reciben su beneficio, pues se ven iluminados por ella. Así sucede con el servir a Dios, que a Dios no  le da nada, ya que Dios no tiene necesidad de los servicios humanos; Él, en cambio, otorga la vida, la incorrupción, la gloria eterna a los que le siguen y le sirven” (Contra las herejías 4,14,1). Dios nos pide que guardemos sus preceptos, que sigamos sus caminos, pues ello redunda en bien nuestro. Así nos lo confirma el Salmo 118: “Dichoso el que, con vida intachable, camina en la voluntad del Señor; dichoso el que, guardando sus preceptos, lo busca de todo corazón”. Como consagrados, esta es nuestra identidad y este es nuestro proyecto de vida personal.

6. En el evangelio, Jesús asume de manera contundente este proyecto y lo propone en el itinerario de quienes él, escoge como discípulos suyos: “Ustedes, pues sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto”. (Mt 5, 48). El seguimiento de Jesucristo implica cumplir los mandamientos. Jesús, resume los mandamientos de una manera positiva y sintética: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 19, 16-19). Hermanos sacerdotes y laicos, el Decálogo debe ser interpretado a la luz de este doble y único mandamiento de la caridad, plenitud de la Ley. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rm 13, 9-10). El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida hecha fecunda por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo, participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar. “Este es el mandamiento mío: que se amen los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15, 12). Durante estos años de vida episcopal he podido comprender en mi vida esta realidad.  La santificación es siempre obra de Cristo y obra del Espíritu que ponen de manifiesto en nosotros el don de la fe. Quizá como el joven rico muchas veces nos hemos preguntado ¿y qué tengo que hacer para ser prefecto? y escuchando la voz de Jesús no hemos entendido y dado el siguiente pasó.

7. Es fundamental e importante que a partir de la llamada que Dios nos ha hecho a cada uno, respondamos a la pregunta ¿cómo vivo mi consagración? Cristo pide para los discípulos la verdadera santificación, que transforma su ser, a ellos mismos; que no se quede en una forma ritual, sino que sea un verdadero convertirse en propiedad del mismo Dios. Lo que resulta esencial y fundamental para el ministerio sacerdotal es su profundo vínculo personal con Cristo. El sacerdote debe ser un hombre que conozca a Jesús íntimamente, que lo ha encontrado y ha aprendido a amarlo. Por esta razón debe ser un hombre de oración, un hombre verdaderamente religioso. Sin una verdadera base espiritual  no puede resistir largamente en su ministerio. Desde esta intimidad con Cristo crece espontáneamente también la participación en su amor por los hombres, en su voluntad de salvarles y servirles. Quien ama desea conocer. Por ello, el autentico amor por Cristo se manifiesta a su vez en el deseo de conocerlo cada vez mejor y conocer aquello que tiene que ver con él. La santidad cristiana no es fruto del esfuerzo ascético o del autoperfeccionamiento, sino participación en la santidad de Dios, revelada en su Hijo Jesucristo  y transmitida al creyente, mediante el don del Espíritu entregado por el Resucitado.

8. La santificación exige una lucha por parte del hombre. Es la lucha de la fe, la lucha espiritual  para oponerse a la mundanidad pero viviendo plenamente la compañía de los hombres. La exigencia de esta ruptura con la mundanidad proviene del acontecimiento pascual que se celebra en la Eucaristía: junto con el signo del pan que se reparte y del vino que se distribuye, Jesús pronuncia las palabras que transforman la mentalidad de los discípulos que discuten sobre quién es el mayor entre ellos. Afirman que las relaciones en la comunidad eclesial deben caracterizarse por distinguirse de las relaciones que existen en la sociedad civil. “Los reyes de las naciones ejercen su dominio sobre ellas, y los que tienen autoridad reciben el nombre de bienhechores. Pero ustedes no deben proceder de esta manera. Entre ustedes el más importante  ha de ser como el menor y el que manda como el que sirve” (Lc 22, 25-26). Hermanos sacerdotes y laicos, en el momento presente, la santidad de la Iglesia  se manifiesta verdaderamente cuando es capaz  de crear comunidad, una comunidad de santos, es decir, de consagrados a Dios. Esta debe ser nuestra única y principal tarea. La llamada a la santidad tiende a formar hombres completos, maduros humana y espiritualmente, los cuales manifiestan la plenitud de la misericordia.

9. Hermanos sacerdotes, la fuente de nuestra santificación es la fuente del propio ministerio, de la propia misión, pues el ejercicio mismo del propio ministerio  es justamente el espacio que tiene el presbítero para su santificación. Este espacio se identifica esencialmente con el ámbito eclesial  en medio del cual hemos sido puestos como pastores. La encomienda de apacentar el rebaño exige un gran esfuerzo de vigilancia sobre uno mismo y sobre el propio rebaño, se trata de custodiar de manera creativa la unidad del cuerpo de Cristo. Por ello, hoy se nos exige la capacidad y las formas de hablar y de relacionarnos. Es una exigencia pues para cada uno de nosotros, ser expertos en las relaciones. Para desarrollar el oficio del amor — como diría san Agustín ―, es necesaria la madurez humana  de quien sabe amar, de quien intenta conseguir un equilibrio afectivo,  de quien trata de ser siempre más humano. (Comentario al evangelio de Juan 23, 5). Llegar a ser hombres santos significa también llegar a ser humanamente santos,  sabiendo conjugar la santidad con la bondad, la compasión con la misericordia. “El camino hacia la madurez no requiere sólo que el sacerdote continúe profundizando los diversos aspectos de su formación, sino que exige también, y sobre todo, que sepa integrar cada vez más armónicamente estos mismos aspectos entre sí, alcanzando progresivamente la unidad interior, que la caridad pastoral garantiza” (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Post. Pastores Dabo vobis, 72).

10. Que estas reflexiones nos ayuden a vivir más en plenitud nuestro ministerio y nuestra consagración, particularmente deseo pedir que sigan orando por un servidor para que este ministerio lo ejerza siempre con un corazón dedicado, únicamente buscando servirle a Dios para su gloria y en bien de nuestra santificación.

11. Que nuestra Señora de los Dolores de Soriano, a quien hoy veneramos en este lugar, nos ayude a decirle cada día a nuestro Dios: “Tú, Señor, has dado tus preceptos, para que se observen exactamente;  ojalá que mis pasos se encaminen al cumplimiento de tus mandamientos. Te alabaré con sincero corazón, cuando aprenda tus justos mandamientos; quiero guardar tus leyes exactamente, Tú no me abandones, Señor”. Amén.

 

† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro