1. Con alegría me encuentro con ustedes en esta tarde para celebrar la fiesta litúrgica de la “Presentación del Señor”, la cual desde hace ya 17 años, reúne a religiosos y religiosas para la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. En este año enmarcada de manera muy significativa por la celebración del año de la fe y particularmente en nuestra Diócesis por el año de la Pastoral Social. Saludo cordialmente a Mons. Javier Martínez Osornio, Vicario General para la Vida Consagrada y a cada una de los superiores y superioras de las diferentes comunidades religiosas presentes aquí y en nuestra Iglesia Diocesana.
2. En el Año de la fe ustedes, que han acogido la llamada a seguir a Cristo más de cerca mediante la profesión de los consejos evangélicos, están invitados a profundizar cada vez más su relación con Dios. Los consejos evangélicos, aceptados como auténtica regla de vida, refuerzan la fe, la esperanza y la caridad, que unen a Dios. Esta profunda cercanía al Señor, que debe ser el elemento prioritario y característico de su existencia, les llevará a una renovada adhesión a él y tendrá un influjo positivo en su particular presencia y forma de apostolado en el seno del pueblo de Dios, mediante la aportación de sus carismas, con fidelidad al Magisterio, a fin de ser testigos de la fe y de la gracia, testigos creíbles para la Iglesia y para el mundo de hoy.
3. Quiero aprovechar la oportunidad de estar reunidos, para reflexionar con cada uno de ustedes, a la luz de la rica liturgia de esta fiesta, el sentido que ofrece la vida consagrada para la Iglesia en el mundo de hoy. En primer lugar deseo detenerme en el gesto tan sugestivo de la bendición y procesión con los cirios, como signo preclaro de la peregrinación al cielo y el anhelo humano de contemplar a Cristo, luz de las naciones y gloria de Israel (Lc 2,32). Hemos pedido a Dios en la oración de bendición: “que estas velas nos permitan ir al encuentro de la luz inextinguible, en medio de himnos de alabaza, por el camino del bien” (cf. Oración para la bendición de los cirios). Jesucristo, la Palabra de Dios es la verdadera luz, la luz de los pueblos (cf. Cons. Dog. sobre la Iglesia, Lumen Gentium, 1), que en la incertidumbre de la peregrinación de la vida, nos ofrece el inmenso esplendor de la verdad divina. Dejémonos guiar por esta luz, que es la Palabra de Dios; sigámosla en nuestra vida, caminando con la Iglesia, donde la Palabra ha plantado su tienda. Nuestro camino estará siempre iluminado por una luz que ningún otro signo puede darnos. Y también nosotros podremos convertirnos en luz para los demás, reflejo de la luz que Cristo ha hecho brillar sobre nosotros.
4. Queridos consagrados y consagradas, el estilo de vida que ustedes han abrazado, expresa de modo especial esta peregrinación que la Iglesia realiza, cuando viviendo cada quien sus carismas los pone al servicio de la Iglesia y colaborando mediante su testimonio, ayudando para que sea muchos quienes accedan al Padre en la gloria del cielo. Pues como dice la Exhortación pastoral postsinodal Vita consecrata: “La persona, que por el poder del Espíritu Santo es conducida progresivamente a la plena configuración con Cristo, refleja en sí misma un rayo de la luz inaccesible y en su peregrinar terreno camina hacia la Fuente inagotable de la luz. De este modo la vida consagrada es una expresión particularmente profunda de la Iglesia Esposa (cf. Ef 5, 27)” (cf. n.19).
5. El segundo aspecto que deseo reflexionar es precisamente resaltar la figura de la profetiza Ana. Esta mujer quien no se apartaba del templo ni de día ni de noche, vivía consagrada a Dios porque tenía fe. San Agustín dice que “la fe constituye la primera ofrenda a Dios”. (cf. En. in Ps. 137,1) y Ana por su fe, se ofreció a Dios y por su fe pudo ver a su salvador y liberador, pues como todas las viudas, vivía desamparada y marginada de la sociedad y de la religión. Tal vez hoy, muchos de ustedes experimentan la marginación y el sentirse relegados por el hecho de ser y pertenecerle a Dios mediante una vida de consagración. Confiemos en Dios y ofrezcamos lo único que podemos darle, nuestra vida y nuestra fe. Nos narra también el evangelio que en aquel momento, “Ana, se acercó dando gracias Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación e Israel” (Lc 2,38). Hoy, les exhorto a todos ustedes consagrados y consagradas, a reavivar el encuentro personal y comunitario con Cristo, Verbo de la Vida que se ha hecho visible, y a ser sus anunciadores para que el don de la vida divina, la comunión, se extienda cada vez más por todo el mundo. Si nos fijamos bien, la actitud de esta mujer, es la misma actitud de los pastores en la noche de navidad, quienes una vez que se encontraron con el niño regresan a sus rebaños, alabando a Dios y hablando de él y de lo que habían visto (Lc 2,20). La realidad que viven muchos de ustedes cada día en los colegios, en los hospitales, en las casas de ancianos y en los campos de misión, nos grita lo necesario y urgente que es el comunicar la alegría que se produce en el encuentro con la Persona de Cristo, Palabra de Dios presente en medio de nosotros. En un mundo que considera con frecuencia a Dios como algo superfluo o extraño, confesamos con Pedro que sólo Él tiene “palabras de vida eterna” (Jn 6,68). “No hay prioridad más grande que esta: abrir de nuevo al hombre de hoy el acceso a Dios, al Dios que habla y nos comunica su amor para que tengamos vida abundante (cf. Jn 10,10)” (cf. Benedicto XVI, Exhort. Apost. Post. Verbum Domini, 2). Parafraseando las palabras del santo padre en la Porta fidei, “No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16)” (cf. n. 3). Me atrevo a decir que “no podemos dejar que los carismas y ministerios de cada comunidad religiosa, se vuelvan sosa para la sociedad y que permanezcan ocultos por la comodidad o el desencanto”. Es tiempo que demos buen sabor a la cultura y a la sociedad, es tiempo que nuestra luz ilumine los nuevos campos de acción. El dialogo con la cultura de hoy es necesario renovarlo, no a partir de métodos y estrategias nuevos, sino con la novedad siempre nueva y perenne del evangelio, con hombres y mujeres con corazones nuevos.
6. Al celebrar 50 años de la apertura del concilio Vaticano II, recordemos las palabras que el decreto sobre la adecuada renovación de la vida religiosa Perfectae caritaris afirma: “La adecuada adaptación y renovación de la vida religiosa comprende a la vez el continuo retorno a las fuentes de toda vida cristiana y a la inspiración originaria de los Institutos, y la acomodación de los mismos, a las cambiadas condiciones de los tiempos” (cf. n. 2). Les invito a que en una actitud dócil y consiente, cada comunidad religiosa de cara a su carisma, responda con valentía a esta exigencia que el santo concilio hoy día nos recuerda y aconseja. De esta manera, viviendo mediante la profesión de los consejos evangélicos, las comunidades religiosas no sólo harán de Cristo el centro de la propia vida, sino que se preocuparán de reproducir en sí mismas, en cuanto es posible, “aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios al venir al mundo”. Abrazando la virginidad, harán suyo el amor virginal de Cristo y lo confesarán al mundo como Hijo unigénito, uno con el Padre (cf. Jn 10, 30; 14, 11); imitando su pobreza, lo confesarán como Hijo que todo lo recibe del Padre y todo lo devuelve en el amor (cf. Jn 17, 7.10); adhiriéndose, con el sacrificio de la propia libertad, al misterio de la obediencia filial, lo confesarán infinitamente amado y amante, como Aquel que se complace sólo en la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34), al que está perfectamente unido y del que depende en todo (cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Post Vita Cosecrata, 16). Busquen y amen a Dios, que nos amó a nosotros primero, y procuren con afán fomentar en todas las ocasiones la vida escondida con Cristo en Dios, de donde brota y cobra vigor el amor del prójimo en orden a la salvación del mundo y a la edificación de la Iglesia (cf. Perfectae caritaris, 6).
7. Invoquemos la paternal intercesión de los santos fundadores quienes dóciles al Espíritu Santo, supieron captar las mociones del espíritu y responder así a las necesidades de la vida de la Iglesia. Hoy como ayer la evangelización está en nuestras manos, somos nosotros los nuevos evangelizadores. Que la Virgen María de Guadalupe, nos acompañe en esta peregrinación por esta vida y que con nuestras lámparas encendidas esperemos contemplar el rostro de Dios en el niño, en el joven, en el enfermo con el que a diario nos encontremos. Amén.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro