Queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:
1. Con alegría les saludo a cada uno de ustedes en esta mañana en la cual nos hemos reunido para la celebración de esta santa Misa, mediante la cual queremos agradecer a Dios todos los beneficios, que desde este lugar, ha prodigado en la vida y en la persona de muchos niños y en muchas mujeres; además, queremos poner en el Altar las penas y las tristezas que nos aquejan y hacen sufrir nuestro corazón a causa de la enfermedad y el dolor humano. Lo hacemos en este bonito contexto de fe, en el que celebramos un aniversario más de este Hospital, con la esperanza que sea Dios quien lo siga fortaleciendo con su gracia, en la persona y mediante la tarea de las autoridades, los doctores, las enfermeras, y todos aquellos que entregan su vida en este lugar.
2. Sin duda que al entrar en este lugar los sentimientos que se anidan en el corazón, muchas veces se entrecruzan y nos pueden llevar a pensar y reaccionar de muchas maneras, pensando en todo menos en Dios, pues en la cultura y en el pensamiento del hombre contemporáneo, la idea de sufrimiento y de la enfermedad, en muchas ocasiones no cabe o es vista como parte de la naturaleza del hombre. Pretendiendo anular la fragilidad del hombre y su vulnerabilidad natural.
3. Muchas veces nos preguntamos sobre el porqué del dolor, de la enfermedad y del sufrimiento. Pero para poder percibir la verdadera respuesta al « por qué » del sufrimiento, tenemos que volver nuestra mirada a la revelación del amor divino, fuente última del sentido de todo lo existente. El amor es también la fuente más rica sobre el sentido del sufrimiento, que es siempre un misterio; somos conscientes de la insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones. Cristo nos hace entrar en el misterio y nos hace descubrir el « por qué » del sufrimiento, en cuanto somos capaces de comprender la sublimidad del amor divino. (cf. Salvifici doloris, 13). Para hallar el sentido profundo del sufrimiento, siguiendo la Palabra revelada de Dios, hay que abrirse ampliamente al sujeto humano en sus múltiples potencialidades, sobre todo, hay que acoger la luz la Revelación, no sólo en cuanto expresa el orden transcendente de la justicia, sino en cuanto ilumina este orden con el Amor como fuente definitiva de todo lo que existe. El Amor es también la fuente más plena de la respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Esta pregunta ha sido dada por Dios al hombre en la cruz de Jesucristo (Salvifici doloris, 13).
4. En este sentido la palabra de Dios que acabamos de escuchar en la primera lectura (Ga 3, 1-5), nos recuerda precisamente la centralidad del evangelio de la cruz en la vida del cristiano, anunciado y predicado por Jesucristo, quien cargando con nuestros sufrimientos y nuestro pecados fue clavado en el árbol de la cruz para salvarnos. El hombre « muere », cuando pierde « la vida eterna ». Lo contrario de la salvación no es, pues, solamente el sufrimiento temporal, cualquier sufrimiento, sino el sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, el ser rechazado por Dios, la condenación. El Hijo unigénito ha sido dado a la humanidad para proteger al hombre, ante todo, de este mal definitivo y del sufrimiento definitivo. Este evangelio es aquel que se nos ha anunciado.
5. En este camino, Jesús nos da la clave: la perseverancia. Una perseverancia que se traduce en insistencia. Es decir, es la actitud constante de súplica y de oración. Lo cual significa que como el “amigo del evangelio” que nos propone el evangelista Lucas (11, 5-13) el día de hoy, debemos ser constantes en aquello que pedimos. Pues dice: “Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá. Porque quien pide, recibe, quien busca, encuentra, y al que toca se le abre” (v. 9). El camino del dolor, del sufrimiento y de la enfermedad, unidos a la oración cristiana, permiten al ser humano entender la lógica de Dios, la cual muchas veces no coincide con la lógica humana. En la oración, en todas las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y su situación frente a Dios, a partir de Dios y en orden a Dios, y experimenta que es criatura necesitada de ayuda, incapaz de conseguir por sí misma la realización plena de su propia existencia y de su propia esperanza.
6. Queridos hermanos y hermanas, muchos de nosotros, al encontrarnos sumergidos en el dolor y en la desesperación por la enfermedad, estamos invitados a escuchar con el corazón las palabras del evangelio que se nos han proclamado, a fin de que el señor nos escuche y atienda la insistencia de nuestra súplica. Sin embargo, hemos de aprender a no pedir lo que nosotros queramos, Jesús nos enseña a pedir que se haga la voluntad de Dios. En el contexto cultural que actualmente vivimos, es necesario recuperar la figura de “Padre” que Dios ha querido asumir personalmente, para darnos a entender su bondad y su amor infinito. Pues si nosotros que somos malos, sabemos dar cosas buenas a nuestros hijos, cuanto más el Padre celestial nos dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidamos. (cf. v. 13).
7. He aceptado con mucho gusto la invitación para estar con ustedes en este día, especialmente porque desde mi experiencia quiero compartirles que la fe y la oración son capaces de ayudarnos de manera extraordinaria en el dolor y en la enfermedad A lo largo de mi vida, han sido muchas las ocasiones en las cuales me he sentido fortalecido y confortado en la ración. Deseo invitarles a no desfallecer ante el sufrimiento que como madres de familia padecen ante la enfermedad de sus hijos. Ustedes hacen mucho en el cuidado y en proceso de la sanación de sus hijos.
8. Especialmente deseo animarles a que sigan el ejemplo de la Santísima Virgen María, quien supo permanecer al pie de la cruz, contemplando el sufrimiento de su Hijo, pero al mismo tiempo, acogiendo a la humanidad como su nueva familia, y en ella a cada uno de nosotros. Pidámosles a ella que nos ayude a rogar a su Hijo las gracias y necesidades que nos hagan falta para nuestra vida y nuestra santificación. Amén.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro