Muy queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:
1. En esta santa misa que tengo el gozo de presidir, les saludo a cada uno de ustedes con la alegría que nos da el saber que está próxima la celebración del misterio central de nuestra fe, la Pascua de Cristo resucitado. Saludo con especial afecto a cada uno de ustedes, agentes de la Pastoral Familiar en nuestra Diócesis. Al P. Jaime Francisco Gutiérrez Jiménez, Presidente Diocesano de la Pastoral Familiar, así como a cada uno de los Delegados en los decanatos y en las comunidades parroquiales de nuestra Diócesis. Doy gracias a Dios por cada uno de ustedes que se han congregado en este encuentro diocesano con el fin de reflexionar en torno al tema: La familia, promotora del cambio social. De manera tan providencial en este año que celebramos el año de la Pastoral Social y el Año Jubilar por los 150 años de la fundación de la Diócesis, en el contexto eclesial del año de la fe.
2. Deseo expresar mi gran aprecio por la atención y el compromiso por la familia, no sólo porque esta realidad humana fundamental debe afrontar hoy en nuestra Diócesis, dificultades y amenazas, y por tanto necesita ser evangelizada y apoyada de manera especial, sino también porque las familias cristianas son un medio decisivo para la educación en la fe, para la edificación de la Iglesia como comunión y para su presencia misionera en las más diversas situaciones de la vida, promoviendo un cambio social. Conozco la generosidad y la entrega con la que ustedes, queridos agentes de pastoral, sirven al Señor y a la Iglesia. Su trabajo cotidiano en favor de la formación en la fe de las nuevas generaciones, así como por la preparación al matrimonio y por el acompañamiento de las familias, es la vía fundamental para regenerar siempre nuevamente la Iglesia, y también para vivificar el tejido social de nuestras ciudades y comunidades parroquiales. Quiero animarles a continuar con disponibilidad en este precioso cometido pastoral.
3. Hemos escuchado en la liturgia de la palabra de esta celebración, un texto del evangelio de Juan que nos revela la identidad de Jesús: “Jesús le dijo a los fariseos: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no caminará en la oscuridad y tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). En un primer momento nos remite a una de las fiestas más importantes de la vida del pueblo de Israel, la fiesta de los tabernáculos, donde enormes candelabros de oro eran llenados con grandes cantidades de aceite y se colocaban sobre los muros de circunvalación del templo, de manera que su luz se difundiera sobre toda la ciudad de Jerusalén, al grado de poder afirmar: “¡No hay palacio en Jerusalén. Que no se ilumine con la luz de estos candelabros!”. Jesús, valiéndose de esta fiesta afirma que él es más que la luz de la celebración nocturna que ilumina y alegra a toda Jerusalén. El horizonte judío queda superado. Jesús ha venido al mundo como luz escatológica para traer luz y vida a la humanidad entera. Quienes escuchando su discurso de revelación están llamados a creer en él, y a convertirse en hijos de la luz. Lanzando la perspectiva más allá, Jesús exhorta a los oyentes a seguirle. Esta invitación toca el tema del discipulado, pues el seguimiento es la acción de ir tras de Jesús, asumiendo su estilo de vida, sus criterios, sus propios sentimientos y pensamientos. Un seguimiento que se da como una vinculación de fe, que es posible en todo tiempo y que se le exige a todo hombre para su salvación. Sin embargo, este seguimiento creyente abarca también la voluntad de ir tras Jesús, por su camino que, a través de la muerte lleva a la gloria y que en ciertos casos puede ser el camino del martirio. Por lo tanto, este seguimiento que Jesús propone significa tanto, como escuchar con fe y obediencia la voz del revelador y mostrarse de este modo como perteneciente al mismo.
4. Queridos hermanos y hermanas, este mensaje nos alienta y nos orienta como familia, para renovar en primer lugar la identidad cristiana de la familia en el itinerario cuaresmal y en segundo lugar, para continuar asumiendo el desafío de ser en el mundo expresión de la luz de Cristo. Es bien sabido que la familia cristiana es un signo especial de la presencia y del amor de Cristo, y que está llamada a dar una contribución específica e insustituible a la evangelización. El beato Juan Pablo II, decía que “la familia cristiana está llamada a tomar parte viva y responsable en la misión de la Iglesia de manera propia y original, es decir, poniendo a servicio de la Iglesia y de la sociedad su propio ser y obrar, en cuanto comunidad íntima de vida y de amor” (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Post. Familiaris consortio, 50). La familia cristiana ha sido siempre la primera vía de transmisión de la fe, y también hoy tiene grandes posibilidades para la evangelización en múltiples ámbitos. «Es necesario que la familia redescubra su identidad y misión a partir del matrimonio según el plan de Dios, así como que se percate de su importantísimo papel como comunidad educativa» (cf. Educar para una nueva sociedad, CEM, 15). Principalmente hoy la familia se ve ante el desafío de educar en la justicia cristiana, que consiste en juzgar según el modelo de Jesucristo y de su evangelio.
5. Así, con la obra educativa, la familia forma al hombre en la plenitud de su dignidad, según todas sus dimensiones comprendida la social. La familia constituye una comunidad de amor y de solidaridad insustituible para la enseñanza y transmisión de los valores culturales, éticos, sociales, espirituales y religiosos esenciales para el desarrollo y bienestar de sus propios miembros y de la sociedad. Cumpliendo con su misión educativa, la familia contribuye al bien común y constituye la primera escuela de virtudes sociales de las que nuestra sociedad tiene necesidad. “La verdadera educación promueve la formación de personalidades maduras, capaces de tomar sus propias decisiones y disponibles al compromiso solidario con los demás” (cf. Educar para una nueva sociedad, CEM, n.61). Por tal motivo, los obispos en Aparecida hemos llegado a una conclusión que nos desafía: “O educamos en la fe, poniendo realmente en contacto con Jesucristo e invitando a su seguimiento, o no cumpliremos nuestra misión evangelizadora” (cf. DA, 287). Esto nos tiene que comprometer a ustedes y a nosotros en asumir nuevas formas que sean acordes a una cultura que se transforma continuamente. Sin olvidar lo esencial y lo que constituye el núcleo central de nuestra fe. La evangelización no consiste, como a veces creemos, en transmitir a los demás una Buena Noticia perfectamente acabada cuya posesión garantizamos nosotros. Consiste, más bien, en ir hacia los otros con la esperanza de poder descubrir con ellos, donde están ellos, en el corazón de su misma vida las huellas del Resucitado que siempre nos precede, que ya está ahí de incógnito.
6. Queridos hermanos y hermanas, sumemos esfuerzos para enseñar a nuestros hijos a encontrarse con Dios; el anuncio del Kerigma es el punto de partida, acercándoles a los Sacramentos, especialmente a la Eucaristía; introduciéndolos en la vida de la Iglesia; no tengan miedo de leer la Sagrada Escritura en la intimidad doméstica, iluminando la vida familiar con la luz de la fe y alabando a Dios como Padre. Sean como un pequeño cenáculo, como aquel de María y los discípulos, en el que se vive la unidad, la comunión, la oración. Buscando fortaleces el alma y la vida de cada uno de su hijos.
7. Gracias a Dios, muchas familias cristianas toman conciencia cada vez más de su vocación misionera, y se comprometen seriamente a dar testimonio de Cristo, el Señor. Como dijo el beato Juan Pablo II: «Una auténtica familia, fundada en el matrimonio, es en sí misma una “buena nueva” para el mundo». Y añadió: «En nuestro tiempo son cada vez más las familias que colaboran activamente en la evangelización… En la Iglesia ha llegado la hora de la familia, que es también la hora de la familia misionera» (Juan Pablo II, Angelus, 21 octubre 2001). En la sociedad actual es más que nunca necesaria y urgente la presencia de familias cristianas ejemplares. Hemos de constatar desafortunadamente cómo, en varios países, se difunde una secularización que lleva a la marginación de Dios de la vida y a una creciente disgregación de la familia. Se absolutiza una libertad sin compromiso por la verdad, y se cultiva como ideal el bienestar individual a través del consumo de bienes materiales y experiencias efímeras, descuidando la calidad de las relaciones con las personas y los valores humanos más profundos; se reduce el amor a una emoción sentimental y a la satisfacción de impulsos instintivos, sin esforzarse por construir vínculos duraderos de pertenencia recíproca y sin apertura a la vida. Estamos llamados a contrastar dicha mentalidad. Junto a la palabra de la Iglesia, es muy importante el testimonio y el compromiso de las familias cristianas, su testimonio concreto, especialmente para afirmar la intangibilidad de la vida humana desde la concepción hasta su término natural, el valor único e insustituible de la familia fundada en el matrimonio y la necesidad de medidas legislativas que apoyen a las familias en la tarea de engendrar y educar a los hijos. Queridas familias, ¡sean valientes! No cedan a esa mentalidad secularizada que propone la convivencia como preparatoria, o incluso sustitutiva del matrimonio. Enseñen con su testimonio de vida que es posible amar, como Cristo, sin reservas; que no hay que tener miedo a comprometerse con otra persona. Queridas familias, alégrense por la paternidad y la maternidad. La apertura a la vida es signo de apertura al futuro, de confianza en el porvenir, del mismo modo que el respeto de la moral natural libera a la persona en vez de desolarla. El bien de la familia es también el bien de la Iglesia. No olvidemos que la edificación de cada familia cristiana se sitúa en el contexto de la familia más amplia, que es la Iglesia, la cual la sostiene y la lleva consigo. Y, de forma recíproca, la Iglesia es edificada por las familias, “pequeñas Iglesias domésticas”.
8. Queridas familias y agentes de pastoral, viviendo la comunión de fe y caridad, sean testigos de manera cada vez más transparente de la promesa que el Señor: “… yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20). Siéntanse llamados a evangelizar con toda su vida; escuchen con mucha atención la palabra del Señor: “Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos” (Mt 28,19).
9.
Que la Virgen María, modelo de Madre, acompañe siempre nuestro camino y que mirando su rostro maternal, como familia, tengamos la confianza de dirigirnos a ella para que por su intercesión le digamos a su Hijo, Jesucristo: ¡Salve, Luz! Desde el cielo brilló una Luz sobre nosotros, que estábamos sumidos en la oscuridad y encerrados en la sombra de la muerte; Luz más pura que el sol, más dulce que la vida de aquí abajo. Derrama el rocío de la Verdad sobre nuestras familias y así nos veamos comprometidos cada vez más en la construcción de una sociedad más justa. Amén.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro