Queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:
1. Les saludo a todos ustedes en el Señor Jesucristo, el Señor de la vida y de la historia, con la esperanza de que en estos momentos de dolor y tristeza, la fe en Jesucristo resucitado sea su fortaleza. Es por ello que complacido he querido celebrar con ustedes esta Eucaristía, pues no cabe duda que solamente a la luz del misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo, es como podemos entender la tragedia y el dolor. La fe cristiana, nos enseña que la “redención”, no es simplemente un dato de hecho. En ella, se nos ofrece la salvación, en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: un presente, que aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, además nos garantiza un futuro que no acaba en el vacío, sino que nos abre las puertas de la vida eterna en Dios. El hecho de afrontarnos a realidades como la muerte, el dolor y el sufrimiento, nos hacen pensar en lo vulnerable de la vida humana. Sin embargo, como hombres de fe, levantamos la mirada hacia Dios deseando comprender su voluntad.
2. Al celebrar la Eucaristía en esta fiesta del Apóstol san Bernabé, la Palabra de Dios que hemos escuchado en esta noche, nos ofrece de manera esplendida un mensaje que nos fortalece y nos amina a seguir viviendo con entusiasmo nuestro peregrinar sobre esta tierra. Jesús, se vale de dos figuras: la luz y la sal, para prolongar su discurso sobre las bienaventuranzas. Se vale del discurso directo “ustedes son” para darle un énfasis especial. Jesús le habla a sus discípulos, a la comunidad de Mateo, y en esta noche nos habla a nosotros, llamándonos a ser “sal de la tierra y luz del mundo” (Mt 5, 13.14). La sal tiene numerosas propiedades, y de hecho desde la antigüedad se emplea para conservar, condimentar, desinfectar y curar. La «sal», en la cultura de Oriente Medio, evoca también varios valores como la alianza, la solidaridad, la vida y la sabiduría. La luz, por su parte, es la primera obra de Dios creador y es fuente de la vida; la misma Palabra de Dios es comparada con la luz. El texto deja abierto en qué sentido debe ser sal la comunidad, pero la conclusión aclara que se trata de la relación de las buenas obras. Las acciones de quienes seguimos a Jesús deben actuar como la sal.
3. Queridos hermanos y hermanas, ¿Cómo debemos entender esto? A un discípulo que le preguntó: ¿Cómo puede salarse la sal?, el rabí Johoshua ben Chananja le respondió con esta contra-pregunta: “¿Es que la sal puede dejar de ser salada?”. La respuesta esperada aquí sólo puede ser negativa. Pero las palabras de Jesús parten de la posibilidad extrema de que incluso la sal pueda tornarse sosa; se trata, pues, de una enérgica advertencia para que cada uno de nosotros quienes conocemos a Jesús no nos volvamos insípidos. Nuestras obras, como la sal, deben ser eficaces de muy diversas maneras, sanando, preservando, purificando, sazonando…
4. La segunda metáfora que utiliza Jesús en su discurso, es la de la ciudad sobre el monte y la luz que ilumina, con ella se pretende apuntar a que todos podamos identificarnos con esa luz, como algo bueno para los hombres. La luz que ilumina recuerda una propiedad de Dios: el Señor es mi luz y mi salvación (Sal 27, 1). La sabiduría sintetiza en sí los efectos benéficos de la sal y de la luz: de hecho, los discípulos del Señor están llamados a dar nuevo «sabor» al mundo, y a preservarlo de la corrupción, con la sabiduría de Dios, que resplandece plenamente en el rostro del Hijo.
5. Esta fiesta de San Bernabé que celebramos en este contexto familiar y de profunda esperanza, nos enseña que efectivamente estamos llamados a vivir la vida en plenitud. Que cada uno con el don que ha recibido de sabor a su entorno e ilumine el mundo en el cual vive, pero esto sólo será posible si nos dejamos saborear por Jesucristo, la sabiduría de Dios y nos dejamos encender la mecha por el fuego del Espíritu Santo. Bernabé, ―dice la Escritura―, era un hombre bueno, lleno del Espíritu Santo, y de fe. Por ello, exhortó a que todos firmes en sus propósitos, permanecieran fieles al Señor. Así se ganó para el Señor una gran muchedumbre (Hech 11, 24). Queridos hermanos y hermanas, la tragedia de estos días, renueve nuestro deseo de vivir, de comprometernos más por vivir la vida en plenitud, de amar más a Dios y comprometernos en el anuncio de su amor y de su reino. “No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16)” (cf. Porta fidei, 3), llenémonos de Dios para poder “animar” nuestra sociedad, nuestra cultura y nuestro entorno, con el testimonio de nuestra fe en Dios y en la esperanza de la vida eterna.
6. Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna, sino la presente y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un obstáculo. Seguir viviendo para siempre –sin fin– parece más una condena que un don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas aburrido y al final insoportable. Esto es lo que dice precisamente, por ejemplo, el Padre de la Iglesia Ambrosio en el sermón fúnebre por su hermano difunto Sátiro: “Es verdad que la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza, sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dio como un remedio […]. En efecto, la vida del hombre, condenada por culpa del pecado a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar un fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia” (Citado por Benedicto XVI en Spe Salvi 11). Y Ambrosio ya había dicho poco antes: “No debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación (cf. De excessu fratris sui Satyri, II, 46, CSEL 73, 273).
7. Pidamos al Señor que escuche nuestra oración en favor de nuestros hermanos difuntos, que mire con benevolencia su vida y sus pecados no les sean tomados en cuenta. Que nuestra Madre del Cielo, la Santísima Virgen María, nos ayude a contemplar la cruz en el dolor y en la compasión. Amén.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro