HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS
Santa Iglesia Catedral, ciudad episcopal de Santiago de Queretaro, Qro., a 02 de noviembre de 2016.
Año de la Misericordia
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Queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:
- Motivados por nuestra fe en la comunión de los santos, esta noche nos reunimos para celebrar el sacrificio eucarístico en sufragio de nuestros hermanos y hermanas difuntos, de manera muy especial por los Señores obispos que han regido esta Diócesis y por todos los sacerdotes, que como fieles colaboradores del ministerio episcopal han desgastado su vida en medio de nuestras comunidades y que duermen ya el sueño de la paz. Queremos orar por todos, dejándonos iluminar la mente y el corazón por la Palabra de Dios que acabamos de escuchar.
- La primera lectura —un pasaje del libro de la Sabiduría (Sb 3, 1-9) — nos ha recordado que “Las almas de los justos están en las manos de Dios” (Sb 3, 1). Aunque su muerte —subraya el autor sagrado— se produzca en circunstancias humillantes y dolorosas, que parecen una desgracia, en verdad para quienes tienen fe no es así: “están en paz” y, aunque a los ojos de los hombres hayan sufrido castigos, “su esperanza está llena de inmortalidad” (vv.3-4). Separarse de los seres queridos es doloroso; el hecho de la muerte es un enigma cargado de inquietud, pero para los creyentes, comoquiera que suceda, siempre está iluminado por la “esperanza de la inmortalidad”. La fe nos sostiene en esos momentos humanamente llenos de tristeza y de desconsuelo: “La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma —recuerda la liturgia—; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo” (Prefacio de difuntos).
- Queridos hermanos y hermanas, sabemos bien y así lo experimentamos en nuestro camino, que en esta vida no faltan dificultades y problemas, pasamos por situaciones de sufrimiento y de dolor, por momentos difíciles de comprender y aceptar. Pero todo adquiere valor y significado si lo consideramos desde la perspectiva de la eternidad. Las pruebas, si las acogemos con paciencia perseverante y las ofrecemos por el reino de Dios, redundan en beneficio espiritual ya en esta vida y sobre todo en la futura, en el cielo. En este mundo estamos de paso y somos probados como el oro en el crisol, afirma la Sagrada Escritura (cf. Sb 3, 6). Asociados misteriosamente a la pasión de Cristo, podemos hacer de nuestra existencia una ofrenda agradable a Dios, un sacrificio voluntario de amor.
- El camino para hacer efectivo esto, lo encontramos en el amor, que desde la perspectiva cristiana se ve reflejado en la caridad. San Juan nos enseña: “El que no ama permanece en la muerte” … “Conocemos lo que es el amor, en que Cristo dio su vida por nosotros. Así también debemos nosotros dar la vida por nuestros hermanos” (cf. 1 Jn 3, 14-16). ¿Cómo entendemos esto entonces? Lo que se subraya es la inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. Ambos están tan estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia. El amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios. En Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco.
- Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Al respecto decía el Papa Benedicto XVI “Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo « piadoso » y cumplir con mis « deberes religiosos », se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación « correcta », pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama” (cf. Deus caritas est, 18). Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un « mandamiento » externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es « divino » porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea « todo para todos » (cf. 1 Co 15, 28).
- San Mateo en el evangelio que acabamos de escuchar nos ayuda para aterrizar esto en la vida concreta. ¿Cómo? “Estuve hambriento y me dieron de comer, sediento y me dieron de beber, era forastero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, encarcelado y fueron a verme” (cf. Mt 25, 31-36). Como se puede notar el amor a Dios y al prójimo nunca será una palabra abstracta. “Por su misma naturaleza es vida concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se verifican en el vivir cotidiano” (MV, 9). Es el tiempo de retornar a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y dificultades de nuestros hermanos.
- Queridos hermanos y hermanas, no podemos escapar a estas palabras del Señor y en base a ellas seremos juzgados: si dimos de comer al hambriento y de beber al sediento. Si acogimos al extranjero y vestimos al desnudo. Si dedicamos tiempo para acompañar al que estaba enfermo o prisionero (cf. Mt 25,31-45). Igualmente se nos preguntará si ayudamos a superar la duda, que hace caer en el miedo y en ocasiones es fuente de soledad; si fuimos capaces de vencer la ignorancia en la que viven millones de personas, sobre todo los niños privados de la ayuda necesaria para ser rescatados de la pobreza; si fuimos capaces de ser cercanos a quien estaba solo y afligido; si perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos cualquier forma de rencor o de odio que conduce a la violencia; si tuvimos paciencia siguiendo el ejemplo de Dios que es tan paciente con nosotros; finalmente, si encomendamos al Señor en la oración nuestros hermanos y hermanas. En cada uno de estos “más pequeños” está presente Cristo mismo. Su carne se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga … para que nosotros los reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado. No olvidemos las palabras de san Juan de la Cruz: « En el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor » (MV, 15).
- Queridos hermanos y hermanas, oremos para que nosotros, peregrinos en la tierra, mantengamos siempre orientados los ojos y el corazón hacia la meta última a la que aspiramos, la casa del Padre, el cielo. Amén.