Seminario Conciliar, Santiago de Querétaro, Qro., 2 de junio de 2012
Estimados Padres formadores del Seminario y de las casas de formación que nos acompañan, apreciados diáconos, queridos seminaristas, tanto de filosofía como de teología, familiares, amigos y bienhechores de nuestro seminario, hermanos todos en el Señor:1. Me alegra celebrar esta acción de gracias con todos ustedes quienes integran la gran comunidad formativa del Seminario Conciliar de Querétaro. Les saludo a cada uno en la alegría del Señor resucitado, en este día en el cual nos hemos reunido en esta celebración para dar gracias a Dios por los innumerables beneficios que durante este ciclo escolar hemos recibido en esta noble institución, “lugar desde donde se aprende a ser discípulos de Jesucristo, en la escucha perenne de su Palabra y en la comunión fraterna con los hermanos de comunidad”. Pues “el seminario es una comunidad en camino hacia el servicio sacerdotal… No se llega a ser sacerdote solo. Hace falta la “comunidad de discípulos”, el grupo de los que quieren servir a la Iglesia de todos” (cf. Benedicto XVI, Carta a los seminaristas). Me siento particularmente conmovido, pues al verles a ustedes seminaristas reconozco la cercanía de Dios, que no deja sin pastores a su pueblo, infundiendo en el corazón de muchos jóvenes como ustedes, un amor tal que les lleva a querer permanecer con él y aprender de él, para entregar su vida en la misión de llevar el Evangelio a todas las creaturas (cf. Mt 28, 19-20).
2. La Palabra de Dios que hemos escuchado en el pasaje de la carta de san Judas, es una invitación a meditar en tres aspectos esenciales de la vida cristiana recta y que hoy deseo detenerme en ellos para reflexionar, pues nos ayudan a evaluar de un modo excepcional nuestra permanencia en este tiempo de formación:
– En primer lugar el Apóstol escribe: Edificad vuestra vida sobre la santidad de la fe (cf. Judas v. 20a). ¿Qué quiere decir esto? ¿Quiénes están llamados a vivir de este modo? A menudo se piensa todavía que la santidad es una meta reservada a unos pocos elegidos. La santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en realizar empresas extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir sus misterios, en hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya. Es ser semejantes a Jesús, como afirma san Pablo: «Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29). Y san Agustín exclama: «Viva será mi vida llena de ti» (Confesiones, 10, 28). El concilio Vaticano II, en la constitución sobre la Iglesia, habla con claridad de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido de ella: «En los diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad. En efecto, todos, por la acción del Espíritu de Dios, siguen a Cristo pobre, humilde y con la cruz a cuestas para merecer tener parte en su gloria» (Lumen gentium, n. 41).
Queridos hermanos y hermanas, esto nos lleva a reflexionar entonces sobre el ¿cómo podemos recorrer el camino de la santidad, responder a esta llamada? ¿Cómo podemos hacerlo con nuestras propias fuerzas? La respuesta es clara: una vida santa no es fruto principalmente de nuestro esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el tres veces santo (cf. Is6, 3), quien nos hace santos; es la acción del Espíritu Santo la que nos anima desde nuestro interior; es la vida misma de Cristo resucitado la que se nos comunica y la que nos transforma. «Los seguidores de Cristo han sido llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por sus propios méritos, sino por su designio de gracia. El bautismo y la fe los ha hecho verdaderamente hijos de Dios, participan de la naturaleza divina y son, por tanto, realmente santos. Por eso deben, con la gracia de Dios, conservar y llevar a plenitud en su vida la santidad que recibieron» (Lumen gentium, 40). La santidad tiene, por tanto, su raíz última en la gracia bautismal, en ser insertados en el Misterio pascual de Cristo, con el que se nos comunica su Espíritu, su vida de Resucitado.
Jóvenes seminaristas, la llamada del Señor al ministerio no es fruto de méritos particulares; es un don que es preciso acoger y al que se debe corresponder dedicándose no a un proyecto propio, sino al de Dios, de modo generoso y desinteresado, para que él disponga de nosotros según su voluntad, aunque ésta pudiera no corresponder a nuestros deseos de autorrealización. Amar junto a Aquel que nos amó primero y se entregó totalmente a sí mismo. Es estar dispuestos a dejarse implicar en su acto de amor pleno y total al Padre y a todos hombres consumado en el Calvario. No debemos olvidar nunca —como sacerdotes y seminaristas— que la única elevación legítima hacia el ministerio de pastor no es la del éxito, sino la de la cruz. Una permanencia en la fe podremos vivirla si adhiriendo nuestra vida a Dios en los días del seminario experimentamos la alegría de creer.
Padres formadores y familiares de los seminaristas, el reto es grande, hoy día es preciso formar a los seminaristas en la santidad de la fe, en un tiempo de grandes cambios culturales y de transformaciones sociales no podemos dejar de promover la educación en el deposito de la fe, tesoro inestimable que cada generación debe trasmitir a la sucesiva, conquistando corazones para Jesucristo y formando las mentes en el conocimiento, en la comprensión y en el amor a su Iglesia.
– En segundo lugar escribe el Apóstol: Orad movidos por el Espíritu Santo (cf. Judas v. 20b). Dios respeta siempre nuestra libertad y pide que aceptemos este don y vivamos las exigencias que conlleva; pide que nos dejemos transformar por la acción del Espíritu Santo, conformando nuestra voluntad a la voluntad de Dios. La vocación de los sacerdotes tiene su raíz en esta acción del Padre, realizada en Cristo, a través del Espíritu Santo. Así, el ministro del Evangelio es aquel que se deja
conquistar por Cristo, que sabe «permanecer» con él, que entra en sintonía, en íntima amistad con él, para que todo se cumpla «como Dios quiere» (1 P 5, 2), según su voluntad de amor, con gran libertad interior y con profunda alegría del corazón. Sin el encuentro con Jesucristo diario vivido con fidelidad, nuestra actividad se vacía, pierde el alma profunda, se reduce a un simple activismo que, al final, deja insatisfechos. San Bernardo afirma que demasiadas ocupaciones, una vida frenética, a menudo acaban por endurecer el corazón y hacer sufrir el espíritu (cf. II, 3). Hay una hermosa invocación de la tradición cristiana que resume muy bien este pensamiento, dice así: «Tu gracia Señor, inspire nuestras obras, las sostenga y acompañe; para que todo nuestro trabajo brote de ti, como de su fuente, y tienda a ti, como de su fin» (cf. LH, Oración final de Laudes, lunes I).Hermanos y hermanas, cada paso de nuestra vida y cada acción, se debe hacer ante Dios, a la luz de su Palabra. Cuando la oración se alimenta de la Palabra de Dios, podemos ver la realidad con nuevos ojos, con los ojos de la fe, y el Señor, que habla a la mente y al corazón, da nueva luz al camino en todo momento y en toda situación. Nosotros creemos en la fuerza de la Palabra de Dios y de la oración. Incluso las dificultades de la vida ordinaria, se superan en la oración, a la luz de Dios, del Espíritu Santo. Estoy convencido que sólo de la relación íntima con Dios, cultivada cada día, nace la respuesta a la elección del Señor y se encomienda cualquier ministerio en la Iglesia.
El Papa Benedicto XVI decía a los sacerdotes y seminaristas del colegio español en Roma: “Pero recordad que el sacerdote renueva su vida y saca fuerzas para su ministerio de la contemplación de la divina Palabra y del diálogo intenso con el Señor. Es consciente de que no podrá llevar a Cristo a sus hermanos ni encontrarlo en los pobres y en los enfermos, si no lo descubre antes en la oración ferviente y constante. Es necesario fomentar el trato personal con Aquel al que después se anuncia, celebra y comunica. Aquí está el fundamento de la espiritualidad sacerdotal, hasta llegar a ser signo transparente y testimonio vivo del Buen Pastor. El itinerario de la formación sacerdotal es, también, una escuela de comunión misionera: con el Sucesor de Pedro, con el propio obispo, en el propio presbiterio, y siempre al servicio de la Iglesia particular y universal” (Benedicto XVI, Discurso a la comunidad del Pontificio Colegio Español, 10 de mayo de 2012).
Hermanos y hermanas, si los pulmones de la oración y de la Palabra de Dios no alimentan la respiración de nuestra vida espiritual, corremos el peligro de asfixiarnos en medio de los mil afanes de cada día: la oración es la respiración del alma y de la vida. Cuando el Señor nos dice: «Orad sin cesar» (1 Tes 5, 17), obviamente no nos está pidiendo recitar oraciones interminables, nos insta a no perder nunca nuestra cercanía con Dios interno. Orar significa crecer en esta intimidad. Por eso, es importante que nuestro día comience y termine con la oración, que escuchemos a Dios en las Escrituras, que compartamos con él nuestros deseos y nuestras esperanzas, nuestras alegrías y nuestros problemas, nuestros fracasos y nuestro agradecimiento por todas sus bendiciones, y así tenerlo siempre delante de nosotros como punto de referencia para nuestras vidas.
– Y finalmente el Apóstol escribe: permaneced en la caridad de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor para la vida eterna (cf. Judas v. 20c). La santidad no es sino la caridad plenamente vivida. «“Dios es amor y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). Dios derramó su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado (cf. Rm 5, 5). Por tanto, el don principal y más necesario es el amor con el que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo a causa de él. Ahora bien, para que el amor pueda crecer y dar fruto en el alma como una semilla buena, cada cristiano debe escuchar de buena gana la Palabra de Dios y cumplir su voluntad con la ayuda de su gracia, participar sobre todo en la Eucaristía, y dedicarse constantemente a la oración, a la renuncia de sí mismo, a servir activamente a los hermanos y a la práctica de todas las virtudes. El amor, en efecto, como lazo de perfección y plenitud de la ley (cf. Col 3, 14; Rm 13, 10), dirige todos los medios de santificación, los informa y los lleva a su fin» (Lumen gentium, 42). En la caridad vivida y compartida se encuentra el fundamento de una vida célibe vivida con radicalidad. Sólo con la caridad, iluminada por la luz de la razón y de la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con un carácter más humano y humanizador.
3. Nosotros debemos ser santos para no crear una contradicción entre el signo que somos y la realidad que queremos significar. Configurarse con Cristo comporta, queridos seminaristas, identificarse cada vez más con Aquel que se ha hecho por nosotros siervo, sacerdote y víctima. Configurarse con Él es, en realidad, la tarea en la que el sacerdote ha de gastar toda su vida. Alentados por sus formadores, abran su alma a la luz del Señor para ver si este camino, que requiere valentía y autenticidad, es el vuestro, avanzando hacia el sacerdocio solamente si están firmemente persuadidos de que Dios les llama a ser sus ministros y plenamente decididos a ejercerlo obedeciendo las disposiciones de la Iglesia. Con esa confianza, aprendan de Aquel que se definió a sí mismo como manso y humilde de corazón, despojándose para ello de todo deseo mundano, de manera que no se busquen a ustedes mismos, sino que con su comportamiento edifiquen a sus hermanos.
4. Deseo aprovechar esta oportunidad para dirigir mi gratitud en primer lugar a ustedes seminaristas por su deseo y generosidad, al querer formarse según el estilo y el corazón de Cristo. Gracias a cada uno de los formadores y maestros que entregando su vida, con sus enseñanzas y su testimonio van forjando la imagen viva de Cristo Buen Pastor en la persona de cada seminarista. Finalmente agradezco a los papas y familiares de estos jóvenes pues con su oración, ejemplo y sostenimiento, van favoreciendo en sus hijos el deseo profundo de entregarse sin reservas.
5. Animados por estos ejemplos, les invito a mirar, sobre todo, a la Virgen María, Madre de los sacerdotes. Ella sabrá forjar vuestra alma según el modelo de Cristo, su divino Hijo, y les enseñará siempre a custodiar los bienes que Él adquirió en el Calvario para la salvación del mundo. Amén.