Templo parroquial de la Parroquia de Ntra. Sra. de la Luz, Col. Cerrito Colorado, Querétaro, Qro., 31 de agosto de 2018.
Año Nacional de la Juventud
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Muy estimados hermanos sacerdotes,
Queridos miembros de la vida consagrada,
Queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:
- Con gozo nos reunimos esta tarde para celebrar esta Eucaristía en la cual damos gracias a Dios por los veinticinco años de vida sacerdotal que le ha concedido a nuestro hermano el Sr. Cura. D. Arsenio Flores Hernández, quien recibió la imposición de manos de E. R. Mons. Mario de Gasperín Gasperín, aquel 3 de septiembre de 1993. Lo hacemos porque “aunque [Dios] no necesita de nuestra alabanza, es don suyo el que seamos agradecidos y; aunque nuestras bendiciones no aumentan su gloria, nos aprovechan para nuestra salvación” (cf. Prefacio común IV, MR, p. 542).
- Gracias padre Arsenio por la invitación que me hizo para estar con Usted en esta fecha tan especial. Le deseamos que las gracias recibidas en aquella feliz memoria, se renueven hoy a la luz de esta celebración y, renovada la frescura de misterio tan sublime, pueda Usted seguir contándose entre los amigos más amados de Jesús, como su sacerdote.
- La palabra de Dios que acabamos de escuchar, nos ofrece algunos elementos que contribuyen para que esta celebración avive en su corazón el ministerio sacerdotal, recibido aquel dichosísimo día. Permítanme señalar en esta ocasión sólo tres aspectos:
- El primero: El aspecto profético. En la primera lectura (Jr 1, 4-9) hemos escuchado la narración de la vocación que el Señor le hizo a Jeremías en tiempos sumamente difíciles para el pueblo de Israel. En dicha narración vemos como es Dios quien llama, quien elige desde el seno materno, con una misión muy específica: hablar en nombre de Dios, ayudar a los demás a interpretar la historia desde los ojos de Dios. En esta misión será la Palabra, el principal recurso. La Palabra del Señor -central en la experiencia religiosa y profética- llega a Jeremías y lo llama a una profunda y comprometida relación con ella (vv. 4-9), habilitándolo para ser servidor autorizado de la misma, más allá de sus propias capacidades reconocidas (v. 6). Dios se compromete el primero y nos dice: «No temas, yo estaré contigo». Su presencia garantiza la abundancia del fruto. «El sacerdote es, ante todo, ministro de la Palabra de Dios; es el ungido y enviado para anunciar a todos el Evangelio del Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y conduciendo a los creyentes a un conocimiento y comunión cada vez más profundos del misterio de Dios, revelado y comunicado a nosotros en Cristo». Por eso, el sacerdote mismo debe ser el primero en cultivar una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: «no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva: “la mente de Cristo” (1 Co 2,16)». Consiguientemente, sus palabras, sus decisiones y sus actitudes han de ser cada vez más una trasparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio; «solamente “permaneciendo” en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre». (Exhort. Apost. Post. Verbum Domini, 80).
- El segundo: El aspecto oblativo. La carta a los hebreos cuando se refiere al sacerdocio de Cristo, señala algo que personalmente siempre ha llamado fuertemente mi atención. Dice “Todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres y está constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados… por sus propios pecados y lo mismo por los del pueblo” (Hb 5, 1.3). Es importante para los que escuchamos esta exposición sobre el sacerdocio de Cristo caer en la cuenta de que lo que hace que una persona pueda ser sumo sacerdote, no es sólo su buena relación con Dios ni tan sólo su solidaridad con los seres humanos, sino la conjunción de ambos aspectos. Un sacerdote acreditado ante la presencia de Dios, pero que carezca de un vínculo de solidaridad con los seres humanos, no podría acudir a remediar la miseria humana. y al revés, alguien lleno de compasión y misericordia para con sus semejantes, pero que no fue agradable a Dios, tampoco podría realizar su tarea mediadora con eficacia. Su compasión sería estéril. Será la conciencia de ambas cosas la que permita al sacerdote ser vínculo de comunión entre ambas partes y por ende, de la misma manera está comprometido a que su vida sea una ofrenda perfecta agradable a Dios. Presentarse ante el santuario de Dios con una ofrenda externa no tendría sentido. Lo grande y valioso es y será siempre la ofrenda de la propia vida.
- El tercero: El aspecto santificador. El evangelio de san Juan nos ofrece la “oración sacerdotal” que Jesús dirige al Padre, justo antes de padecer. Dicha oración revela una de las certezas más hermosas que podemos tener. El Señor pide por los suyos. La tradición cristiana ha visto en esta oración el ser y quehacer de los sacerdotes. Jesús es el primero que pide por sus sacerdotes, ruega al Padre la santificación en la verdad. Es decir en él mismo. El Papa Francisco nos lo acaba de decir “Esa misión tiene su sentido pleno en Cristo y solo se entiende desde él. En el fondo la santidad es vivir en unión con él los misterios de su vida. Consiste en asociarse a la muerte y resurrección del Señor de una manera única y personal, en morir y resucitar constantemente con él. Pero también puede implicar reproducir en la propia existencia distintos aspectos de la vida terrena de Jesús: su vida oculta, su vida comunitaria, su cercanía a los últimos, su pobreza y otras manifestaciones de su entrega por amor” (Exhort. Apost. Gaudete et exultate, 20). Hoy, cuando nos damos cuenta que la santidad no ha logrado calar en todos, esto se vuelve cada vez más imperioso. Hoy el sacerdote está llamado a santificarse, santificando a sus hermanos en la caridad.
- Estimado Señor Cura, que estos tres aspectos que nos ha ofrecido en este día la palabra de Dios, le permitan renovar en Usted la alegría de ser sacerdote. Hacemos votos para que el Señor, le conceda una vida feliz en santidad sacerdotal. Conozco que para muchos jóvenes sacerdotes, usted es un modelo. ¡Siga siéndolo! Necesitamos que su ardor misionero y su pasión por vivir auténticamente, contribuya para que hoy podamos decir: “vale la pena ser sacerdote”. ¡Muchas felicidades! Que el Señor lo conserve en su paz y que Nuestra Señora de la Luz, patrona de esta amada parroquia, interceda siempre por Usted. Amén.
+ Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro