Hermanas y hermanos:
1. Hemos acompañado, con nuestros ramos y cantos, al Señor Jesús que, como Rey de paz y Señor de la historia, entra a Jerusalén para padecer su pasión. Lo aclaman los niños inocentes y el pueblo sencillo, con oposición de los poderosos y bajo la suspicacia de las autoridades. Nosotros le hemos cantado: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”
2. En el relato de la pasión de san Lucas, Jesús muere en medio de un “espectáculo” grosero: los soldados repartiéndose en suerte sus ropas; las autoridades haciéndole muecas e insultándolo; los soldados zahiriéndolo con sus burlas; un ladrón blasfemando. En medio de este grotesco espectáculo se yergue Jesús, el justo, sereno, ofreciendo, con su oración, el perdón a sus asesinos: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”; el Paraíso al ladrón arrepentido: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”; y su espíritu al Padre: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Jesús muere orando. Jesús convierte el espectáculo grotesco en una oración litúrgica. En medio de las banalidades y venalidades del mundo, la Iglesia le ofrece en estos días santos una oración. Rezando entregamos al mundo lo mejor.
3. Según los evangelistas Marcos y Mateo, Jesús recitó “con fuerte voz” el salmo 21 (22), que acabamos de entonar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Sólo citan los evangelios los primeros versos, pero sin duda Jesús lo recitó por entero. Es salmo de intensa súplica a Dios en un momento de abandono; salmo vigoroso en imágenes y lenguaje, pero sobre todo en fe y confianza en Dios, a pesar de la desolación que causa el dolor y la cercanía de la muerte:
“Dios mío, de día te grito, y no me respondes,
De noche y no me haces caso;
Aunque Tú habitas en tu santuario,
Esperanza de Israel…
Yo soy un gusano, no un hombre,
Vergüenza de la gente, desprecio del pueblo;
Al verme se burlan de mí,
Hacen visajes, menean la cabeza:
´Acudió al Señor, que lo ponga a salvo;
Que lo libre si tanto lo quiere´…
Me acorrala una jauría de mastines,
Me cerca una banda de malhechores;
Me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos.
Ellos me miran triunfantes, se reparten mi ropa,
Echan a suerte mi túnica”.
4. Los evangelios nos conservan las primeras palabras de este salmo recitadas por Jesús, en arameo: “Elí, Elí, ¿lemá sabactaní? Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Pero sus oyentes no entienden que habla con Dios, sino que piensan maliciosamente que llama al profeta Elías, y hacen burla de su oración: “Veamos si viene Elías a salvarlo”. Hacen escarnio del justo en el momento más solemne de su vida: en su oración en el instante de su muerte. La incomprensión de quien no tiene fe, de los burlones y escarnecedores, no tiene límite. Jesús lo había advertido: “Ustedes llorarán y el mundo reirá”, pero con una promesa triunfante: “Pero su tristeza se convertirá en gozo”. Esto él lo va a demostrar. Esta experiencia dolorosa y redentora de Jesús pasará a los discípulos, a la santa Iglesia.
5. San Lucas nos dice que “el oficial romano, al ver lo que pasaba, dio gloria a Dios, diciendo: Verdaderamente este hombre era justo”, mientras que la muchedumbre vuelve a casa, después del espectáculo, “dándose golpes de pecho”, los conocidos de Jesús “se mantienen a distancia” y la mujeres que lo seguían desde Galilea permanecen como testigos “mirando todo aquello”. Serán las que después acompañen a José de Arimatea al sepulcro y preparen los perfumen para ungir el cuerpo de Jesús. Jesús las recompensará con su aparición de resucitado. La muerte de Jesús comienza a dar sus frutos: a despertar la fe de los paganos, a suscitar el arrepentimiento, a formar la primera comunidad de testigos de su muerte y resurrección. La santa Iglesia. El Paraíso está nuevamente abierto para la raza de Adán.
6. Este maravilloso salmo de la pasión de Jesús, no termina con el fracaso sino con el triunfo avasallador del justo, y con una invitación a la alegría. El Señor,
“no ha sentido desprecio ni repugnancia,
Hacia el pobre desgraciado;
No le ha escondido su rostro:
Cuando pidió auxilio, lo escuchó”…
Y el justo salvado, exclama:
“Me hará vivir para él, mi descendencia lo servirá,
Hablarán del Señor a la generación futura,
Contarán su justicia al pueblo que ha de nacer:
Todo lo que hizo el Señor…
Los desvalidos comerán hasta saciarse,
Alabarán al Señor los que lo buscan:
¡Viva su corazón para siempre!”
7. Nosotros, la santa Iglesia, somos aquellos que ahora nos gozamos del triunfo del Señor, los que nos sentamos a su mesa a comer el Pan eucarístico hasta saciarnos, los que hablamos de las maravillas del Señor a la generación futura, los que tenemos su gozo en el corazón y que funda nuestra esperanza de vivir para siempre.
8. Esta oración de Cristo, como toda su pasión, fue por nosotros. Por nosotros, siendo rico se hizo pobre; siendo poderoso se hizo débil; siendo eterno se hizo mortal; siendo impasible cargó con los dolores de la humanidad; siendo justo padeció por los culpables. Por eso es deber sagrado de todos los creyentes en Cristo, asociar y acoger a todos los pobres, a los marginados, a los débiles, a los niños explotados, a los bebés legalmente condenados a muerte por los modernos sanedrines, a los jóvenes manipulados, a los encarcelados sin recuperación, a los marginados sin esperanza, a los enfermos sin asistencia ni consuelo; a todos esos crucificados de nuestra sociedad, miembros de Cristo doloroso, la santa Iglesia, como José de Arimatea, busca ayudarlos a bajar de la cruz, de su situación de muerte, y quiere envolverlos en un lienzo de lino haciéndolos recuperar su dignidad humana, de la que fueron despojados por los violentos; y, como las mujeres, la santa Iglesia busca ungir su cuerpo llagado con el perfume de la caridad y del perdón, para que su nueva vestidura se convierta, como la de Cristo resucitado, en un manto de gloria e inunden al mundo entero con el perfume del amor y de la vida, que es la fe en Cristo Resucitado, triunfador del pecado y de la muerte, presente en su santa Iglesia. Que así sea.
† Mario de Gasperín Gasperín Obispo de Querétaro