Estimado señor obispo D. Mario De Gasperín, muy amados hermanos sacerdotes y diáconos, queridos consagrados, hermanos y hermanas todos en el Señor:
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La feliz ocasión de encontrarnos nuevamente reunidos en esta Catedral para celebrar la Solmene Misa Crismal, con el objetivo de bendecir y consagrar los aceites mediante los cuales nuestro pueblo será ungido y pueda así recibir, bajo la acción del Espíritu Santo, la vida de la gracia, es también la oportunidad para cada uno de nosotros ―sacerdotes― de renovar nuestros compromisos: con Dios que nos distinguió con su elección y nos ungió con su Espíritu y con nuestro pueblo, de donde hemos sido sacados y al que somos enviados para conducirlo a la santidad, especialmente allí donde la trascendencia del Dios siempre Mayor se toca con nuestros límites, con el límite abierto de cada corazón humano, con el límite doloroso de cualquier pobreza, con el límite necesitado del aceite santo que sana las heridas humanas y existenciales.
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Al leer y meditar los textos de esta solemne liturgia me he quedado pasmado y verdaderamente conmovido pues sin duda que son una profunda revelación de lo que el Espíritu Santo ha hecho en mí y en cada uno de aquellos a quienes ha distinguido con su elección y con su santa unción. Deseo invitarles a fijarnos en la última parte del evangelio, en la cual San Lucas nos narra que Jesús una vez que terminó de leer el texto del profeta Isaías, que le fue entregado, “enrolló el volumen, lo devolvió al encargado y se sentó. Los ojos de todos los asistentes a la sinagoga estaban fijos en él. Entonces comenzó a hablar diciendo: Hoy mismo se acaba de cumplir este pasaje de la Escritura que ustedes acaban de oír” (Lc 4, 20-21).
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Este texto nos orienta a reflexionar en la actitud de los asistentes a la sinagoga, en su deseo de escuchar a Jesús, en su actitud de mirar con esperanza lo que Jesús iba a decirles. Ante ellos tenían al Ungido, ahora era cuestión de que comenzaran a usufructuar su gracia. Sabemos lo que pasó a continuación. Como siempre, hubo gente a la que no le bastó este anuncio solemne y claro del Señor. Querían más. Algo distinto. Y, desde ese momento y a lo largo de sus vidas, seguirían exigiendo siempre otros signos al Señor. El Señorío de Jesús al leer a Isaías debería haberles bastado a sus vecinos. Si uno posee en su interior al Espíritu y lo escucha sabe reconocer el Señorío cuando está ante él. De allí viene la alegría del Señor cada vez que la fe de los más sencillos lo reconozca como el Ungido con solo pasar cerca de ellos. Al ser reconocido en su humilde personalidad, se activaban los dones del Espíritu, del cual estaba lleno Jesús, y salían sus gracias y misericordias para derramarse como un manantial de bondad, sobre aquellos que confiadamente se lo pedían.
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Queridos hermanos, hoy quisiera invitarles a “fijar nuestros ojos en Jesús”. Pero no con la mirada de aquella asamblea reaccionaria, que en el fondo quería “espectáculo”, signos y más signos, sino con los ojos de la asamblea de la que nos habla la segunda lectura del libro del Apocalipsis, es decir, con los ojos de la fe de una comunidad que reconoce en Jesucristo “el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el soberano de los reyes de la tierra, aquel que nos amó y nos purificó de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para nuestro Dios y Padre” (Ap 1, 5-6). De la cualidad de esta mirada, dependerá la fidelidad de nuestro trabajo y el compromiso con la misión evangelizadora. En la cualidad de esta mirada se alimentará la propia vocación: con la luz y la fuerza de la Palabra de Dios, la propia vocación podrá descubrirse, entenderse, amarse, seguirse, así como cumplir la propia misión, guardando en el corazón el designio de Dios, de modo que la fe, como respuesta a la Palabra, se convertirá en el nuevo criterio de juicio y apreciación de los hombres y las cosas, de los acontecimientos y los problemas (cf. VD, 82).
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Es importante que pongamos nuestra mirada en Jesús para que no nos dejemos llevar por nuestras propias ideas o por las tendencias que en muchos sectores de nuestra sociedad y cultura, poco a poco se infiltran y nos llevan a vivir un estilo de vida secularizado, olvidando que somos ungidos por Dios, al grado que se nutra y satisfaga nuestra identidad sacerdotal. Como sacerdotes tenemos el grande privilegio de contemplar el rostro de Jesucristo, día con día. La celebración diaria de la Eucaristía, la confesión frecuente y la dirección espiritual; la celebración íntegra y fervorosa de la Liturgia de las Horas; el examen de conciencia, la oración mental propiamente dicha, la lectio divina, los ratos prolongados de silencio y de diálogo, sobre todo en ejercicios y retiros espirituales periódicos, las preciosas expresiones de devoción mariana como el rosario, el Via Crucis y otros ejercicios piadosos; la provechosa lectura hagiográfica… son tesoros que alimentarán nuestra vida y nos ayudarán a vivir nuestro sacerdocio en plenitud. Realidades que más que sólo acciones, articulan un estilo de vida de consagración. De no ser así nos señala el Papa Francisco nos veremos atrapados en la tentaciones del mundo moderno como son: la asedia egoísta (cf. EG, 81), el pesimismo estéril (cf. EG, 85), la mundanidad espiritual (cf. EG, 93), y la guerra entre nosotros (cf. EG, 98).
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Viviendo al evangelio, el texto también es una invitación a dejarnos mirar ―como ungidos del Señor― por los ojos sabios de nuestro pueblo, que quiere que les hablemos y les expliquemos las Escrituras, que quiere que les mostremos la grandeza de nuestra consagración y de nuestra misión como elegidos de Dios, pero no con actitudes lejanas a la imagen de Jesús, donde lo que prevalece en la propia personalidad, el propio pensamiento y el propio sujeto, sino con la unción y el misticismo de quien ha sido llamado a ser “otro Cristo”, convencido de la misión de Jesús y del ministerio que Dios le ha encomendado desde el día de la ordenación. Sería oportuno que en este día en que nos disponemos a renovar nuestras promesas sacerdotales, en un serio examen de conciencia nos hagamos las siguientes interrogantes: ¿Cómo nos ve la gente? ¿Qué experiencia tienen de mi sacerdocio? ¿Estoy caminando en la misma dirección que Jesús? ¿Soy capaz de ofrecer y cumplir con las expectativas de aquellos que se acercan buscando encontrar a mí el rostro de Cristo, la palabra de aliento, el consejo que ilumina, la fe y la esperanza en Dios o simplemente realizo mi tarea como un trabajador más, olvidando que la elección es para siempre? Mi estilo de vida ¿responde a ser otro Cristo? ¿los frutos espirituales marcan la diferencia?
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Queridos hermanos sacerdotes, la invitación de la Iglesia llega hasta pedirnos mirar nuestro sacerdocio como lo mira el pueblo sencillo y creyente. La invitación es a poner el corazón en este misterio de la unción del Señor de la cual participamos por el sacerdocio: “En cuanto a ustedes, están ungidos por el Santo y todos ustedes lo saben”, nos dice Juan (1 Jn 2, 20). Y, a la vez, poner el corazón aquí, en medio de la asamblea santa. Aquí, en medio de nuestro pueblo fiel, nuestra conciencia sacerdotal recupera la memoria de la unción, aquí se “reaviva en nosotros el don de Dios”, que recibimos por la imposición de las manos, aquí sentimos nuestra pertenencia y se vuelven claros los rasgos de nuestra identidad sacerdotal.
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Es que cuando nos dejamos ungir por la mirada de nuestro pueblo y nos ponemos a ungirlo con dedicación, se hará más viva la primera unción sacerdotal que hemos recibido por la imposición de las manos y participaremos de la belleza de ese óleo de alegría con que fue ungido el Hijo predilecto: “Te ungió, ¡oh Dios!, tu Dios con óleo de alegría con preferencia a tus compañeros” (Hb 1, 9). Esta alegría nos resguarda de la mundanidad espiritual, nos protege de todo encandilamiento falso y de cualquier gozo pasajero que nos aleja de los gozos humildes y sobrios de quienes tienen corazón de pobre. “De no ser así ―nos dice el Papa Francisco― El mensaje correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de tener «olor a Evangelio»” (Evangelii Gaudium, 39).
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Queridos hermanos, ser sacerdote hoy día es lo mejor que nos ha pasado. Comparte tu testimonio a los jóvenes, a los 4 puntos cardinales de Querétaro. Que nuestro rostro refleje la alegría. Pues somos llamados a llevar el evangelio de la alegría, hasta los últimos rincones de la tierra; la alegría del evangelio nos mueve a entregarnos con todas nuestras cualidades y con todas nuestras iniciativas. Les animo a sentirse orgullosos de este regalo que Jesús les ha hecho. Como obispo quiero expresar mi gratitud a cada uno de ustedes por unirse al proyecto misionero del Señor, sabiendo ―como hemos escuchado en las lecturas― que el proyecto del Padre, Jesús es el primero en asumirlo. Gracias por su testimonio por sus palabras de aliento. De modo especial este año que en nuestra Diócesis se acentúa el año de la Pastoral Litúrgica, les animo a valernos de ella para evangelizar. Jesús nos enseña el método. “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acabamos de oír” (Lc 4, 21). En la liturgia y en la celebración de los sacramentos, esos misterios se hacen actuales y llegan a ser eficaces para nosotros, hoy. Celebrar nuestra fe no es un simple recuerdo de hechos del pasado, sino que es hacer presentes los misterios portadores de salvación. San León Magno afirma: «Todo lo que el Hijo de Dios hizo y enseñó para reconciliar al mundo no lo conocemos sólo en el relato de acciones realizadas en el pasado, sino que estamos bajo el efecto del dinamismo de esas acciones presentes» (Sermón 52, 1). Por eso como decía san Carlos Borromeo: “Si administras los sacramentos, hermano, medita lo que haces; si celebras la misa, medita lo que ofreces; si salmodias en el coro, medita a quién hablas y qué es lo que hablas; si diriges las almas, medita con qué sangre han sido lavadas, y así todo lo que hagas, que sea con amor; así venceremos fácilmente las innumerables dificultades que inevitablemente experimentamos cada día –ya que esto forma parte de nuestra condición–“ (San Carlos Borromeo, Sermón pronunciado en el último sínodo que convocó en Acta Ecclesiae Medioalensis, Milano 1599, 1177-1178).
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Queridos hermanos: oren por sus sacerdotes, que lucha por ser hombres de Dios. Ayúdenles a levantarse si flaquean.
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Que la Santísima Virgen María, madre de los sacerdotes, nos proteja siempre y nos acompañe a lo largo de nuestra vida y de nuestro camino sacerdotal. Amén.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro