Hechos indignantes se suceden diariamente en nuestro país, como la represión, la impunidad, asesinatos y desapariciones en contra de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa; la imposición de reformas a la comunidad estudiantil del politécnico que los ha llevado a manifestarse multitudinariamente ante lo que consideran como afectaciones graves a la calidad de la formación académica y como efectos directos de las políticas neoliberales que se han venido implantando en las instituciones educativas del país; el caso Tlatlaya en el Estado de México; la criminalización, represión y encarcelamiento a quienes defienden su tierra y territorio; el asesinato de periodistas y de sacerdotes que quedan sin esclarecer y sin castigo a los autores materiales e intelectuales. Estos y otros muchos hechos tienen a la sociedad en el desamparo y en una franca desesperación y angustia, indignación que cada día se generaliza entre los distintos sectores sociales, sobre todo, entre los más vulnerables, los más desprotegidos, las familias más pobres del país.
Basta ya de entretenimientos y espectáculos que sólo sirven para distraer y hacer ver que aquí en nuestro país no pasa nada, cuando la evidencia dice lo contrario, con la proliferación de atentados en contra de la seguridad y los derechos individuales y colectivos de la sociedad. No obstante, como dijera el P. Pedro Velázquez: “Sorprende la inconsciencia de tanta gente satisfecha -muy católicas- que viven su vida como si vivieran en el mejor de los mundos, sin darse cuenta de los gravísimos problemas sociales que afectan al mundo, pero de manera especial a nuestra Patria” (Vivir la Dimensión Social de la Fe, Arquidiócesis Primada de México pág. 9).
Consecuentemente, para nosotros cristianos en comunión con nuestra Iglesia, es urgente y prioritario involucrarnos ante los desafíos sociales como enseña y nos pide la Doctrina Social de la Iglesia: “Por la relevancia pública del Evangelio y de la fe y por los efectos perversos de la injusticia, es decir, del pecado, la Iglesia no puede permanecer indiferente ante las vicisitudes sociales: es tarea de la Iglesia anunciar siempre y en todas partes los principios morales acerca del orden social, así como pronunciar un juicio sobre cualquier realidad humana, en cuanto lo exijan los derechos fundamentales de la persona y de la salvación de las almas” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia N° 71).
Igualmente, la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) en el documento del Encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos del año 2000, hacía la advertencia de la gravedad al abstenerse de las implicaciones sociales de nuestra fe, y al respecto dijeron lo siguiente: “Para los fieles laicos es una omisión grave abstenerse de ser presencia cristiana efectiva en el ambiente en el que se desenvuelven. No pueden eludir el compromiso de afirmar en todo momento con coherencia y responsabilidad los valores que se desprenden de la fe”. (Del Encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos. N° 271).
Urge incentivar la consciencia solidaria, el hacer efectivo la necesidad de estar y actuar juntos, de participar en la vida de lo que tenemos en común, de fortalecer y compartir las raíces de nuestra cultura ancestral de una convivencia pacífica y desde luego, para quienes la religión y la fe forman parte de nuestra opción fundamental, debemos ser signos de esperanza, de que se puede vivir de una manera distinta y mejor, en armonía y con mejores oportunidades para todos, si respetamos y seguimos los caminos de justicia, de respeto, de armonía y de paz para con todos, y no dejarnos seducir por intereses mezquinos y de luchas fratricidas que sólo conducen a la desesperación, a la impotencia y a la destrucción.
No podemos esperar más, basta ya de tanta corrupción, prepotencia y soberbias, por ese afán de opulencia como forma de vida feliz y de sentido de ser y estar en el mundo, sacrificando vidas humanas y haciendo que la miseria prolifere por todas partes.
En la Exhortación La Alegría del Evangelio, el Papa Francisco nos recuerda la conexión inseparable entre la recepción del anuncio salvífico y un efectivo amor fraterno, del que hay que extraer todas sus consecuencias, mensaje del que nos acostumbramos y repetimos mecánicamente, pero sin una incidencia real en nuestras vidas y en nuestras comunidades, ¡Qué peligroso y qué dañino es este acostumbramiento que nos lleva a perder el asombro, la cautivación, el entusiasmo por vivir el Evangelio de la fraternidad y la justicia!. (Cfr. La Alegría del Evangelio N° 179).
Por lo tanto, como Iglesia tenemos que asumir con mayor empeño y pasión nuestra misión evangelizadora, educativa y pastoral ante los desafíos de una sociedad que cada vez deja de creer, se materializa y todo lo relativiza. El Evangelio vivido y operante es el mejor aporte y servicio que como Iglesia tenemos que dar, acompañado con un compromiso trasparente y cercano al pueblo y a cada persona. Como dice también el Papa Francisco, lo más importante no es multiplicar actividades sino acercarse a la gente y tratar de tener un trato más directo y personal.
He ahí un gran desafío, no dejar sólo a nuestra gente, a nuestros pueblos indignados por lo que sucede en nuestro país y que se debaten en la lucha por sus legítimos derechos personales y colectivos. Que Dios los bendiga.
Pbro. Gabino Tepetate Hernández