El valor de la cruz
Enrique Díaz Díaz
Obispo Coadjutor de San Cristóbal de las Casas
El valor de la cruz
XXIII Domingo Ordinario
Sabiduría 9, 13-19: “¿Quién es el hombre que puede conocer los designios de Dios?”
Salmo 89: “Tú eres, Señor, nuestro refugio”
Filemón 9-10. 12-17: “Recíbelo, no como esclavo, sino como hermano amadísimo”
San Lucas 14, 25-33: “El que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo”
Muestra el artesano sonriente y orgulloso su obra de arte: una cruz toda tallada en oro, con filigranas y adornos de los pueblos originarios, con incrustaciones de piedras preciosas… La joven señora que la contempla se deshace en alabanzas y sus ojos brillan imaginando su cuello adornado por tan preciosa joya. El precio es exorbitante pero la tentación es más grande. Una cruz así no la encontrará en ningún otro lado y será la envidia de todas sus amigas, pero su atribulado esposo mira la cruz con otros ojos. El creador de aquella excepcional obra se mantiene firme en su precio a pesar de las insistentes ofertas, es el fruto no sólo de su ingenio y su arte, sino de horas y horas de minucioso trabajo: “No saben valorar el arte de esta cruz”, dice cuando los ve alejarse, mientras el esposo trata de cerrar la discusión con su esposa diciendo: “Si con esa cruz te fueras a salvar, entonces te la compraría”. ¿Y nosotros sabemos valorar la cruz?
¿Valoramos la cruz de Jesús? ¡No la hemos comprendido! Si se nos pregunta si queremos seguir a Jesús y cargar con su cruz, todos podemos responder que sí. Pero es muy poco lo que hacemos para considerarnos discípulos: un bautismo inconsciente, un cristianismo por costumbre, una ignorancia de su doctrina y una conducta egoísta que contradice su propuesta. ¡Y nos decimos cristianos! Como lo plantea Jesús no es así. Para ser discípulo, Jesús pone unas condiciones tan claras, que llevan a quien quiera serlo a pensarlo seriamente. Pocos serían los cristianos, si tomáramos en serio las tres condiciones que Jesús exige a sus discípulos. Nosotros decimos que tomamos la cruz de Jesús, pero la acomodamos a nuestra manera y a nuestro estilo. Se puede ser cristiano y faltar a la verdad, se puede ser cristiano y ser injusto con el prójimo. Nadie cuestiona si somos cristianos y nos dedicamos a la droga o al alcohol. Se es cristiano y se difama, se destruye y se engaña. El cristiano miente, roba, aborta y da la espalda al hermano. No hemos valorado la cruz y así somos poco cristianos.
A lo más, entendemos como cruz el sufrimiento propio de la vida y lo vamos soportando a más no poder, o entendemos como cruz el trabajo y la dedicación de cada día aunque lo hagamos a medias y de mala gana. Se soporta al marido o a la esposa porque no hay más remedio, es la cruz que nos tocó y no la podemos “tirar”. Hay personas que piensan que cargar con la cruz y seguir al Crucificado es buscar pequeñas mortificaciones, privándose de satisfacciones y renunciando a gozos legítimos para llegar, por el sufrimiento, a una comunión más profunda con Él. Cuando el Evangelio dice que tomemos la cruz no se refiere precisamente a estas cruces, aunque es legítimo que las tomemos y puedan ayudar en el seguimiento. Jesús habla de algo mucho más profundo que llevar una cruz en el cuello hecha a nuestra medida y a nuestro gusto. Jesús invita a todos, hasta por tres veces, a asumir una opción radical por Él, a cargar con la cruz y a renunciar a todo; de otro modo no podremos ser discípulos suyos. Tres ejemplos nos presenta Jesús como casos extremos que nos dan la pauta de lo importante que es seguir su camino.
El primero, el preferir a Jesús antes que a la familia. El discípulo debe estar dispuesto a subordinarlo todo a la adhesión al maestro. Si en el propósito de instaurar el reinado de Dios, Evangelio y familia entran en conflicto, de modo que ésta impida la implantación de aquél, la adhesión a Jesús tiene la preferencia. Jesús y su plan de crear una sociedad nueva, diferente al sistema mundano están por encima de los lazos de familia. No va en contra de la familia; al contrario, no acepta una familia que se deforme, que pierda su esencia, que no viva el amor y la verdad.
Cuando Jesús habla de cargar con la cruz para ser discípulo, no se trata de hacer sacrificios o mortificarse, como antes se decía, sino de aceptar y asumir que su adhesión conlleva la persecución e incomprensión por parte de la sociedad, persecución que hay que aceptar y sobrellevar como consecuencia del seguimiento. Por eso no es necesario precipitarse, no sea que prometamos hacer más de lo que podemos cumplir. El ejemplo de la construcción de la torre que exige hacer una buena planificación para calcular los materiales de que disponemos o del rey que planea la batalla precipitadamente, sin sentarse a estudiar sus posibilidades frente al enemigo, son suficientemente ilustrativos.
Cuando finalmente propone renunciar a todo para poder ser discípulo, nos parece excesivo. Exige dar la preferencia absoluta a su plan y estar dispuesto a sufrir persecución por ello. Jesús exige algo que parece estar por encima de nuestras fuerzas: renunciar a todo lo que se tiene. El discípulo debe estar dispuesto incluso a renunciar a todo lo que tiene, si esto es obstáculo para poner fin a una sociedad injusta en la que unos acaparan en sus manos los bienes de la tierra que otros necesitan para sobrevivir. El otro tiene siempre la preferencia. Lo propio deja de ser de uno, cuando otro lo necesita. Sólo desde el desprendimiento se puede hablar de justicia, sólo desde la pobreza se puede luchar contra ella. Sólo desde ahí se puede construir la nueva sociedad, el Reino de Dios, erradicando la injusticia de la tierra.
Quizás a algunos nos gustaría que las palabras y actitudes de Jesús fuesen menos radicales, quitar el aguijón al Evangelio y hacer más dulce la cruz. Leer este texto con sinceridad resulta duro, pues el Maestro Nazareno es tremendamente exigente. No nos hagamos ilusiones: ¿hemos hecho una cruz blanda a nuestra manera? ¿Suavizamos el cristianismo hasta convertirlo en una religión insípida y sin compromiso? Optar por la cruz de Jesús no es optar por el sufrimiento pasivo o la indiferencia ante circunstancias que podemos cambiar. Es optar por la vida aun a riesgo de encontrar contrariedades y problemas. Es morir en la cruz para esperar en la Resurrección.
Dios y Padre Bueno, que en la cruz de Jesús, signo de contradicción, nos has dejado la señal del triunfo verdadero, ayúdanos a escuchar su invitación a cargar su cruz, y danos el coraje y el amor necesarios para dejarlo todo por su causa y seguirlo efectivamente, por Cristo, nuestro Señor. Amén.