Todo sacerdote recuerda con emoción el gran momento en que el Obispo, en nombre del Señor y en comunión con toda la Iglesia, impone sus manos sobre el que a partir de ese momento será Sacerdote de Cristo.
Es sin duda un paso firme, decidido, ilusionado. Todo un nuevo futuro lleno de incertidumbres e incógnitas, al mismo tiempo que de esperanza y confianza en el Señor.
El sacerdocio es un don de Dios a su Iglesia. Don contenido siempre en vasijas de barro. Don del que participamos, pero que en muchas ocasiones no sabemos apreciar en todo su dinamismo de entrega desinteresada, de donación permanente a la comunidad.
Es el sacerdote un hombre al fin y al cabo; con todo el simbolismo del barro, frágil y rompible, pero aun así Dios ha puesto su confianza en él, llamándolo a compartir con su Hijo el Sacerdocio. Sólo por esta confianza y total entrega, el sacerdote afronta el riesgo de aceptar una vida que refleje con fidelidad la vida de Cristo, plenamente dedicado a ofrecer la salvación a los hombres.
Es esta intimidad de vida con el Señor, donde se cimienta toda la alegría y el gozo que supone haber sido llamado por Él.
Es el Sacerdote un hombre encarnado en su comunidad, del que pocos saben sus penas y alegrías, pero todos los que le rodean saben lo más importante: es un hombre de Dios.
Aunque mucho se hable de las circunstancias del mundo de hoy, en donde los individualismos y el mundo material parecen impedir al hombre escuchar la voz de Dios, Él sigue llamando “Operarios a su mies”. El gesto de los Apóstoles que, “Dejándolo todo le siguieron” (Mt 4, 20-22), se repite constantemente en los jóvenes que no miran lo que dejan, sino lo que pueden dar; que responden con ilusión; que se arriesgan en su respuesta de fe; en jóvenes conscientes de que el sacerdocio no es un camino normal sino extraordinario, para aquellos que El ha elegido y que, a lo largo de una formación en el seminario, se preparan concienzudamente para dar lo mejor de cada uno y servir así a la Iglesia, que les espera siempre con los brazos abiertos de Madre y Maestra.
Ser Sacerdote es Amar. Sí, Amar, porque amar es la esencia del cristianismo y un sacerdote debe ser un cristiano intensificado. Es verdad que en muchas ocasiones nos cuesta quizá nuestra vida aparentemente solitaria y aislada en donde solo ponemos amor al árbol de nuestra vida, y es que, como todos, tememos no ser correspondidos, pero no olvidemos que el amor cristiano solo se da.
Ser Sacerdote es tener Fe. Siempre he creído que esta debe ser nuestra virtud característica; la fe. Una fe enorme, dispuesta a arrodillarse ante todo lo que huela a Dios. El Sacerdote vive entre milagros, los palpa, y, diariamente, al ofrecer el máximo Don, el regalo la Eucaristía, hace posible el mayor de los milagros: hacer del vino y del pan, el cuerpo y la sangre de Cristo. “Como es posible, oh Dios, que cada día yo levante tu sangre entre mis manos y que mis labios sigan siendo humanos y que mi sangre siga siendo mía”. En fin, la fe del sacerdote tiene que ver lo infinito tras las pequeñas cosas de la vida diaria.
Ser Sacerdote es ser un hombre FELIZ. Somos mensajeros de vida y de esperanza, signos claros de alegría. No cabe en el sacerdocio la tristeza.
Ser Sacerdote es también saber llevar la cruz. Habrá momentos difíciles de piedras en el camino, de obstáculos no siempre posibles de superar, de desánimos, de incomprensiones que no son más que oportunidades para demostrar nuestra capacidad de Cireneos dispuestos a llevar la misma cruz de Cristo. Decía el P. Martín Descalzo: “En medio de la sombra y de la herida me preguntan si creo en Ti. Y digo que tengo todo cuando estoy contigo: el sol, la luz, la paz. El bien, la vida”. Somos sacerdotes de Cristo, para siempre ¡Qué maravilla, qué grandeza, qué gracia! ¡Qué misión más bella ser testigo ante el mundo, de la donación del Padre en el Hijo y de la comunicación de todo su amor por el Espíritu Santo, que se nos da gratuitamente!
Como pueden ver, el sacerdocio es un don, del que participamos todos los bautizados, por lo que no podemos dejar de pedir al Señor Vocaciones sacerdotales y religiosas, personas que respondan generosamente al llamado. “Vale la pena seguirle”.
María, por su presencia maternal, merece un lugar especial en la vida de todo sacerdote, puesto que de ella aprendimos, no sólo a decir un “Fiat” gozoso y constante, un “hágase en nosotros tu voluntad” sin reservas, sino también la alabanza al Señor; como en el magníficat, canto de gozo por la liberación y elección preferencial de Él por los que menos tienen.
Esta óptica mariana y cristocéntrica exige de nuestra actividad apostólica un carácter profético: anunciar el mensaje de salvación y el amor al prójimo denunciando todo aquello que denigre y pisotee la dignidad de los hijos de Dios.
Sacerdote de Cristo, eres la voz que clama en el desierto que nada ni nadie acalle nunca tu voz, que María sea la estrella que te acompañe en las noches largas silenciosas de soledad, que la Luz radiante del Emmanuel sea la única razón de toda tu vida. Eres sacerdote para la eternidad, ni la muerte podrá borrar de ti este Don-Tarea impreso en ti, pues es la muestra admirable del Amor que crece aun entre las espinas.
Pbro. José Rodrigo López Cepeda