Se celebró por fin el Acuerdo Nacional por la Seguridad convocado por el Presidente de la República para combatir la violencia que impera en nuestro país. El hecho despertó grandes expectativas y variadas reacciones, desde el aplauso espontáneo hasta la crítica exacerbada. La frase que repitieron todos los medios de comunicación fue la del padre del adolescente secuestrado y asesinado, que conmovió al país: Si ustedes, las autoridades, no pueden brindarnos seguridad, renuncien. Los medios la tomaron como expresión válida del malestar ciudadano. Las páginas en blanco de la prensa nacional quieren subrayar el vacío y el silencio de la autoridad competente en el caso. Los integrantes de ese plenario aprobaron múltiples acciones por realizar, con plazos fijos pero sin sanciones en caso de incumplimiento. Insistente fue la invitación a la ciudadanía a tomar parte en el remedio de ese fruto amargo de la corrupción e impunidad, que ella ciertamente no sembró.
Los Obispos mexicanos nos sumamos a este deseo y esfuerzo diciendo que “confiamos en el Estado y en las instituciones que son responsables de garantizar el respeto, la protección de la vida y la seguridad de todos los mexicanos” (Comunicado, 19.08.08). Sí; queremos confiar y cooperar a que esto se haga realidad, pero sabemos que no será posible sin la ayuda, sin la gracia de Dios.
La indispensable unidad no se logra sin humildad, cosa nada fácil en actores que representan intereses parciales, arraigados en prácticas que están en el origen del mal que pretenden combatir. Los grupos buscan posibles réditos que les garanticen la posesión y el incremento del poder. La tónica que prevalece en los remedios mira más al endurecimiento de las penas que al recurso humano natural cuerdo y razonable de la educación. ¿Cuál? Ciertamente no la que hasta ahora se ha dado; pero este es un terreno minado, de difícil exploración. Allí está el gran vacío que nadie sabe ni piensa llenar.
El gran educador de la juventud, tal vez el más grande del pasado siglo, Don Luigi Giussani, decía: “Las fuerzas que cambian la historia son las mismas que cambian el corazón del hombre”. Los cristianos sabemos que al corazón humano sólo Dios lo puede curar. Quien piensa que sin Él puede lograrlo, va al fracaso y nos arrastra con él. “Si el Señor no edifica la casa, en la vano se esfuerzan los albañiles. Si el Señor no guarda la ciudad, es inútil que velen los centinelas”, reza el salmo 127. La esperanza cristiana se alimenta, no de humanas promesas, sino de oración. Nos queda el recurso poderoso de la oración.
† Mario De Gasperín Gasperín Obispo de Querétaro