El Código Da Vinci quedó en su lugar: en el olvido. Pasará, sin duda alguna, como una de las grandes estafas literarias de los inicios de este siglo, pero nada más. “Otros vientos y otras tormentas he contemplado”, reza un viejo dicho en la Iglesia. Otras y muy mayores tempestades ha sufrido la barca de Pedro comparadas con las invenciones bastante rudas del famoso, cada día menos, bestseller de Dan Brown. Quienes quieran conocer las objeciones de fondo que se han levantado contra el cristianismo, que vayan a las obras de Orígenes contra Celso, allá en los comienzos de la era cristiana, que lean el Apologético de Tertuliano o la Ciudad de Dios de San Agustín; allí encontrarán objeciones graves y respuestas inteligentes a todo género de acusaciones y de invectivas contra la fe cristiana. Lo posterior, hasta Nietzsche, es pacotilla.
El fenómeno Dan Brown hay que atribuirlo, no a la solidez de sus acusaciones, sino a la mentalidad telenovelera y de intriga que domina el cerebro y la imaginación del hombre de la llamada postmodernidad, han señalado analistas del caso. No creo que a algún católico serio, me refiero al creyente culto y preparado e igualmente al hombre sencillo y religioso, no creo que a ninguno de ellos haya afectado en lo más mínimo el mentado culebrón. A los de fe indecisa y dudosa más imprecisa y borrosa les habrá quedado, pero nada sustancial en el déficit de la Iglesia. A alguno, sin duda, habrá servido de acicate para buscar o volver a las verdaderas fuentes de la fe: a Mateo, a Marcos a Lucas, a Juan, a Pedro, a Pablo, los testigos presenciales de lo dicho y hecho por el Señor Jesús, desde su bautizo hasta su partida de entre nosotros.
Cuando uno se topa con este género de contradictores del cristianismo, lo primero que choca es su falta de disponibilidad para cotejar sus afirmaciones con los documentos serios de la tradición cristiana. No lo hacen ni están dispuestos a hacerlo, simplemente porque eso no les interesa. No es periodísticamente correcto. Al gran público, por supuesto, tampoco. Su interés está en la curiosidad o en el morbo, no en la verdad; de allí la atracción que ejercen sobre ellos los apócrifos sobre los canónicos, aunque aquellos hayan sido conocidos y refutados siglos atrás. Y, cuando el Hermano mayor juzga que el gran público lo requiere para distraer su atención de asuntos más graves, aparece un arqueólogo literario que los redescubre, los reinventa y se enriquece, sin faltar el crédulo que a ello se preste. Lo de siempre: el mundo sigue girando mientras la cruz de Cristo permanece en pie.
† Mario De Gasperín Gasperín Obispo de Querétaro