“El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mi”
El domingo pasado Jesús anunciaba por primera vez su pasión, muerte y resurrección, ante esto Pedro reaccionó reprendiendo a Jesús, por lo cual se ganó una dura reprimenda, por eso No es raro que este domingo todos callen, aunque siguen sin entender a Jesús: «ellos no entendían lo que les decían y temían preguntarle» (Mc 9,32).
La prueba más clara de que no han entendido nada es que en el camino hacia Cafarnaúm se dedican a discutir quién es el más importante. Mejor dicho, han entendido algo. Porque, cuando Jesús les pregunta de qué hablaban por el camino, se callan por vergüenza a reconocer que el tema de su conversación está en contra de lo que Jesús acaba de decirles sobre su muerte y resurrección.
Para comprender la discusión de los discípulos y el carácter revolucionario de la postura de Jesús es interesante recordar las prácticas en tiempos de Jesús, hoy sabemos que en la comunidad de Qumrán establecía que «Los sacerdotes marcharán los primeros conforme al orden de su llamada. Después de ellos seguirán los levitas y el pueblo entero marchará en tercer lugar (…) Que todo israelita conozca su puesto de servicio en la comunidad de Dios, conforme al plan eterno. Que nadie baje del lugar que ocupa, ni tampoco se eleve sobre el puesto que le corresponde» (Regla de la Congregación II, 19-23). Este carácter jerarquizado de Qumrán se advierte en otro pasaje a propósito de las reuniones: «Estando ya todos en su sitio, que se sienten primero los sacerdotes, en segundo lugar, los ancianos, en tercer lugar, el resto del pueblo. Cada uno en su sitio» (VI, 8-9).
La enseñanza de Jesús, revolucionaria con respecto a Qumrán, dice: El que quiera ser primero debe ponerse el último y servir a todos. No es que Jesús rechace o niegue la intención de crecimiento y éxito que todo ser humano lleva en su corazón. Lo que Jesús propone es un cambio de metodología: Para triunfar y ser pleno el único camino es el camino del servicio, del amor, de la donación.
La discusión sobre el más importante supone, en el fondo, un desprecio al menos importante. Jesús va a dar una nueva lección a sus discípulos, pero no solo con palabras, sino con un gesto simbólico, al estilo de los antiguos profetas: toma a un niño, y lo estrecha entre sus brazos. Alguno podría interpretar esto como un gesto romántico, pero las palabras que pronuncia Jesús van en una línea muy distinta: “El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado”. Jesús no anima a ser cariñosos con los niños, sino a recibirlos en su nombre, a acogerlos en la comunidad cristiana.
El grupo religioso más estimado en Israel, que curiosamente no aparece en los evangelios, era el de los esenios. Pero no admitían a los niños. Filón de Alejandría, en su Apología de los hebreos, dice que «entre los esenios no hay niños, ni adolescentes, ni jóvenes, porque el carácter de esta edad es inconsistente e inclinado a las novedades a causa de su falta de madurez. Hay, por el contrario, hombres maduros, cercanos ya a la vejez, no dominados ya por los cambios del cuerpo ni arrastrados por las pasiones, más bien en plena posesión de la verdadera y única libertad». El rabí Dosa ben Arkinos tampoco mostraba gran estima de los niños: «El sueño de la
mañana, el vino del mediodía, la charla con los niños y el demorarse en los lugares donde se reúne el vulgo sacan al hombre del mundo» (Abot, 3,14).
En cambio, Jesús dice que quien los acoge en su nombre lo acoge a él, y, a través de él, al Padre. No se puede decir algo más grande de los niños. Es posible que este episodio, además de servir de ejemplo a los discípulos, intentase justificar la presencia de los niños en las asambleas cristianas, y no solo de ellos, sino de las personas que son menos valoradas por los criterios del mercado y de la moda. Esta es una crítica clara y directa a una sociedad del descarte. Jesús quiere fundar su Iglesia bajo un nuevo modelo incluyente y servicial. Esta es la enseñanza de este domingo. El verdadero cristiano debe integrar al hermano que es rechazado y tenido por menos valioso, en esto se esconde la grandeza el éxito y la plenitud, en servir a la humanidad construyendo una sociedad cada vez más