« ¡Tanto amó Dios al mundo! »
Después de haber vivido y celebrado durante cincuenta días el misterio de la Resurrección del Señor, la liturgia retoma el así llamado “Tiempo Ordinario”, en el cual no se celebra un aspecto peculiar del misterio de Cristo sino más bien, se conmemora el misterio de Cristo en su plenitud, principalmente en los domingos. Sin embargo, hay cuatro fiestas devocionales muy específicas que nos ayudan a fortalecer y madurar en nuestra fe: La Santísima Trinidad, El Cuerpo y la Sangre de Cristo, El Sacratísimo Corazón de Jesús, Cristo Rey del Universo. La fiesta que celebramos el día hoy es la fiesta de la Santísima Trinidad. Desde la perspectiva litúrgica nos permite contemplar la fuente de todos los misterios de la fe, es decir, el misterio de Dios en sí mismo, en su Santa Trinidad. Dios nos abre su corazón y nos permite ‘acariciar’ con reverencia lo más hondo y genuino de su naturaleza. Dios nos abre su corazón y nos revela que su esencia es el amor.
En el Evangelio (Jn 3, 16-18) de este domingo encontramos una de las frases absolutamente más bellas y consoladoras de la Biblia: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna». Para hablarnos de su amor, Dios se ha servido de las experiencias de amor que el hombre tiene en el ámbito natural.
Jesús llevó a cumplimiento todas las formas de amor, paterno, materno, esponsal (¡cuántas veces se ha comparado a un esposo!); pero les añadió otra: el amor de amistad. Decía a sus discípulos: «No les llamo ya siervos… a ustedes les he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre se los he dado a conocer» (Jn 15, 15).
Jesús explica que nos llama amigos, porque todo lo que él sabía de su Padre celestial nos lo ha dado a conocer, nos lo han confiado. ¡Nos ha hecho partícipes de los secretos de familia de la Trinidad! Por ejemplo, del hecho de que Dios prefiere a los pequeños y a los pobres, de que nos ama como un papá, de que nos tiene preparado un lugar. Jesús da a la palabra «amigos» su sentido más pleno.
¿Qué debemos hacer después de haber recordado este amor? Algo sencillísimo: creer en el amor de Dios, acogerlo; repetir conmovidos, con San Juan: «¡Nosotros hemos creído en el amor que Dios nos tiene!» (1 Jn 4, 16). De esta manera podremos expresar como cristianos la opción fundamental de nuestra vida. Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un « mandamiento », sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro (cf. Deus caritas est, 1).
Creer en el amor es creer en Dios. Orar en el amor es orar en Dios. Vivir en el amor es vivir en Dios. Hagamos del amor la norma de nuestra fe, de nuestra oración y de nuestra vida. De esta manera daremos gloria la Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amen.