Domingo 22º del tiempo ordinario
Mt. 16, 21 – 27
Quiero encuadrar este comentario del evangelio en la celebración del Mes de septiembre como Mes de la Biblia en nuestra Iglesia; tiempo en que se intensifica la difusión de la palabra de Dios y su meditación en la comunidad eclesial en general, en las comunidades parroquiales y especialmente en las pequeñas comunidades.
En esta narración, el reconocimiento de Jesús como Mesías e Hijo de Dios y la convocación de la Iglesia alrededor de Pedro, crean el ámbito para que Jesús inicie la manifestación de su destino a los discípulos y para que puedan entender que deben ser sus seguidores en el mismo camino de Jesús. Son ellos quienes van detrás de Jesús, porque Él es quien marca la pauta, como claramente se lo hace saber a Pedro.
Podemos distinguir tres escenas: el primer anuncio de su pasión, el dialogo de Jesús y Pedro y la instrucción a todos sus discípulos.
Jesús muestra claramente que su camino mesiánico pasa por el sufrimiento y la muerte, para después llegar a la gloria de la resurrección. Se presenta no solo como Mesías e Hijo de Dios que tiene que sufrir. Esto crea la incomprensión de los discípulos.
Ante la reacción de Pedro viene la respuesta de Jesús, que más que un rechazo, literalmente le quiere decir es, “ponte detrás de mí” toma el lugar que te corresponde de discípulo, sígueme y camina detrás de mí, por la senda que mis pasos van marcando. A Pedro la cruz le resulta escandalosa y quiere obstaculizar el camino de Jesús, que es el proyecto de su Padre Dios. Pedro representa a todo aquel discípulo que se escandaliza y no comprende a Jesús, o que busca cualquier pretexto para evadir el ingrediente de la cruz en su vida, sintiéndose merecedor de mejor destino.
Enseguida Jesús se dirige a sus discípulos para explicarles el camino del seguimiento, de tal manera que toda la vida del discipulado haga referencia a Jesús. Y el núcleo de la enseñanza de Jesús vale la pena subrayarlo: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga”. Aquí se clarifica y explica sobre todo, que es ser discípulo: renuncia, tomar la cruz y seguir, es decir seguir a Jesús sin miedo a la cruz, ya que tomarla significa la unión del discípulo con Jesús en su muerte y resurrección. Y seguirle significa una adhesión interior del discípulo a Jesús.
En definitiva, no es el sufrimiento lo que agrada al Señor, sino la actitud con que una persona asume las cruces que nacen del seguimiento de Jesús. Jesús nos da ejemplo, porque no rehúye al sufrimiento generado por quienes se oponen a su misión; asume ese sufrimiento en actitud de fidelidad al Padre y de servicio incondicional a las personas.
La cruz de cada día es la vida, las responsabilidades diarias realizadas con amor, las opciones que hay que tomar, los acontecimientos que llegan sin agenda y los que estaban previstos, las personas que te rodean, la enfermedad que te hace bajar a la realidad y tocar los limites cuando creías que eras todopoderoso. Negarse a sí mismo es aceptar las realidades de la vida y verlas en perspectiva de Jesús. Al final es la obediencia a Dios que hemos aceptado y asumido.