DESDE LA CEM: XXIX Domingo Ordinario. Oración es esperanza.

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AUDIO

Éxodo 17, 8-13: Mientras Moisés tenía las manos en alto, dominaba Israel”

Salmo 120: “El auxilio me viene del Señor”

II Timoteo 3, 14-4,2: “El hombre de Dios será perfecto y enteramente preparado para toda obra buena”.

San Lucas 18, 1-8: “Dios hará justicia a sus elegidos que claman a él”

 

Se rieron de ellos cuando propusieron la oración como remedio a los problemas. Pero ante las dificultades graves y ante los problemas que no tienen solución, siempre los hermanos indígenas recurren al ayuno y a la oración ¡Y siempre obtienen resultados! Claro, a veces la solución llega por donde menos se espera. Ante los incrédulos ojos de los “facilitadores” y “mediadores”, que ya daban signos de fastidio y hartazgo porque las negociaciones se habían empantanado, los dos grupos antagonistas “perdieron casi dos días en ayuno y oración”, pero al final encontraron corazones más dispuestos y lograron una solución, no lo que proponían ninguno de los dos grupos, ni la que sugerían los mediadores, sino una que brotó de nuevas inspiraciones. “El Señor siempre nos escucha”.

Si pensamos en la oración como en una especie de santuario o de oasis donde podemos renovar nuestras fuerzas, donde encontramos paz, donde podemos sentirnos a nosotros mismos delante de Dios, descubriremos que no es algo secundario o de lo que podamos prescindir. Es algo vital. Un gran pensador definía la oración como el respiro del alma, de tal forma que responde a una necesidad instintiva que debemos saciar. De la misma manera que acontece con nuestra respiración, primero respiramos y solamente después se puede preguntar el porqué. Igual, primero oramos, después nos haremos las preguntas. Pero para hacer la oración necesitamos prepararnos, buscar la soledad y los espacios necesarios, sentirnos en presencia de Dios. Y no solamente en su presencia sino tratar de mirar con los ojos de Dios. Jesús insiste en la necesidad de una oración perseverante y  a algunos podría parecerles que es terquedad y egoísmo querer que Dios actúe conforme a nuestros deseos. Pero mientras pedimos y nos colocamos en su presencia, se realiza un maravilloso movimiento: nosotros nos transformamos y buscamos “adaptar” nuestros ojos y nuestros deseos a los deseos de Dios. La oración se convierte en fuente de paz y de serenidad para afrontar las dificultades, para recibir no tanto lo que deseamos sino lo que Dios, en su bondad, dispone para nosotros.

Me impresiona este relato donde Jesús no escatima endosarle a Dios un traje de juez inicuo que a regañadientes y molesto accede a las legítimas peticiones de una viuda. Lo hace con la finalidad de resaltar la necesidad de una oración constante y confiada. Nadie más débil y solitario para pedir justicia que una viuda: sin familia, sin derechos, sin palabra, ante las injusticias recibidas, ante las indiferencias de quien debería hacer justicia; pero con una fe y una insistencia que logran doblegar la pasividad del perverso juez. Gran enseñanza para cada uno de nosotros, no porque la imagen del juez injusto case bien con un Dios que es bondad y justicia, sino porque la imagen de la viuda débil e impotente cuaja perfectamente con nuestra situación en un territorio asolado por la injusticia, donde nuestros gritos buscando soluciones se ahogan en la sangre de los inocentes, en la corrupción de las instituciones y en el miedo de todos los ciudadanos. La tentación de encerrarnos en nuestras propias seguridades es grande y, mientras no nos toque la desgracia, dejar pasar todos los acontecimientos que están minando la esperanza y la seguridad de todos los mexicanos.

Podrá haber cansancio, podrá haber oscuridad, pero no tenemos derecho a bajar las manos en actitud pesimista y derrotada. En nuestras debilidades, necesitaremos la ayuda y el sostén de los hermanos, como lo hacía Moisés para continuar implorando ayuda para su pueblo, pero jamás caeremos en la derrota y en el silencio estéril. Bien nos decía el Papa en Morelia que la peor salida que podríamos presentar para los problemas sería esa  “resignacio?n que no so?lo nos impide anunciar, sino que nos impide alabar. Nos quita la alegri?a, el gozo de la alabanza. Una resignacio?n que no so?lo nos impide proyectar, sino que nos frena para arriesgar y transformar”. Esa resignación que abandona la fe y la confianza en Dios, nuestro Padre.

 

Quizás la parábola refleje la situación de las primeras comunidades ansiosas en espera de una segunda venida de Jesucristo pero en constante peligro de sucumbir en un medio hostil. Pero también refleja la situación presente en nuestra sociedad donde se hace palpable la injusticia que golpea sobre todo a los marginados e inocentes. El grito de la viuda es el mismo grito que no cesa día y noche como una oración de los oprimidos por un sistema injusto y por una guerra sin sentido. Es el grito desesperado del pequeño y débil que se siente impotente y sin confianza en sí mismo y que no tiene más remedio que acudir a Dios para resolver sus conflictos. Sin embargo la actitud de la viuda no manifiesta conformismo o indiferencia: su oración está sostenida por una fe y una constancia que son capaces de doblegar los obstáculos más fuertes. De la oración siempre salimos fortalecidos para afrontar los riesgos y los peligros con una nueva seguridad.

 

Con frecuencia nos desesperamos porque nuestra oración no obtiene los resultados que nosotros esperábamos. Pero sería una grave equivocación pensar que es inútil. Nuestra oración es eficaz porque nos hace vivir con fe y confianza en el Padre y en actitud solidaria con los hermanos. Nos hace más creyentes y más humanos. Purifica nuestros criterios y amplía nuestros horizontes. Alienta nuestra esperanza para continuar batallando en la refriega diaria y nos sostiene en los momentos de angustia y desaliento. Quien se entrega confiado y generoso a la oración, quien dialoga con Dios sin desanimarse, descubre que no está solo, que a su lado, a veces silencioso y escondido, camina un Dios misericordioso.

 

Jesús, el hombre de oración permanente, nos enseña la necesidad de orar siempre y sin desfallecer. Y nos lo demuestra en los peores momentos de su vida. Su grito angustioso colgando del madero: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, sin encontrar una respuesta aparente, viene seguido de la actitud confiada abandonándose en las manos de su Padre: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.  Así será nuestra oración: grito constante en el peligro, súplica insistente ante la prueba, pero abandono confiado en el abrazo misericordioso del Padre.

 

Padre Misericordioso, ante nuestra impotencia y nuestra desesperación frente al mal y a la injusticia, nos abandonamos a tus manos bondadosas para que hagas brillar tu justicia sin tardar. Amén.