13 Marzo
Daniel 9, 4-10: “Hemos pecado, Señor, hemos cometido iniquidades”
Salmo 78: “No nos trates, Señor, como merecen nuestros pecados”
San Lucas 6, 36-38: “Perdonen y serán perdonados”
¿Qué es el pecado? Hemos llegado a una situación especial en nuestro mundo que a nada queremos llamarle pecado. Podemos decir que tenemos errores, que tenemos complejos, pero no aceptamos culpas. Y no se trata de imponer una idea de un Dios que castiga y que juzga; no, pero sí necesitamos tener la capacidad de reconocer nuestros faltas. La primera lectura, que hoy nos ofrece el profeta Daniel, es un ejemplo de cómo se puede reconocer el pecado teniendo muy presente que estamos ante un Dios de misericordia y de perdón. El pecado tiene una cara social muy fuerte que nos lleva a destruir la fraternidad. Lo expresa el profeta reconociendo: “Nosotros hemos pecado, hemos cometido iniquidades, hemos sido malos y nos hemos rebelado. Tuya es la justicia y nuestra la vergüenza en el rostro”. Reconoce que los graves males que sufre el pueblo son ocasionados por los errores que se han cometido. Pero al mismo tiempo se acoge a un Dios que es misericordioso, que restaura. Ciertamente hay pecado en el mundo, un pecado estructural y personal, que se cristaliza en injusticias e indiferencias que causan millones de víctimas. Jesús se hace cercano a todo este dolor y despierta en nosotros la esperanza. Primeramente se hace muy cercano, toma el dolor, predica el sueño fraternal y solidario de Dios para con la humanidad. Y al mismo tiempo nos enseña que para superar estos males de injusticias, de venganzas y ambiciones, el hombre sólo encontrará el camino de la misericordia como la tiene nuestro Padre Dios. La única forma de alcanzar la misericordia es dando misericordia. Hoy nos lo presenta Jesús en ese juego de palabras que nos recuerda que lo que sembremos eso mismo cosecharemos. Al que recoge su cosecha se le oprime su corazón cuando sus campos han producido una miseria. Pero si hemos sembrado sólo miseria no tendremos derecho a esperar buenas cosechas. Si soñamos con un mundo lleno de frutos, de paz y de armonía, tendremos que sembrar todas aquellas semillas que despiertan la paz, la solidaridad y la verdad. El verdadero discípulo se convierte en alguien que es multiplicador de esperanza porque pone su confianza y su fuerza en Jesús que gratuitamente ha iniciado esa cadena de regalos y dones. Si ya hemos recibido amor, podremos también nosotros dar amor, y seguramente seguiremos cosechando amor.