La Iglesia católica y el Episcopado Mexicano a
principios del siglo XX
Pbro. Lic. Jesús Treviño Guajardo
Licenciado en Historia de la Iglesia
El presente artículo pretende mostrar un análisis sintético del contexto histórico de la Iglesia católica a finales del siglo XIX e inicios del XX, así como describir de manera general los aspectos que describen a la Iglesia y al episcopado mexicano de ese tiempo.
Desde el siglo XVIII después de la Revolución de Norteamérica y de la Revolución Francesa, se iniciaron una serie de cambios en la estructura sociopolítica del mundo, dichos cambios provocaron una redefinición de la relación entre el poder civil y la Iglesia. Este proceso impactó a la Iglesia de los siglos XIX y XX tanto a nivel de pensamiento teológico como a nivel de praxis eclesial, por lo que la jerarquía católica no fue ajena al mismo.
La época que va desde el pontificado de Pío IX hasta el de Pío X, estuvo influenciada por el contexto de la centralización romana de la Iglesia, el pensamiento liberal, el movimiento socialista y el inicio de la llamada doctrina social cristiana, la separación de la Iglesia y el Estado y el movimiento nacional que después asumirá las formas del nacionalismo. Dichas circunstancias influyeron en la formación de los presbíteros que serán parte del episcopado mexicano a principios del siglo XX.
1. La Iglesia Católica desde Pío IX hasta Pío X
El pontificado de Pío IX (1846-1878) definió la postura que la Iglesia católica tendrá durante todo el resto del siglo XIX y el inicio del siglo XX con respecto al pensamiento moderno que se había desarrollado en la sociedad occidental. Esta postura será llamada «integralista ó intransigente»[1] ya que condenaba las corrientes modernas del racionalismo y del liberalismo, las cuales impulsaban el desarrollo del pensamiento científico, político y teológico.
Por otra parte, después de la Revolución Francesa y de los movimientos de separación entre Iglesia y Estado, se había desarrollado junto con el liberalismo moderno, una postura llamada «ultramontana»[2], la cual defendía la supremacía de la autoridad del papa en el ámbito jurisdiccional eclesiástico, es decir, afirmaba que para las decisiones que tienen que ver con la Iglesia la autoridad suprema es el papa.
En el contexto del integralismo y del ultramontanismo, Pío IX convocó el Concilio Vaticano I el 26 de junio de 1867. Entre los asuntos que se proponían tratar estaban: la condena del naturalismo y del racionalismo, la reforma del derecho canónico vigente, las relaciones entre Iglesia y Estado, la unidad con las iglesias ortodoxas y clarificar el poder temporal del papado. Aunado a lo anterior, muchos pensaban que en el próximo Concilio se debería definir la infalibilidad del papa, como parte de la corriente ultramontana que se manifestaba cada vez más fuerte[3].
La definición de la infalibilidad del papa tomó un papel central, no sólo en el Concilio Vaticano I sino también en el desarrollo de la eclesiología y de la vida pastoral de la Iglesia católica de finales del siglo XIX y principios del XX.
En este contexto, el centro de las preocupaciones de Pío IX fue la defensa de los llamados derechos de la Iglesia frente a los sistemas constitucionales modernos[4]. Es también en este contexto en el que surge como proyecto para las iglesias de Latinoamérica, la creación del Colegio Pío Latino Americano:
era necesario lograr el control de la Santa Sede sobre las diferentes iglesias americanas, que había sido limitado desde su fundación […] era necesario contar con un episcopado de probada lealtad y favorable al propósito de reforma. Con esta finalidad, Pío IX había auspiciado la fundación, en 1858, del Colegio Pío Latinoamericano, cuyo objetivo era formar a los alumnos más aventajados de los seminarios episcopales americanos[5].
Dicho proyecto fue continuado por los sucesores de Pío IX, de tal manera que tanto León XIII como Pío X dieron cause a la famosa «romanización» de la Iglesia latinoamericana, aunque cada uno con diferentes particularidades.
León XIII (1878-1903), a diferencia de su predecesor Pío IX, inició una política de conciliación entre la Iglesia y el mundo moderno. Él estaba convencido de que los males del siglo se podrían solucionar a través de una acción directa de la Iglesia en la sociedad.[6]
Uno de los logros más importantes de León XIII fue el reivindicarse como árbitro de asuntos internacionales, por ejemplo, es de notarse la flexibilidad que muestra en la encíclica dirigida a Francia llamada: Nobilissima gallorum gens (1884), en la cual sugería la aceptación del régimen republicano como forma de gobierno[7]. Por otra parte, da inicio a la cuestión social desarrollando la llamada «doctrina social cristiana», que introduce la reflexión a cerca del papel que desempeña el Estado en la sociedad.
El objetivo de su magisterio fue ofrecer una reflexión que sintetizara los elementos positivos de la experiencia moderna y las tesis teológicas y sociales de la doctrina de la Iglesia Católica. Una de sus encíclicas más importantes fue la Rerum Novarum del 15 de mayo de 1891, la cual fue el primer documento del magisterio de la Iglesia que buscó estudiar seriamente el problema social causado por la industrialización.[8]
Esta época, entre el pontificado de Pío IX y el de León XIII, fue en la que los futuros obispos mexicanos hicieron sus estudios, fueron ordenados presbíteros y se desempeñaron como profesores en los seminarios mexicanos; de modo que, su pensamiento y sus acciones pastorales han de ser contextualizadas entre la concepción ultramontana del papa, la centralización intransigente y la reflexión en la cuestión social.
El cardenal Giuseppe Sarto, futuro Pío X, respondía al modelo sacerdotal del siglo XIX, era devoto, clerical, con una formación teológica escolástica, tradicional y con una concepción eclesial completamente centrada en Roma. Su trayectoria clerical comenzó recibiendo el nombramiento como coadjutor de una parroquia rural hasta llegar a ser cardenal electo papa.[9]
Pío X (1903-1914) se distinguió por buscar el retorno a la postura intransigente sostenida por Pío IX, a través de las condenas al modernismo católico: «era conocido por sus posiciones favorables a la recuperación del dogma y al mantenimiento de un orden social férreo»[10].
Comenzó dicho retorno en 1904 con la encíclica Jucunda sane, en donde califica como «ciencia falsa» aquella que niega el principio sobrenatural y afirma la crítica histórica. Después en 1907, el Santo Oficio publicó el decreto Lamentabili sane exitu, documento equiparable al Syllabus de Pío IX, en donde se condena una serie de 65 tesis, y el 8 de septiembre del mismo año, el papa publicó la encíclica antimodernista Pascendi dominici gregis.
Por otra parte Pío X, desde el principio de su pontificado, tenía el objetivo de hechar a andar una reforma en la Iglesia, no en vano utilizó el lema: «Restaurar en Cristo todas las cosas». Así, fue el promotor de la creación del Instituto Bíblico, la edición crítica de la Vulgata, la promulgación del Código de Derecho Canónico; las reformas de la curia, de los seminarios y de la liturgia. Dicha reforma será la premisa de las futuras reformas tanto de Pío XII como del Vaticano II.
La historiografía más reciente reconoce que no es fácil dar una clave de lectura unitaria y coherente con respecto a su pontificado, ya que presenta lados diversos y contrastantes, en este sentido parece ser justo el calificativo de «papa reformador y conservador» que utiliza Aubert[11].
En cuanto a la relación de Pío X con América Latina, las investigaciones más recientes descubren una cercanía que antes no se reconocía. A través de diversas iniciativas se puede vislumbrar una fuerte preocupación del papa para con las iglesias del Nuevo continente. Entre estas iniciativas están: la reorganización de las misiones, el seguimiento de los problemas que estaban viviendo los países latinoamericanos y la preparación de una carta encíclica que, aunque nunca fue publicada, se cuenta con las notas del arzobispo de Caracas, Juan Bautista Castro, quien preparó para el pontífice un esquema, y también con el texto redactado en donde Pío X muestra un profundo interés por iluminar con el magisterio, la situación que vivían aquellos países[12].
2. El Colegio Pío Latino Americano
El Colegio Pío Latino Americano, puede ser considerado como el primero de los proyectos para América Latina que respondió a la tendencia ultramontana del papado de finales del siglo XIX. Dicho colegio fue creado para realizar una reforma, desde la formación del clero, en las iglesias latinoamericanas que vivían una relativa autonomía después de los procesos independentistas. Una parte considerable de los episcopados latinoamericanos de finales del siglo XIX y principios del siglo XX había sido formado en este Colegio en Roma.
Los inicios del Colegio
A partir de 1858, comenzaron a llegar a Roma jóvenes seminaristas provenientes de América Latina, para ser formados en el Colegio Pío Latino y estudiar en la Universidad Gregoriana.
Esta dinámica formaba parte del proyecto de restauración de la Iglesia Universal que se realizó durante la segunda mitad del siglo XIX. Dicho proyecto buscaba asegurar la fuerza de la Iglesia que se veía debilitada por la situación política y las nuevas corrientes de pensamiento. «To strengthen the Catholic Church and to address the threats it faced, the papacy and bishops implemented strategies to modernize and romanize the institution’s structure and professionalize her clergy beginning in the second half of the nineteenth century»[13].
Como parte del proyecto se crearon y se reabrieron colegios para hospedar seminaristas de muchas regiones del mundo incluyendo, Francia, Polonia, España, Portugal, Estados Unidos y Canadá[14].
Asegurar la lealtad al papado, promover la identificación con Roma y proveer las bases de una formación sólida y ortodoxa, eran las prioridades de los papas de finales del siglo XIX y principios del XX.
América Latina a mediados del siglo XIX se describía como una Iglesia carente de estructura sólida, su clero era reducido y presentaba una formación deficiente. Por su parte los obispos eran poco allegados a la Santa Sede y mostraban autonomía en los asuntos que correspondían a la administración y a la disciplina eclesial[15].
La situación anterior aunada a la situación política de los países latinoamericanos, en los que el liberalismo secular estaba ganando popularidad, motivó al padre José Ignacio Víctor Eyzaguirre Portales a enviar una propuesta al papa Pío IX en 1856. Eyzaguirre proponía la apertura de un colegio seminario en Roma para la Iglesia de Latinoamérica.
Poco tiempo después Pío IX aprobó el proyecto, ya que se ajustaba perfectamente a su interés por reforzar la autoridad papal y atraer a las iglesias nacionales hacia una comunión más cercana con el papado.[16]
La formación en el Colegio
La inauguración del Colegio Pío Latinoamericano se llevó a cabo en noviembre de 1858 con 18 estudiantes. Los alumnos debían ser seleccionados con cuidado, siendo jóvenes prometedores en talento, virtud y disciplina. Cada obispo pedía a los seminaristas que serían enviados, un juramento con la promesa de regresar a la diócesis de origen al terminar sus estudios en Roma[17].
La formación en el colegio preparaba a los alumnos para después ingresar a la Universidad Gregoriana. Esta formación fomentaba el estudio de las lenguas; tanto su lengua madre, como el latín y el italiano.
Por otra parte se buscaba profundizar en los problemas sociales por los que atravesaba Latinoamérica y en las posibles soluciones a ellos. La publicación de la Encíclica Rerum Novarum de León XIII, fue de gran ayuda para la formación de los futuros pastores en lo que respecta a la cuestión social.
Introducing seminarians to the issues and allowing them to begin to formulate solutions, this specialized instruction was an integral component in training the young men to become parish priests, seminary professors, and Church administrators. It also contributed to the development of a unified regional approach to social, economic and political problems facing the Catholic Church and society in Latin America[18].
La formación en el Colegio Pío Latino Americano, era de alta calidad, buscaba integrar todas las áreas de la persona para formar grandes líderes que pudieran enfrentar y dar solución a los problemas que aquejaban a Latinoamérica.
No obstante los obstáculos, el proyecto estuvo fuertemente impulsado tanto por el papado como por sus Delegados Apostólicos, que buscaban motivar tanto a obispos como al clero local para promover el envío de estudiantes: «Papal representatives in Latin America mediated between the region’s clergy and bishops and Rome, communicating requirements for sending students, establishing scholarships, and encouraging support for the institution»[19].
El proyecto del Colegio Pío Latino Americano fue definitivamente pretendido por la Iglesia de Roma, en muchas ocasiones los papas subrayaban la importancia de hacer ver a los obispos latinoamericanos los beneficios tanto intelectuales como morales que traería para sus diócesis el enviar alumnos al colegio, mismos que más tarde se harán notar en los diferentes episcopados de Latinoamérica.
3. El Concilio Plenario Latinoamericano
Desde finales de mayo y hasta principios de julio de 1899 se llevó a cabo el Concilio Plenario Latinoamericano con sede en el Colegio Pío Latino Americano en Roma. Fueron 70 los participantes hospedados en el Colegio, incluyendo 53 Obispos, sus secretarios y sacerdotes acompañantes[20].
Este Concilio, de la misma manera que la creación del Colegio Pío Latino, formó parte del proyecto de reforma ultramontano para las iglesias latinoamericanas y representa uno de los momentos más significativos del siglo XIX para éstas ya que ahí se delinearon los criterios fundamentales para tratar de solucionar la situación inestable en América Latina.
A lo largo del siglo XIX, después de los procesos independentistas, las diversas regiones de Latinoamérica sufrieron un proceso de ruptura y fragmentación en búsqueda de una identidad que se intentó forjar sobretodo con criterios geográficos y no con criterios profundos que manifestaran una unidad cultural, de tal forma que para un latinoamericano del siglo XIX resultaba difícil describir con precisión la identidad de su patria[21].
En general Latinoamérica era un continente rural, carente de recursos económicos e inestable política y socialmente. En ella no se habían desarrollado vías de comunicación para el comercio (a excepción de México, Argentina y Brasil), y las iniciativas gubernamentales para favorecerlas eran casi nulas por la falta de capital. La escasa red de ferrocarriles que existía, pertenecía prácticamente a propietarios extranjeros[22], que los gobiernos habían permitido entrar para fomentar la base de un anhelado crecimiento, dando inicio con ello a una relación de dependencia económica.
Las condiciones de la población eran en su mayoría de pobreza. La mayor parte de la gente habitaba en zonas rurales (70-80%), en las cuales no había oportunidad de tener educación, por lo que el índice de analfabetismo era muy alto. A pesar de las ideas modernas del liberalismo y el positivismo, la estructura social no había cambiado mucho. Las condiciones de trabajo rural tanto agrícola como ganadero seguían el modelo del «latifundio», con un sistema de caudillos locales al cual obedecían los trabajadores. Por lo tanto seguía existiendo un gran número de servidumbre y un pequeño grupo oligárquico[23].
La clase política, influenciada por la revolución francesa, se dispuso a luchar por configurar cada nación bajo los ideales de la democracia, la igualdad y el progreso. Sin embargo éstos no se lograron, la realidad era que la discriminación hacia la mayoría de la población campesina y hacia los indígenas se acentuaba cada vez más y no se veía que el progreso llegara a la gran parte de la población.
La Iglesia de América Latina a inicios del Concilio
La Iglesia Latinoamericana desde sus inicios, en tiempos de la colonia, vivió una relación de dependencia con el poder político debido al Patronato Real del que gozaba la corona española.
Después de los procesos de independencia existieron dos aspectos que se deben precisar: por una parte, la negación de la herencia española católica y por otra, la corriente antirromana (regalista, galicana o jansenista).
La primera corresponde a la idea difundida por los portadores del liberalismo que interpretan que la causa de los problemas de Hispanoamérica era precisamente la herencia de España y del mundo católico. Por ello se desarrolló en la segunda mitad del siglo XIX, entre las clases educadas, una búsqueda por la cultura francesa, inglesa y norteamericana[24].
La segunda pertenece a la difusión de un liberalismo devoto, del cual eran partidarios muchos políticos, legisladores y clérigos que habían sido formados en las escuelas de teólogos y canonistas portadores del «regalismo, jansenismo y galicanismo»[25].
Aunque cada Iglesia Latinoamericana siguió una historia particular, se puede decir que tanto la negación de la herencia española católica y la corriente antirromana eran factores comunes que influían en cada una. Fueron estos factores los que hicieron de la Iglesia de América Latina, una Iglesia dependiente del poder político nacional y en ocasiones sometida por dicho poder.
Esta dependencia en su relación con el Estado, más que ofrecer a la Iglesia un fundamento sólido, fue una de las causas que la condujeron a la marginación. La Iglesia latinoamericana a lo largo del siglo XIX sufrió una limitación en su acción pastoral, «las llamadas Leyes de reforma, impuestas durante la guerra, reducían el espacio de acción de la Iglesia a lo estrictamente privado»[26], el despojo de sus bienes por parte del Estado y la persecución.
El liberalismo latinoamericano, flanqueado por la masonería[…]supuso forzosamente el choque con la Iglesia y la opresión del catolicismo con un sistema uniforme en todas las repúblicas, articulado en ciertas medidas convertidas en consigna: separación de la Iglesia y del Estado, libertad de cultos, educación laica, secularización del matrimonio, laicización de los cementerios, libertad absoluta de prensa, expulsión de los obispos, confiscación de los bienes y de los seminarios, persecución del clero, expulsión de las órdenes religiosas[27].
No obstante la situación de Latinoamérica, la población seguía siendo unanimemente católica. Al finalizar el siglo XIX, según el estudio del P. Damboriena de la Universidad Gregoriana, el protestantismo en América Latina era de un número apenas cercano a 100.000 adeptos[28].
La Iglesia de América Latina y la Iglesia de Roma habían entablado una relación a lo largo del siglo XIX en la que los papas reconocían los problemas por los que atravesaban las Iglesias de las nuevas naciones independientes y buscaban animar a los obispos para enfrentar dichos problemas, promover la formación del clero y fortalecer las estructuras eclesiales.
Aunque ya desde Pío IX había interés del papado por propiciar una cercanía con la Iglesia del continente americano, fue en tiempos del papa León XIII cuando se empezó a tener una relación más cercana con América Latina. Dicho pontífice erigió cinco sedes metropolitanas y veintiún diócesis en México, Colombia, Venezuela, Ecuador y Brasil, también promovió una revigorización de congregaciones religiosas animando el paso de comunidades europeas hacia América Latina[29].
Después de la creación, hacia 1889, de la «Conferencia Panamericana», con la que se iniciaba un movimiento de cohesión del continente americano y con ocasión de la celebración del IV centenario del «Descubrimiento de América» en 1892, León XIII envió una carta a los episcopados de América, Italia y España titulada Quarto abeunte saeculo, y resolvió convocar el Concilio Plenario de las Repúblicas de América Latina. Dicho Concilio se llevó a cabo del 28 de mayo al 9 de julio de 1899 en Roma[30].
La convocación del Concilio subrayaba la invitación a participar a todos los obispos de las Repúblicas latinoamericanas y la necesidad de meditar seriamente sobre los intereses comunes que éstas tenían[31].
La actividad conciliar se desarrolló en la ciudad de Roma durante seis semanas, para ello fueron articuladas 29 congregaciones generales presididas por los arzobispos participantes en calidad de Delegados Apostólicos. Los decretos tocaron aspectos tales como: la Iglesia Católica, la fe y sus peligros; el culto divino, los sacramentos y los sacramentales; la formación del clero, la vida y honestidad de los clérigos y la educación católica; la doctrina cristiana, la salvación de las almas y la caridad; los beneficios eclesiásticos, los bienes temporales de la Iglesia, las cosas sagradas; y los juicios eclesiásticos, la promulgación y la ejecución de los decretos del Concilio[32].
De los anteriores decretos, el que se refiere a la formación del clero aporta luces con respecto al perfil episcopal que años más tarde se buscará para la Iglesia de México. El decreto de la formación del clero afirmaba que era necesario poner atención a este aspecto en la Iglesia latinoamericana, así comienza el número 605:
Entre las muchas y gravísimas necesidades que angustian a la Iglesia de Dios en nuestras vastísimas comarcas, y deben preocupar los ánimos y estimular el celo no sólo de los Pastores sino de los fieles, se cuenta, sin duda alguna, la de proveer con suma diligencia a la formación de los clérigos[33].
La situación de inestabilidad tanto económica como política en los países de América Latina no les había permitido desarrollar seminarios con estructuras sólidas para la formación de los futuros presbíteros. Los países con mayor número de seminarios al tiempo del Concilio eran: México, con 16; Brasil, con 11; Colombia con 9. Por su parte, Cuba, Uruguay y Venezuela no los tenían debido a las circunstancias políticas difíciles. Por último, las repúblicas centroamericanas contaban con 3 seminarios[34].
En el decreto de la formación del clero (n. del 605 al 629) se hablaba de la necesidad de que cada diócesis contase con una estructura para la formación de sus clérigos y resaltaba la autoridad del obispo a este respecto. En cuanto al tipo de educación que debían ofrecer y el tipo de perfil sacerdotal que se buscaba se encuentra: sacerdotes con celo pastoral, disciplina, inclinados a la piedad y a la virtud.
A los alumnos de los seminarios mayores se les pedirá, al entrar al seminario, practicar los ejercicios espirituales y, previo consejo del confesor, la confesión general de toda su vida. De igual manera se pedía que realizaran los ejercicios espirituales una vez al año durante la formación.
Es de notarse que, en lo que respecta a la formación intelectual, a parte de la Teología (Dogmática y Moral), Biblia, Derecho Canónico, Liturgia e Historia, se hacía incapié en el estudio de la Teología Pastoral, la administración del sacramento de la Penitencia y el perfeccionamiento de las lenguas indígenas. También se menciona la importancia del estudio de los Santos Padres, requiriendo una cátedra especial para ello.
En cuanto a la formación humana se pedía que los seminaristas portaran el hábito talar, que arreglaran sus modales y que se mostraran de la siguente manera:
muestren moderación y religiosidad, y eviten hasta las más leves faltas […] a los Rectores y profesores del Seminario, consideren atentamente el grave cargo que pesa sobre sus hombros […] corrijan los modales rústicos e incultos que observaren, y recomienden con eficacia la limpieza en la persona y el traje, y la cortesía en el trato, unida a la modestia y gravedad[35].
Esto pone de alguna manera ya en evidencia, el perfil que portaban aquellos sacerdotes, en su mayoría profesores de seminario y formadores, que conformarán el episcopado mexicano de principios del siglo XX, un perfil que buscaba la disciplina, la moral, la preparación intelectual y que estaba en concordancia con la postura centralizante romana, pero también muy impregnado de la sensibilidad pastoral y la acción social.
4. México y el episcopado mexicano
Los países de Latinoamérica durante el siglo XIX vivieron fuertes luchas en búsqueda de la autonomía, la identidad, el orden y el progreso. México, de manera particular, lo hizo en medio de muchos conflictos que se originaron entre los diversos grupos de poder. Uno de dichos grupos fue la jerarquía católica, que atravesó por diversas etapas influyendo en la construcción del Estado mexicano.
De la lucha liberal al Porfiriato
Después de la independencia de México, desde 1821, empezó una lucha entre dos grupos que pretendían tomar el poder de la nueva nación. Estos dos grupos no siempre fueron claramente identificables ni en sus pretenciones, ni en los miembros que pertenecían a sus bandos.
Pero de manera general se puede decir que al partido de los liberales pertenecían aquellos que luchaban por la libertad como elemento fundamental de la nación y a su vez buscaban eliminar todo poder que se erigiera como superior a la soberanía del pueblo, es decir, que se concentrara en una persona o en un pequeño grupo de personas.
Al partido de los conservadores, pertenecían aquellos que anhelaban un retorno a los esquemas de gobierno regalista, buscaban más bien conservar el «status quo» de privilegios económicos y políticos. Cabe mencionar que existían también grupos de conservadores con ideas liberales así como liberales moderados.
De todas maneras se identificó a la Iglesia, al menos en teoría, con el grupo de los conservadores: obispos, clérigos, religiosos y religiosas. Pero resulta que no siempre fue así, el autor Brian Connaughton menciona que de 1821 a 1853 «el clero cargó con una parte significativa de la tarea de la creación del Estado-nación de México»[36]. Se dice que en los años posteriores a la Independencia, el clero bajo fue patriótico, buscaba defender a toda costa el compromiso constitucional del Estado que por un lado, garantizaba el status de la Iglesia, pero también garantizaba el desarrollo del nuevo Estado.
Dicha colaboración del clero parecía tener futuro, hasta que, según Connaughton, el Estado se percibió vulnerable frente a la Iglesia, a ésta se le veía como un peligro. Aunque la hipótesis anterior puede ser debatible, lo cierto es que sí se desarrolló un conflicto entre la Iglesia y el Estado que acompañará todo el siglo XIX y el inicio del XX[37].
La Constitución de 1857, el triunfo de Benito Juárez como presidente y las Leyes de Reforma de 1859, dan inicio a una época anticlerical que lejos de garantizar una libertad a la Iglesia (como lo estipulaba la Constitución), provocó su persecución y con ella una desestabilización tanto política como económica[38].
El 2 de febrero de 1861, bajo el gobierno de Juárez, se dispuso la secularización de los hospitales y establecimientos de beneficencia que hasta la fecha estaban administrados por la Iglesia. También se declaró la nacionalización de los bienes eclesiásticos, cierre de conventos de religiosas, la condena al clero para pagar con sus bienes los daños causados por la guerra y se declaró el despojo de las alhajas a la Catedral de México y a la colegiata de Guadalupe. Al mismo tiempo se declaró la expulsión del Delegado Apostólico Clementi y de los representantes diplomáticos de España, Ecuador y Guatemala, el destierro del arzobispo de México (José Lázaro de la Garza y Ballesteros) y de otros obispos; Munguía, Espinosa, Barajas, Madrid y Veria; así como la supresión de los cabildos eclesiásticos[39].
Se creía que el despojo de los bienes de la Iglesia iba a solucionar los problemas económicos de México; pero, como ya se mencionó, provocó paradójicamente una crisis económica tan fuerte que el país se vio en la necesidad de decretar la suspensión de la deuda exterior el 17 de julio de 1861.
La respuesta fue clara de parte de Inglaterra, Francia y España, que buscaron intervenir para cobrar lo que se les debía. De las tres naciones, fue Francia la que intervino en los asuntos políticos de México estableciendo una monarquía que sería su aliada en tiempos de Napoleón III[40].
El establecimiento de la monarquía, lograda por la intervención francesa, se realizó formalmente en la Junta de Nobles del 10 de julio de 1863, en la que México se constituía en «monarquía moderada» siendo el monarca el archiduque de Austria Fernando Maximiliano de Hasburgo. Este gobierno estuvo respaldado por el emperador de Francia, Napoleón III, quien estableció que el gobierno del emperador Maximiliano debía seguir la política del liberalismo[41].
Este período caracterizado por un gobierno monárquico y a su vez liberal, se manifestó ambiguo y sin éxito. El emperador Maximiliano a menudo se encontraba en una situación complicada, «Maximiliano fue víctima de sus errores y destinatario de la poderosa presión diplomática norteamericana a favor de los republicanos»[42].
Después de que el ejército francés se retiró de México, por problemas políticos propios, cayó el Imperio en 1867. Así se restableció la República Mexicana, primero bajo el gobierno de Benito Juárez hasta 1872, año en que éste murió, y después bajo el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada hasta 1876.
Con éste último presidente la política anticlerical se recrudeció. Se establecieron nuevas normas antieclesiásticas; la política de la educación laica, la prohibición a la Iglesia de poseer bienes raíces, la expulsión de clérigos extranjeros, la expulsión de las Hermanas de la Caridad y, el 13 de mayo de 1873, se decretó la disposición de que en ninguna parte de la República podrían tener lugar, fuera de los templos, manifestaciones ni actos religiosos de culto[43].
En 1876, debido a fracturas internas entre el partido de los liberales, se llevó a cabo un enfrentamiento entre el presidente Lerdo de Tejada y el general Porfirio Díaz, el cual lo venció en la revolución de Tuxtepec, dando inicio así al período llamado «Porfiriato».
En noviembre de 1876, Porfirio Díaz toma la ciudad de México, convoca a elecciones presidenciales a principios de 1877, en las cuales, él mismo resulta vencedor.
El general Díaz será el presidente de la República hasta 1910, dejando sólo un período intermedio que va de 1880 a 1884 en el que ocupará la presidencia Manuel González. Díaz, como presidente, no dejó a un lado la política liberal, pero al mismo tiempo reconocía la necesidad de paz, orden y progreso para construir la unidad en México, y que ganaba más con una Iglesia libre que con una perseguida. Por lo anterior, decidió propiciar la existencia de una Iglesia cuya jerarquía y laicado pudieran sentirse agradecidos con el gobierno que les ofrecía tal condición, contribuyendo así al fortalecimiento de la unidad nacional[44].
A este período de búsqueda de paz para construir el progreso de la nación se le llama la «pax porfiriana». En este período, el presidente Díaz desarrolló una política de conciliación entre los diferentes grupos de poder coexistentes que van desde la Iglesia católica hasta los protestantes y desde los grupos liberales hasta los masones.
¿Cómo logró Porfirio Díaz tal conciliación? Promoviendo en cierta medida los intereses de cada uno de los grupos mencionados, ganando así el agradecimiento de cada una de ellas, pero también haciéndolas ceder al entrar en relación con el sistema y afirmándose él como la máxima autoridad del gobierno:
The only solution seem to be in a different compromise; to uphold the Constitution of 1857 and the Reform Laws without applying them too strictly; to allow Protestant activity to continue while granting the Catholic Church greater freedom to carry on its own work; and to pay nominal allegiance to Masonry while reducing its political role[45].
La política de conciliación durante el porfiriato dio lugar a un desarrollo económico importante en el país, el déficit en la Hacienda Pública pudo desaparecer, se dio lugar a la inversión extranjera y se construyeron numerosas redes de ferrocarril, mejorando las comunicaciones en gran parte del territorio nacional.
La Iglesia Católica en tiempos del Porfiriato, más allá de la relativa libertad concedida por el presidente, se puede decir que obtuvo algunos logros sobre todo en materia de estructura eclesial.
Se realizó una reorganización de las diócesis. Para 1870 se había erigido ya la diócesis de Tamaulipas y después, durante dicho período se erigieron otras: Tabasco (1880), Colima (1881), Sinaloa (1883), Cuernavaca, Chihuahua, Saltillo, Tehuantepec y Tepic (1891), Campeche (1895), Aguascalientes (1889), Huajuapan de León (1902) y Tacámbaro (1913). Las diócesis convertidas en arquidiócesis fueron: Oaxaca, Durango y Linares (Monterrey) (1891); Puebla (1904) y Yucatán (1906); y el Vicariato Apostólico de Baja California (1874).
Aumentaron los números de parroquias, de seminarios, de sacerdotes y de comunidades religiosas. Se celebraron cinco concilios provinciales previos al Concilio Plenario Latinoamericano. La proporción de católicos con respecto al incremento de la población se mantuvo en 99% desde 1895 hasta 1910[46].
El episcopado mexicano.
Al estudiar el episcopado mexicano es importante considerar que la Iglesia mexicana nace en el contexto de la conquista de España bajo la teoría regalista del «vicariato general de los reyes de España»[47], la cual alcanza su máximo esplendor en el siglo XVIII y sostenía la autoridad jurisdiccional de la corona española sobre la Iglesia en tierras americanas. De tal manera que hasta antes de 1821, los obispos eran funcionarios de la corona española, defendían la autonomía de ésta y consideraban la intervención de la curia romana como una invasión.
Después de la Independencia de México (1821), el Estado empieza a querer asumir las facultades que el papado había concedido a la corona española para regir a la anterior Iglesia en la Nueva España. En este momento, aunque se sostenía que el patronato era una concesión pontificia, dicha concesión, para la Iglesia mexicana, no representaba necesariamente una adhesión fiel a Roma. «La independencia había liberado al país del dominio de España y, con la ruptura del patronato, la Iglesia había recuperado su libertad y autonomía frente al Estado y la Santa Sede»[48].
En adelante, la relación ya sea con el Estado, ya sea con Roma, jugará un rol fundamental en el desarrollo histórico de la Iglesia mexicana.
Durante la primera mitad el siglo XIX, aunque era aceptado que sólo la Iglesia nombraba a los pastores y tomaba decisiones en cuanto a disciplina eclesiástica, se había favorecido que los cabildos mexicanos pudieran proponer, primero a los gobiernos civiles y luego a la Santa Sede, los candidatos para las sedes vacantes[49].
Algunas veces se sugería que el gobierno civil pidiera a la Santa Sede la concesión de facultades extraordinarias para los obispos, otras veces el gobierno, ya fuera nacional o local, podía requerir servicios a la Iglesia sin la autorización de Roma, bastaba que la petición fuera aceptada por el ordinario. De esta manera, la relación entre los obispos, los cabildos y el gobierno de México, gozaba de mucha libertad frente a la Santa Sede[50].
En la segunda mitad del siglo XIX, se verifica una fuerza mayor de los canónigos de algunas iglesias locales mexicanas en los procesos para elecciones de obispos[51], al mismo tiempo que, y sobre todo después de ser electo el papa Pío IX, se debilitó la unidad en el episcopado.
A partir de 1850 la fragmentación del episcopado será uno de los problemas más sobresalientes de México con repercusiones grandes a nivel político y social: «El problema fundamental, que fuera evidente cuando se publicó la ley del 25 de junio de 1856, que ponía en circulación los bienes de las corporaciones civiles, sociales y religiosas, fue la falta de unidad del episcopado»[52].
Después de 1890, la división entre algunos miembros del epsicopado se hizo cada vez más patente a partir de la consagración de Ramón Ibarra como obispo de Chilapa, quien fue el primer egresado del Colegio Pío Latino consagrado obispo, iniciando así el ascenso al episcopado de un grupo de clérigos formados en Roma que, según algunos autores, provocaron antagonismo entre la jerarquía mexicana[53].
Así inició en la Iglesia mexicana el llamado proceso de «romanización»[54], que se extendió hasta mediados de 1914, año en que tuvo que ser suspendido por el movimiento constitucionalista, el cual dio inicio a una nueva etapa de persecución y anticlericalismo en México[55].
El proceso de romanización estuvo fuertemente apoyado al inicio por dos obispos: Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, arzobispo de México y Eulogio Gregorio Gillow y Zavala, arzobispo de Antequera Oaxaca[56]. Dicho proceso fue caracterizado por un cambio radical en el proceso de selección y nombramiento de los obispos. Ya en los decretos del Concilio Plenario se había proyectado una disminución de la autoridad de los cabildos de las catedrales y un incremento en la autoridad de los obispos y del papa[57].
Cuando dicho proceso estaba en su etapa incipiente, los nombramientos de obispos vieron las consecuencias de la tensión que existía entre el poder que todavía tenían los cabildos y las propuestas que correspondían al interés de la Santa Sede.
Como ejemplos de lo anterior se pueden citar tres casos.
La vacante del arzobispado de México (que abarcaba la Ciudad de México, el Estado de México, una porción de Hidalgo y Tlaxcala) después de la muerte de Pelagio Labastida, en marzo de 1891, en la cual la primera opción de la terna presentada por el cabildo metropolitano de la ciudad de México era el deán Próspero María Alarcón, misma que fue ratificada por Roma sin ninguna objeción[58].
La sede vacante de Guadalajara, en 1898, en la cual se le otorgó al episcopado y al visitador apostólico la presentación de los candidatos, quienes eran; Ramón Ibarra, obispo de Chilapa y Jacinto López, obispo de Linares (Monterrey). Ibarra era apoyado por el visitador apostólico, siendo modelo del clero romanizado, mientras que López era apoyado por los obispos partidarios del arraigo local. Al final el clero local logró que López fuera designado para dicha sede vacante[59].
Por último, el caso de la sede vacante de Yucatán, en 1900, en la que después del nombramiento de Fray José Guadalupe de Jesús Alva y Franco, por haber sido víctima de las presiones locales tanto políticas como eclesiales, se vio obligado a aceptar el cambio de diócesis a Zacatecas. De todas maneras la Santa Sede no cedió a las presiones locales y nombró como obispo de Yucatán, en contra del cabildo de la catedral, al hijo de un austríaco nacionalizado mexicano, exalumno del Colegio Pío Latino, Martín Tritschler y Córdova[60].
Así, al llegar Pío X al pontificado, México contaba con un episcopado fragmentado entre aquellos que apoyaban la fuerza del clero nacional y los cabildos de las catedrales, y aquellos que apoyaban la romanización. Sin embrago, dicho episcopado también presentaba características comunes dadas por el contexto social y político.
Así como en Europa, durante el pontificado de León XIII, en el contexto de los procesos de separación entre la Iglesia y el Estado, surge un cambio en el perfil tanto del papado como del Colegio Cardenalicio que consisitó en la desaparición de algunas figuras tradicionales de dicho colegio y su paulatina internacionalización[61]. Es decir, si antes se requería la pertenencia a una élite nobiliaria europea para acceder al cardenalato, poco a poco accederán a éste prelados provenientes de la burguesía y de las clases modestas incluso de otros países[62].
Así, a la luz de este cambio histórico, se puede observar un fenómeno similar en el caso de los nombramientos episcopales de la época. En México, los nombramientos de Montes de Oca[63] (1871) y Gillow (1887), quienes pertenecían a una élite de la sociedad mexicana, parecen corresponder todavía a la tendencia precedente; mientras que el grupo de obispos de finales del siglo XIX (1890) y principios del XX, deja ver la novedad que surgió bajo León XIII, un grupo de clérigos de clase media que paulatinamente va accediendo al episcopado.
Por lo tanto, aunque era un episcopado que ideológicamente parecía dividirse en dos bandos, queda por clarificar si lo era así también en la composición de su perfil o en el proyecto pastoral con el que harán frente a los retos del siglo XX.
Conclusión
El contexto histórico que va desde el pontificado de Pío IX hasta el de Pío X, estuvo marcado por la romanización de la Iglesia, el pensamiento liberal, el proceso de separación entre la Iglesia y el Estado y el incio de la llamada doctrina social cristiana. Dichos aspectos impactaron la acción y el pensamiento de la Iglesia del tiempo.
La Iglesia de América Latina en esta época era una Iglesia frágil y la situación política de los países latinoamericanos era crítica. Esto motivó al papado a promover dos proyectos de reforma: el primero fue la creación del Colegio Pío Latino Americano en Roma y el segundo fue convocar a un Concilio Plenario Latinoamericano con sede en dicho Colegio. Ambos proyectos influyeron tanto en la formación como en el desempeño de los episcopados latinoamericanos.
El contexto histórico del México del siglo XIX fue muy particular, después de la independencia (1821), empezó una lucha entre el partido de los liberales, y el partido de los conservadores. Finalmente se realizó el triunfo de los liberales, la proclamación de la Constitución Mexicana y las Leyes de Reforma.
Después de un breve período de intervención francesa y el establecimiento de un gobierno monárquico, se realizó el restablecimiento de la República Mexicana y finalmente el establecimiento del período llamado «Porfiriato», que se extendió hasta 1910.
A pesar de la política llamada la «pax porfiriana», El epsicopado mexicano durante todo el siglo XIX se vio obligado a enfrentar la inestabilidad política y económica del país y las fracturas que dicha situación provocaron al interno de la Iglesia.
La fragmentación del episcopado mexicano fue más evidente a finales del siglo XIX, cuando comenzaron a acceder a éste, clérigos que no habían recorrido la vía tradicional de los cabildos de las catedrales sino que, habiendo sido formados en Roma gozaron de cierto reconocimiento que les permitió ser promovidos al episcopado.
Esta pugna entre el grupo de los llamados «pío latinos» y el grupo proveniente del clero local, se manifestó fuertemente en los casos de elecciones episcopales de finales del siglo XIX, cuando todavía los cabildos tenían voz para intervenir en la selección de los candidatos.
Aunque al llegar Pío X al pontificado y durante el mismo, México contaba con un episcopado fragmentado entre quienes no apoyaban la romanización y quienes sí, no parece ser tan clara la divisón en cuanto a su perfil ni en cuanto a su proyecto pastoral. Los obispos mexicanos de principios del siglo XX parecen pertenecer a un grupo compacto de sacerdotes de clase media que corresponde a la tendencia del contexto europeo.
Bibliografía
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[1] Cf. Guy Bedouelle, Dizionario di Storia della Chiesa, PDUL Edizioni Studio Domenicano, Bologna, Italia, 1997, p. 134. «Integralismo. Questa parola definisce un concetto piuttosto antico, ma difficile da spiegare; fu usato da un partito politico spagnolo alla fine del XIX secolo che aveva per programma di battersi contro le libertà moderne. In Italia e in Francia questa denominazione fu attribuita agli avversari del modernismo…Sarebbe meglio riservare il termine “integralismo” ai movimenti ecclesiali di resistenza alle idee moderne nella Chiesa…»
[2] Cf. Guy Bedouelle, Dizionario di Storia della Chiesa, p. 258. «Ultramontanismo. Questo termine era utilizzato nel Medioevo con un significato probabilmente soltanto geografico (partigiano dell’al di là delle montagne, cioè delle Alpi), e fu poi usato per definire le teorie dei cattolici francesi sostenitori del Papa e della Santa Sede. Alla fine del XIX secolo la definizione del dogma dell’infallibilità del Pontefice (v. Concilio Vaticano I) venne considerata come la vittoria dell’ultramontanesimo…».
[3] Cf. Juan María Laboa, La Chiesa e la modernità, in I Papi del Novecento, volume 2, Jaca Book, Milano, 2001, p. 17.
[4] Cf. Jacques Gadille – Jean-Marie Mayeur (Curatori), Storia del Cristianesimo, Religione-Politica-Cultura, tomo 11, Liberalismo, industrializzazione, espansione europea (1830-1914), Borla, Roma, 2003, p. 38.
[5] Laura O’dogherty, El ascenso de una jerarquía eclesial intransigente, 1890-1914, en Memoria del I Coloquio Historia de la Iglesia en el siglo XIX a cargo de Manuel Ramos, El Colegio de México, Condumex, México 1998, p. 179
[6] Cf. Juan María Laboa, La Chiesa e la modernità, in I Papi del Novecento, p. 43.
[7] Cf. Fernando García de Cortázar – José María Lorenzo Espinosa, Los pliegues de la tiara, los Papas y la Iglesia del siglo XX, Alianza, Madrid 1991, p. 33-37.
[8] Cf. Juan María Laboa, La Chiesa e la modernità, in I Papi del Novecento, p. 69.
[9] Cf. Juan María Laboa, La Chiesa e la modernità, in I Papi del Novecento, p. 100.
[10] Fernando García de Cortázar – José María Lorenzo Espinosa, Los pliegues de la tiara, p. 49.
[11] Cf. Carlo Fantappiè, “Modernità” e “antimodernità” di Pio X, in Riforma del Cattolicesimo?, Le attività’ e le scelte di Pio X, a cura di Giuliano Brugnotto e Gianpaolo Romanato, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano, 2016, p. 4.
[12] Cf. Gianni La Bella, Pio X e le popolazione dell’America Latina, in Riforma del Cattolicesimo?, Le attività’ e le scelte di Pio X, p. 391-401.
[13] Lisa M. Edwards, Roman Virtues, The education of Latin American Clergy in Rome, 1858-1962, Peter Lang Publishing, New York, 2011 p. 4.
[14] Cf. Lisa M. Edwards, Roman Virtues, The education of Latin American Clergy in Rome, p. 23.
[15] Cf. Laura O’dogherty, El ascenso de una jerarquía eclesial intransigente, 1890-1914, p. 180.
[16] Cf. Lisa M. Edwards, Roman Virtues, The education of Latin American Clergy in Rome, p. 41.
[17] Cf. Lisa M. Edwards, Roman Virtues, The education of Latin American Clergy in Rome, p. 58.
[18] Lisa M. Edwards, Roman Virtues, The education of Latin American Clergy in Rome, p. 45.
[19] Lisa M. Edwards, Roman Virtues, The education of Latin American Clergy in Rome, p. 61.
[20] Cf. Lisa M. Edwards, Roman Virtues, The education of Latin American Clergy in Rome, p. 52.
[21] Cf. Pontificia Comisión para América Latina, Acta et Decreta Concilii Plenarii Americae Latinae, In Urbe Celebrati, anno domini MDCCCXCIX, Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1999, p. [11]. Para señalar las páginas se utilizan los paréntesis cuadrados porque el volumen así lo presenta.
[22] Cf. Pontificia Comisión para América Latina, Acta et Decreta Concilii Plenarii, p. [11].
[23] Cf. Pontificia Comisión para América Latina, Acta et Decreta Concilii Plenarii, p. [13].
[24] Cf. Pontificia Comisión para América Latina, Acta et Decreta Concilii Plenarii, p. [20].
[25] Cf. Guy Bedouelle, Dizionario di Storia della Chiesa, Bologna, Italia, 1997, p. 106 y 101. «Giansenismo. Questo movimento teologico della Chiesa moderna (che va dalla fine del XVI a tutto il XVIII secolo) presenta numerose componenti spirituali, ecclesiologiche, politiche e sociali; debe però essere sempre considerato alla luce della grande controversia tra libero arbitrio e grazia nata con Lutero, confutato da Erasmo e Calvino […] L’ecclesiologia giansenista, che prima era gallicana ed episcopale, in seguito, su inspirazione di Quesnel, pone l’accento sull’importanza del ruolo dei preti, che formano la struttura democratica della Chiesa: ciò può forse spiegare in parte la rottura con il Papato». Por otra parte, «Gallicanesimo. Si intende per gallicanesimo un modo di concepire i rapporti tra la Chiesa di Francia e la Chiesa universale che ha assunto sia la forma di una dottrina ecclesiologica, sia quella di un diffuso sentimento popolare e di una particolare politica dello Stato Francese tra il XV e il XIX secolo…».
[26] Laura O’Dogherty, La educación católica como instrumento de reconquista espiritual, in Annali di Storia dell’educazione e delle istituzioni scolastiche, 22/2015, p. 75.
[27] Pontificia Comisión para América Latina, Acta et Decreta Concilii Plenarii, p. [24].
[28] Pontificia Comisión para América Latina, Acta et Decreta Concilii Plenarii, p. [28].
[29] Cf. Pontificia Comisión para América Latina, Acta et Decreta Concilii Plenarii, p. [33].
[30] Cf. Pontificia Comisión para América Latina, Acta et Decreta Concilii Plenarii, p. [35-36].
[31] Cf. Pontificia Comisión para América Latina, Acta et Decreta Concilii Plenarii, p. XLVIII.
Los padres conciliares fueron en total 13 Arzobispos y 40 Obispos, veinte sedes se encontraban vacantes. Los prelados mexicanos que participaron fueron: D. Jacinto López, Arzobispo de Linares (Monterrey); D. Eulogio Gregorio Gillow, Arzobispo de Antequera (Oaxaca); D. Próspero María Alarcón, Arzobispo de México; D. Santiago Zubiría y Manzanera, Arzobispo de Durango; D. Ignacio Montes de Oca, Obispo de San Luis Potosí; D. Rafael Camacho, Obispo de Querétaro; D. Fray José María Portugal, O. M., Obispo de Saltillo; D. Atenógenes Silva, Obispo de Colima; D. Ignacio Díaz, Obispo de Tepic; D. José de Jesús Ortíz, Obispo de Chihuahua; D. Francisco Plancarte y Navarrete, Obispo de Cuernavaca; D. Francisco Campos, Obispo de Tabasco y D. Homobono Anaya, Obispo de Sinaloa.
[32] Cf. Pontificia Comisión para América Latina, Acta et Decreta Concilii Plenarii, p. [41-43].
[33] Pontificia Comisión para América Latina, Acta et Decreta Concilii Plenarii, n. 605, p. 341.
[34] Cf. Pontificia Comisión para América Latina, Acta et Decreta Concilii Plenarii, p. [58].
[35] Pontificia Comisión para América Latina, Acta et Decreta Concilii Plenarii, n. 629, p. 351.
[36] Brian Connaughton, El clero y la fundación del Estado-nación mexicano, en Las fuentes eclesiásticas para la historia social de México a cargo de Connaughton Brian y Lira Andrés, Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa, Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora, México 1996, p. 353.
[37] Cf. Brian Connaughton, El clero y la fundación del Estado-nación mexicano, p. 360.
[38] Paul Murray, The Catholic Church in Mexico. Historical essays for the general reader, I: 1519-1910, E.P.M., México 1965, p. 296.
[39] Cf. Carlos Alvear Acevedo, La Iglesia en la historia de México, Jus, México 1988, p. 282.
[40] Cf. Carlos Alvear Acevedo, La Iglesia en la historia de México, p. 284.
[41] Cf. Carlos Alvear Acevedo, La Iglesia en la historia de México, p. 287.
[42] Carlos Alvear Acevedo, La Iglesia en la historia de México, p. 295.
[43] Cf. Carlos Alvear Acevedo, La Iglesia en la historia de México, p. 298-299.
[44] Cf. P. Murray, The Catholic Church in Mexico. Historical essays, p. 296
[45] P. Murray, The Catholic Church in Mexico. Historical essays, p. 297
[46] Cf. Carlos Alvear Acevedo, La Iglesia en la historia de México, p. 315-316.
[47] Marta E. García Ugarte, Poder político y religioso, México siglo XIX, tomo II, Porrúa, México 2010, p. 1558.
«Esta teoría alcanzó un gran desarrollo y justificación en el siglo XVIII en las obras de algunos autores como Antonio Álvarez de Abreu, Víctima real legal, y Antonio Joaquín de Rivadeneyra y Barrientos,Manual compendio del Regio Patronato Indiano para su más fácil uso en materias conducentes a la práctica, publicado en Madrid en 1755. La justificación tomó dos caminos teórico-legales: una vertiente aseguraba que el vicariato “se derivaba directamente de Dios como un derecho inherente a la soberanía temporal; la segunda basaba esta autoridad en la concesión del patronato a principios del siglo XVI”. La primera vertiente, “tenía la ventaja obvia de eliminar cualquier dependencia de la Santa Sede”. La segunda reconocía la supremacía del pontífice[…] Las ideas galicanas, que sembraban el sentimiento y el deseo de alcanzar una mayor independencia de Roma, se expandieron por las lecturas, como registra Brading, de Bossuet y la historia eclesiástica del abate Fleury, todavía leídas en México a mediados de la década de los cincuenta del siglo siglo XIX y a fines del siglo».
[48] Marta E. García Ugarte, Poder político y religioso, México siglo XIX, p. 1560.
[49] Cf. Cecilia A. Bautista García, La búsqueda de un concordato entre México y la Santa Sede a fines del siglo XIX, en Estudios de historia moderna y contemporánea de México, Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, México, no. 44, julio-diciembre 2012, p. 123.
[50] Cf. Marta E. García Ugarte, Poder político y religioso, México siglo XIX, p. 1560.
[51] Cf. Cecilia A. Bautista García, La búsqueda de un concordato entre México y la Santa Sede, p. 123.
[52] Marta E. García Ugarte, Poder político y religioso, México siglo XIX, p. 1566.
[53] Laura O’dogherty, El ascenso de una jerarquía eclesial intransigente, 1890-1914, p. 192.
[54] Cecilia A. Bautista García, Hacia la romanización de la Iglesia mexicana, p. 100.
«Entendemos por romanización la reforma eclesiástica del Vaticano que se caracterizó por la paulatina centralización de las iglesias tendiente a fortalecer la autoridad de la jerarquía romana y del papado frente al poder que ejercía el clero local».
[55] Laura O’dogherty, El ascenso de una jerarquía eclesial intransigente, 1890-1914, p. 194.
[56] Cf. Emeterio Valverde Téllez, Bio-Bibliografía Eclesiástica Mexicana (1821-1943), México 1949, p. 339-342 Y Hierarchia Catholica, volúmen 8, p. 105, 382 y 557.
Ambos arzobispos ejercieron un fuerte liderazgo en la Iglesia mexicana de finales de siglo XIX y en el caso de Gillow hasta principios del XX.
[57] Cecilia A. Bautista García, Hacia la romanización de la Iglesia mexicana, p. 118.
[58] Cf. Cecilia A. Bautista García, Hacia la romanización de la Iglesia mexicana, p. 132.
[59] Cf. Cecilia A. Bautista García, Hacia la romanización de la Iglesia mexicana, p. 133-134.
[60] Cf. Hernán Menéndez Rodríguez, Iglesia y poder, proyectos sociales, alianzas políticas y económicas en Yucatán, 1857-1917, México, Nuestra América, 1995, p. 219-227.
[61] Cf. Roberto Regoli, L’Élite cardinalizia dopo la fine dello Stato Pontificio, in Archivum Historiae Pontificiae, 47(2009), 64.
[62] Cf. Roberto Regoli, L’Élite cardinalizia dopo la fine dello Stato Pontificio, p. 65-66.
[63] Cf. Cecilia A. Bautista García, Hacia la romanización de la Iglesia mexicana, p. 121-125. Ignacio Montes de Oca y Eulogio Gillow habían estudiado junto con León XIII en la Academia Eclesiástica de Nobles, pertenecían a un grupo de familias notables con riqueza y ascendencia aristocrática.