15 de noviembre 2017
En nuestras asambleas, como Jesús nos hemos detenido para escuchar el grito de de misericordia que todo sufrimiento hace oír al Señor. Hoy viviremos un día de esperanza: con la luz del Espíritu Santo encontraremos la manera de mejor mostrar y recorrer con nuestros hermanos que sufren el Camino que a cada uno nos dice: “Quiero, queda limpio”. En la curación de un leproso, Jesús nos deja ver la integralidad de la salvación que su misericordia nos ofrece. No era solo devolver la salud, sino también reconciliar a la persona consigo misma, reintegrarla a la comunidad, abrirle las puertas templo para alabar al Señor. Al curar a estos diez leprosos claramente nos dice que la misericordia de Dios a nadie excluye. También el otro quedó limpio. El Señor Jesús ha querido a través de nosotros hacer visible ahora ésta su presencia salvadora, y nosotros muchas veces hemos experimentado la hermosura de ser un reflejo de la misericordia de Dios. Con la visita del Papa Francisco el Señor ha querido darnos este nuevo impulso, que es obra de su Santo Espíritu. Esto nos llene de alegría y de confianza. “Sólo uno regresó a dar las gracias”. Para el samaritano, su curación fue realmente un signo de Dios. Lo descubrió presente en Jesús. Por ello se postró ante Él. Pero, ¿por qué los otros nueve no regresaron ni siquiera a dar las gracias, al que para ellos había sido, cuando menos, un magnífico taumaturgo? Tal vez porque miraron aquella transformación como algo a lo que tenían derecho. Sólo cuando percibimos la gratuidad del don, brota en nosotros la gratitud. Experimentarnos misericordiados, agraciados, forma parte y no secundaria de este nuestro proyecto global de pastoral. ¿Por qué? Expongo tres razones:
La gratitud hizo volver a aquel hombre a Cristo Jesús, y hemos visto en nuestra propia historia que solo en el encuentro con el Señor vivimos la conversión que nos transforma en discípulos suyos, nos hace vivir en comunión y nos impulsa a la misión. Aquello de “recomenzar desde Cristo” tiene la actualidad de cada día.
La segunda: Jesús se nos mostró como el Hijo eternamente amado por el Padre, por ello, el infinitamente agradecido. Con mucha frecuencia el Señor Jesús da gracias al Padre: “Te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra… Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien” (Mt. 11, 25-26). “Se puede decir incluso que la acción de gracias constituye el contenido esencial no sólo de la oración de Cristo, sino de la misma intimidad existencial suya con el Padre. En el centro de todo lo que Jesús hace y dice, se encuentra la conciencia del don: todo es don de Dios, Creador y Padre, y una respuesta adecuada al don es la gratitud, la acción de gracias” (San Juan Pablo II, 29 de Julio de 1987). Sin la gratitud se desdibuja en nosotros, en nuestra persona y en nuestro actuar, el rostro de Jesús.
Y la tercera: la gratitud nos hace libres para dar y para darnos, es una fuerza muy grande para vencer la autorreferencialidad, de la que tanto nos previene el Papa. Cuanto mayor es la gratitud, mayor es la libertad de dar y darnos. Por ejemplo, Tobit, al regreso de su hijo, le dice refiriéndose a su compañero de viaje: “Hijo, bien merece que tome la mitad de cuanto han traído”. Jesús es el eternamente agradecido, por ello es el infinitamente libre para dar y para darse. Comparte con nosotros todo lo que ha recibido del Padre, por nosotros permite que el Padre lo entregue y hasta entonces considera que todo ha sido cumplido. Así abre para nosotros un nuevo horizonte de realización, el de la entrega de cada día, y nos hace mirar en la gratitud una fuente inagotable de vitalidad, de alegría, de libertad.
Una vez Don Alberto me pidió proponer a un padre, un cambio de parroquia. Lo encontré en el atrio rezando vísperas. Cuando le estaba exponiendo el motivo de mi visita, no me dejó decirle el nuevo destino, me respondió: “Mire, Mister, en lo que soy he recibido más de lo que merezco. Voy a donde me diga”. Sólo agradecidos podemos tener la libertad de dar y de darnos, y así hacer presente ese otro modo de vivir, el del Reino de Dios, que buscamos hacer más transparente con nuestro proyecto global de pastoral. El Señor nos conceda la alegría de mirarnos inmensamente agraciados por su misericordia.
Hoy es la fiesta de San Leopoldo. Decía el P. Ripalda que cada uno debíamos encomendarnos al Santo de nuestro nombre. Permítanme que hoy sea nombrado ante tan venerable asamblea. No es grande como San Alberto, pero sí es un gran santo, lo mismo que San Eugenio. Dos detalles de su vida: el primero, tuvo 18 hijos y fue buen padre. Jesús es el rostro del Padre, y Dios es muy buen Padre. Ese ha de ser nuestro rostro. El segundo, reinó 40 años y fue muy querido por su pueblo. Lo gobernó rectamente haciéndose su ministro, su servidor. Es tenido por justo. El Señor ha puesto también su pueblo a nuestro cuidado. San Leopoldo nos acerca a Jesús, que por nuestro bien, se entrega en el altar.
+Mons. Leopoldo González González
Arzobispo de Acapulco