Nos alegra encontrarnos aquí, como hermanas y hermanos en Cristo, procedentes de varias regiones del país, para celebrar el amor misericordioso de nuestro Padre Dios, para confirmarnos en nuestra fe, para resaltar y fortalecer la cultura náhuatl, tan cercana al corazón de nuestra Madre de Guadalupe. Sean bienvenidas y bienvenidos todos, de cualquier cultura, unidos hoy por tercer año consecutivo para esta Santa Misa en náhuatl.
Estuvimos dudando si llevábamos a cabo esta celebración, pues nuestro pueblo está herido por los recientes terremotos, tanto en esta ciudad, como en varios Estados del país. Analizamos si era oportuno reunirnos aquí, junto a la Madre, o si era mejor quedarnos en nuestras casas, rezando y enviando algo más a los damnificados. Quien de una forma, quien de otra, ya les hemos expresado nuestra solidaridad. Sin embargo, prevaleció el criterio de venir aquí, a las plantas de nuestra Señora del Tepeyac, para dar gracias porque nos ha conservado la vida, para pedir perdón por las faltas que han agravado los desastres, sobre todo por la corrupción que no falta, y sobre todo para suplicar el descanso eterno de quienes fallecieron y apoyar la pronta ayuda para quienes perdieron todo o mucho de lo que habían logrado. Por ello, al reunirnos aquí, lo hacemos en nombre de todo nuestro pueblo y en comunión con sus dolores y sus esperanzas.
En la primera lectura de la Misa, tomada del libro Sirácide o Eclesiástico, escuchamos algo que se refiere a la sabiduría de Dios, y que se aplica perfectamente a nuestra Madre de Guadalupe: Yo soy la madre del amor, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza. En mí está toda la gracia del camino y de la verdad, toda esperanza de vida y de virtud. Vengan a mí, ustedes, los que me aman y aliméntense de mis frutos. Eso es precisamente lo que ella le decía a Juan Diego y nos dice a nosotros: ¿Por qué te preocupas tanto? ¿Que no estoy yo aquí que soy tu Madre?
A eso hemos venido: A alentar nuestra esperanza, a alimentarnos del amor de Dios y de nuestra Madre, a fortalecer el camino y la verdad que Jesucristo nos ha manifestado. Esta fe es la que da esperanza, seguridad y fortaleza a los pueblos de cultura náhuatl, ante los embates del mundo moderno, que quiere imponer un solo estilo de vida, que globaliza el individualismo y el consumismo, que destruye las familias, que desprecia a los sencillos, que prescinde de Dios, para divinizar el dinero, el poder y el placer. Nuestros pueblos resisten estos embates, pero corren el peligro de diluirse en la cultura dominante. Están amenazados de perder sus raíces y sus ricos tesoros de sabiduría.
Hermanas y hermanos de cultura náhuatl: No permitan que se pierda su cultura. Aprecien los grandes valores de humanismo, de familia, de pueblo, de vida comunitaria, de fe sencilla, de resistencia, de trascendencia. No les crean a los que dicen que sería mejor que los pueblos originarios desaparecieran, como si fueran un lastre para el progreso del país. Es todo lo contrario. Ustedes pueden aportar sus tradiciones, su manera de vivir en familia, sus consensos para llegar a acuerdos, su solidaridad comunitaria. Esto es lo que el mundo actual necesita. Ustedes lo tienen. No lo pierdan.
Nuestra Madre de Guadalupe, así como se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea, según dice el Evangelio, para estar cerca de su prima Isabel, que pasaba por necesidades propias del embarazo de una anciana, así se hizo presente en la montaña del Tepeyac, para estar cerca de este pueblo, para hablarle al corazón en su propio idioma, para devolverle la esperanza cuando se sentía derrotado y sin valor, para decirle que es el hijo más pequeño, a quien lleva en los pliegues de su túnica y en sus brazos, para cuidarlo y protegerlo. Eso que dijo a Juan Diego, nos lo sigue diciendo a todos los mexicanos, en particular a los descendientes del pueblo náhuatl.
Hermanas y hermanos de este pueblo náhuatl: La Virgen María nos ha enseñado a quererlos, a respetarlos, a valorarlos, a darles su lugar en la Iglesia y en la sociedad. No son basura, como decía Juan Diego de sí mismo; no son cola, no son escalera para que otros suban, no son sobrantes en el país. Son hijas e hijos de Dios y de la Virgen; por tanto, valen mucho y son muy dignos de confianza. Aunque algunos los sigan menospreciando, Dios y la Virgen les aman. Aunque no faltan ministros de nuestra Iglesia que se resisten a darles el lugar que les corresponde, que menosprecian su idioma y su cultura, que los relegan, que se niegan a celebrarles los sacramentos en su idioma y les imponen el castellano, sepan que el Papa les valora; sepan que obispos, sacerdotes, religiosas y otros agentes de pastoral estamos haciendo el esfuerzo por darles su lugar, por rescatar su idioma, por tener traducciones litúrgicas y bíblicas en náhuatl, por promoverlos a los diferentes ministerios eclesiales, sobre todo a la vida consagrada, al diaconado y al sacerdocio. Esperamos que no tarde mucho en que tengamos también obispos de esta cultura, así como de otras culturas indígenas. Inviten a sus hijas e hijos a consagrar su vida al Señor y al servicio de su Iglesia, para salvar a nuestra patria.
En la segunda lectura, escuchamos lo que nos dice San Pablo: Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estábamos bajo la ley, a fin de hacernos hijos suyos. Puesto que ya son ustedes hijos, Dios envió a sus corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abbá!”, es decir, ¡Padre! Así que ya no eres siervo, sino hijo; y siendo hijo, eres también heredero por voluntad de Dios.
Hermanas y hermanos todos, de la cultura náhuatl y de otras culturas: Ya no somos esclavos, ya no somos lo último de la sociedad, ya no somos atraso y vergüenza del país. Somos hijas e hijos de Dios. Somos hermanos en Cristo. Somos herederos de cuanto Dios sembró en nuestras culturas, mestizas e indígenas. Afiancémonos en Cristo Jesús, el Hijo de la Virgen María, la piedra fundamental de la Iglesia. El nos sostiene y nos impulsa. Con Cristo, por El y en El, hay esperanza, hay vida, hay futuro. Alimentémonos de su Palabra y de su Eucaristía, y seremos piedras vivas que construyen el nuevo México que anhelamos. Que así sea y que nuestra Madre de Guadalupe nos asista.
+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo de San Cristóbal de Las Casas
Responsable de Doctrina de la Fe en la CEM