de Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango
El tiempo
Iniciamos, dando una ojeada al campo filosófico: Aristóteles definía el tiempo como “la medida del movimiento según un antes y un después”. El tiempo es así, un tipo de duración o permanencia en la existencia; porque lo que no existe tampoco dura; la duración de seres inmutables es la eternidad. Por ello, en la edad media, algunos filósofos distinguían el tiempo del evo o eternidad.
En la interpretación de la historia se dan las religiones del tiempo lineal y las religiones del eterno retorno. En la interpretación lineal o de la historia salvadora, existe un despliegue lineal de la intervención de Dios en el tiempo. Podemos decir que la Biblia es el libro de la revelación de Dios y de la salvación humana en el tiempo y que nos lleva del primer paraíso, el Edén, al Paraíso final, el Cielo. Para los cristianos, la plenitud del tiempo está ligada a Jesucristo, porque, el “plazo se ha cumplido” (Mc 1,15) y “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo” (Gal 4,4). Pero cabe completar la cita con una nota amplia de la Biblia de América: la cita de Gálatas “constituye una de las más importantes reflexiones teológicas de la carta y es un pasaje que debe ser leído a la luz de Romanos cap. 8. El misterio de Dios que se manifiesta en Jesucristo, se nos revela como una Trinidad de personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu. Al Padre se le llama aquí Abba, por primera vez en el Nuevo Testamento; es una palabra cariñosa y familiar, que los judíos no utilizaban para dirigirse a Dios, pero que Jesús sí adoptó con espontaneidad para expresar su confianza filial en Dios y su entrega total a la misión encomendada” (Nota a Gal. vv 4-7).
La expresión en Gálatas 4, 4-7 “mientras éramos menores de edad, vivíamos esclavizados por los poderes cósmicos” resulta un tanto misteriosa; pero es una de las reflexiones teológicas más importantes de la carta y debe ser explicada a la luz de Rom 8. Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su propio Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo el dominio de la ley, para liberarnos del dominio de la ley y hacer que recibiéramos la condición de hijos adoptivos de Dios” (Gal. 4, 4). Con la expresión “los poderes cósmicos”, S. Pablo alude a la sensación innata de los antiguos ante los fenómenos de la naturaleza: un sismo, un huracán, una fuerte granizada o nevada, un tsunami, el diluvio, etc.
Además, el mismo S. Pablo, en el cap. 8 de su Carta a los romanos, les dice: “los que viven entregados a sus apetitos, no pueden agradar a Dios. Pero ustedes no viven entregados a tales apetitos, sino que viven según el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo” (Rom 8, 8-9). Es clásica en S. Pablo la contraposición entre carne y espíritu (o Espíritu); cuando S. Pablo establece tal contraposición, el término carne sirve para designar todo lo que hay en el hombre de pecaminoso, de oposición a Dios. Aquí nos hacemos eco de este significado empleando la expresión “apetitos desordenados”. Paralelamente, con el término “espíritu o Espíritu”, S. Pablo designa todo lo que hay en el hombre de divino.
De ahí, que el Espíritu es la norma de comportamiento cristiano, la fuerza impulsora de la acción apostólica, el inspirador de todo lo bueno. En este sentido, Espíritu y carne, están en una oposición irreductible. Aunque, a veces ambos términos tienen otro significado más cercano a la antropología expresada en el Antiguo Testamento: carne indicaría lo que el hombre tiene de pequeño y de perecedero en comparación con Dios; y el espíritu significaría todo lo que tiene el hombre de imperecedero, partícipe en algún modo, del mismo ser divino.
Los que hemos sido bautizados en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; y así iniciados en la Iglesia Católica, quedamos así marcados para seguir un itinerario en la vida presente, reflejando en nuestra vida cristiana la vida interior de la Santísima Trinidad. Las relaciones y el amor interpersonales, que hoy día primero del nuevo año festejamos en Dios Uno y Trino, con el título de la Divina Providencia, sean un buen comienzo del nuevo tiempo del año 2017, que Dios nos concede iniciar. Que también nos atraiga y nos bendiga la Santísima Virgen María, a quién festejamos hoy como Madre de Dios.
Habiendo vivido la Navidad, les deseo que no vivamos como esclavizados por los “poderes cósmicos”, sino que superando las elucubraciones de días pasados sobre la escasez y alza de las gasolinas, vivamos en Cristo quién dijo: “Yo soy la Verdad y la Vida”; que vivamos serenamente y en paz en medio de las convulsiones sociales del mundo internacional. Y que nos alcance y sostenga la bendición sacerdotal del antiguo peregrino Israel y de la primera lectura de hoy, como ya explicamos aquí.
Mons. Héctor González Martínez
Obispo Emérito