Segundo Domingo de Adviento
Isaías 40, 1-5. 9-11: “Consuelen, consuelen a mi pueblo”
Salmo 84: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos al Salvador”
II Pedro: “Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva”
San Marcos 1, 1-8: “Enderecen los senderos del Señor”
¿Cómo vivir en medio de la injusticia y la violencia? ¿Cómo sostenerse cuando todo se derrumba y el dolor está a flor de piel? Nuestro pueblo sufre, lo paraliza la inseguridad, se enfurece por las situaciones de corrupción y mentira… Nunca como ahora llegan alentadoras las palabras de Isaías: “Consuelen, consuelen a mi pueblo… díganle que ya terminó su tiempo de servidumbre”.Quisiéramos salir de este oscuro y prolongado túnel de maldad, e Isaías nos propone los métodos: Preparar el camino, enderezar los senderos… experimentar la presencia del Señor que llega lleno de poder y cuyo brazo lo domina todo. Es Adviento tiempo de despertar la esperanza, de encender las luces, de descubrir al “Dios con nosotros”.
Cuando alguien nos pregunta qué significa el Adviento, respondo que no hay palabra más bella y más profunda para describirlo que la que nos ofrece hoy San Marcos: “Evangelio”, “Buena Nueva”. Eso es el Adviento. El término “Evangelio” es una de las palabras más ricas y entrañables para un cristiano. En el mundo antiguo indicaba una noticia alegre y consoladora, que llenaba de gozo y hacía participe al pueblo de acontecimientos que podían cambiar la historia. Marcos no sólo titula así su pequeño librito, de unas cuantas páginas, sino proclama que lo anunciado por los profetas ahora tiene un verdadero inicio. Lo habían vislumbrado desde antiguo los profetas, ahora se hace realidad en el único y verdadero Evangelio que es el mismo Jesús. El primer versículo de Marcos no es sólo el inicio de una pequeña obra literaria, es el verdadero inicio de la época más plena de toda la humanidad: la presencia de Jesús, buena noticia en medio de los hombres. Pero es sólo el comienzo, a sus apóstoles, a sus discípulos, nos toca pregonar y seguir anunciando “la Buena Nueva”.
Nuestra historia parece atrapada en la fatalidad y el negativismo, sobre todo los últimos tiempos. No acabamos de recibir una mala noticia, no la digerimos aún, y ya nos están dando otra peor. Queremos cambiar muchas cosas, pero crece el sentimiento de impotencia frente al narcotráfico, frente a la violencia, robos y tantas cosas negativas. ¿Se puede ser persona de esperanza en un mundo y un ambiente donde lo más razonable parece ser el escepticismo, la duda y la resignación? ¡Claro que se puede! No con un optimismo ingenuo y barato como si todo estuviera bien, sino con la seguridad de enfrentarse a la vida desde la confianza radical en Dios. El verdadero cristiano tiene la certeza que en el seguimiento de Jesús, en sembrar su Palabra, en ser discípulo fiel, en ese consciente preparar el camino del Señor, ya se está haciendo Dios presente. Cada día es una nueva oportunidad para hacer crecer en medio de nosotros el reino de Dios y cada una de nuestras acciones, por pequeña y humilde que parezca, va engendrando esa nueva posibilidad. Y esto es el adviento: La Buena Noticia de que Jesús viene a nosotros, construye con nosotros, nos llena de esperanza.
El reino no llega solo, necesitamos construirlo y el mensajero, la voz que clama en el desierto, nos aclara las formas: “Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos”. La preparación consiste en nivelar y emparejar las relaciones entre los hombres que han de pasar de la desigualdad a la igualdad, de la injusticia a la justicia, expresadas simbólicamente en ese rellenar, allanar y enderezar que San Marcos nos propone, retomando las palabras de Isaías de la primera lectura. Urge un cambio interior de cada uno de nosotros, pero no basta ese cambio sólo interior, urge también un cambio y una conversión de las estructuras injustas y de pecado que destruyen la humanidad. Es un cambio que nos toca hacer a todos, es buscar ese mundo nuevo, sociedad nueva, en definitiva, el reino de Dios.
El Bautista, con su extraña e inquietante figura, nos advierte en su predicación que para prepararse a esta Venida del Señor se requiere conversión y arrepentimiento. Es el punto central de su predicación y es el inicio de toda su propuesta. Encontrarse con Jesús implica siempre un cambio interior, pero no podemos quedarnos en angelismos y buenas intenciones. Nuestra conversión se tiene que traducir también en un cambio exterior que nos lleve a enderezar los caminos, por eso los obispos en Aparecida nos decían explícitamente que “el anuncio de Jesucristo siempre llama a la conversión, que nos hace participar del triunfo del Resucitado e inicia un camino de transformación” y que el encontrarnos con Él siempre provoca “abrir un auténtico proceso de conversión, comunión y solidaridad”. La voz del Bautista proviene del desierto e invita a un camino de conversión ante la inminente llegada del Mesías. Su pregón no se queda resonando en el desierto de hace dos mil años, sino que busca alcanzar a la sociedad de todos los tiempos. Hoy nos toca hacer presente tanto la esperanza como las condiciones necesarias para alcanzarla. Hoy nos toca dar Buena Nueva y consuelo a nuestro pueblo, hoy nos toca despertar esperanza.
Hoy podemos mirar a Juan Bautista y aprender de él. Viene del desierto, lo más inhóspito y difícil, sin embargo viene anunciando la presencia del que es la Salvación. Sale al encuentro de los hombres y los interpela con su vida austera y con su palabra áspera. Grita su verdad y quiere que cada quien se confronte con ella. El adviento es tiempo de mirar el fondo del corazón y trastocar lo que allí anida. Es tiempo de esperanza, de conversión pero también de anuncio alegre de que ya está cerca Jesús. ¿Cómo vivimos este tiempo nosotros? ¿Qué signos concretos de esperanza y anuncio estamos ofreciendo? ¿Cómo es nuestra conversión?
Padre bueno, que nos ofreces en tu Hijo Jesús la más grande “Buena Nueva”, concédenos una verdadera conversión que nos lleve a construir caminos de justicia y paz que hagan posible la llegada de tu Hijo a nuestros corazones. Amén.