Preparar el camino del Señor, enderezar sus senderos (Mc 1,2)
Ahí está el múltiple mensaje que nos ofrece la liturgia de la palabra, al iniciar la segunda semana del Adviento. En la consigna preparad el camino, formulada por el Profeta y repetida por el Bautista y en la certeza de que el Señor ya ha venido y que aún continúa viniendo, estaría condensado lo más de nuestro quehacer en la preparación para la gran fiesta. No hace falta ser ingenieros de caminos para entender lo que pide la construcción de una autopista: una serie de infraestructuras, puentes, desvíos, desmontes. Las imágenes que emplea Isaías y repite san Juan Bautista hemos de aplicarlas a nuestra situación espiritual y humana. De modo que: los valles y los vacíos existentes en nuestra vida deberán ser rellenados, los montes de nuestra autosuficiencia o nuestro orgullo habrá que rebajarlos, lo torcido de nuestras trampas y ambigüedades deberá ser enderezado; no menos urgente es allanar lo escabroso de nuestros pecados e idolatrías.
La venida del Señor nos pide, como preparación, una actitud de fe y confiada espera. De esta manera lo expresaba san Pedro en la segunda lectura: Mientras esperáis estos acontecimientos procurad que Dios os encuentre en paz con Él, intachables e irreprochables (2P 3, 14). Palabras que contienen una doble intención: nos avisan de que hemos de estar siempre preparados, porque el Señor podría llegar en cualquier momento, al finalizar nuestro recorrido en este mundo; en segundo lugar, las palabras de san Pedro nos dicen que este encuentro definitivo con Él, será feliz, sin duda, si en estos momentos especiales reavivamos nuestra preparación para recibirlo en la Navidad. Responda, pues, cada uno a esta pregunta: ¿Qué voy a hacer para preparar y vivir en cristiano las próximas Fiestas?
Seguramente lo que hagamos tendrá mucho que ver con este nombre: CONVERSIÓN; conversión esta que siempre es un proceso y consiste en un cambio de actitud en grande o en pequeño para mejor. Transformación interior que siempre tendrá su manifestación en frutos externos, en los que nunca se ha de buscar el aplauso de nadie sino la sencilla aprobación de Dios. No podemos quedar de brazos cruzados, cuando hay tanto que hacer para lograr un mundo más justo, más humano, más cristiano. Concretando: el esfuerzo por liberarse de los propios egoísmos ha de llevarnos a realizaciones altamente positivas en las estructuras familiares, sociales, eclesiales. A esta tarea hay que echarle mucho coraje y mucho amor. Convertirse, en definitiva, es vivir en Cristo y esperar en Él.
La voz del Bautista la hace suya la Iglesia no sólo través de sus ministros sino de cada uno de sus miembros. Ellos la harán resonar en medio del desierto, desierto este en que se han convertido grandes áreas del mundo habitado, porque muchos de sus habitantes prescinden, o pretenden prescindir, de lo espiritual y lo transcendente. En todo caso, en el desierto hay oasis en los moramos todos los cristianos que hemos optado por escuchar esa voz y, por supuesto, queremos seguirla lo más fielmente posible; puede haber momentos en que cunde el desánimo por mil motivos, por ello se hace necesario volver a escuchar la llamada del Adviento, para así reemprender con ganas el camino. Sepamos también que cada uno de los moradores del oasis, con su palabra y su vida ejemplar, se transforma en pregonero del mensaje del Bautista; debes saber que ayudando a salvar al hermano, tanto al que está dentro como al que está fuera, te has salvado a ti mismo.
Concluyamos repitiendo, una vez más: en este Adviento se deberá notar, de verdad, que no sólo la comunidad sino cada uno personalmente, hemos cambiado en algo: que preparamos y ayudamos a otros a preparar el camino. Ante el desánimo o la pereza el Adviento nos invita a no perder la esperanza y a seguir trabajando para que se hagan una realidad esos cielos nuevos y tierra nueva en los que habite la justicia (2Pe 3, 13) de que nos hablaba san Pedro en su carta. El mundo mejorará si mejora nuestro entorno más cercano; para ello, de inmediato habrá que poner a nuestro alrededor un poco más de cariño, más solidaridad, más optimismo; en cristiano, más caridad.
Y para llevar a cabo todo esto contamos con el “viático”, es decir, el alimento para el camino, que nos dejó Cristo en el admirable Sacramento de la Eucaristía: su palabra y su Cuerpo y Sangre, como luz y comida para no desfallecer o desorientarnos en nuestro caminar. Como anticipo de lo que le digamos cuando llegue el momento de recibirlo sacramentalmente, aquí está nuestra oración: Haz, Señor, que la levadura de tu reino nos convierta en hombres y mujeres nuevos a la medida de Cristo Jesús, para que seamos fermento capaz de transformar desde dentro las estructuras familiares, laborales, políticas y económicas, posibilitando el nacimiento del hombre y de un mundo nuevos. Amén.
+ Mons. Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito de Durango