Mt. 2, 1-12
La Epifanía del Señor que hoy celebramos, es fundamento y exigencia del anuncio del evangelio a todos los pueblos, pues la gran Luz que irradia desde la cueva de Belén, a través de los Magos procedentes de Oriente, inunda a toda la humanidad a pesar de los obstáculos y planes perversos que se gestan en contra del plan y de la voluntad divinas “para que todos los hombres lleguen al conocimiento de la Verdad y de su Hijo Jesucristo” (cf. 1 Tim 2, 4).
Podemos establecer una comparación entre la narración de San Lucas (2, 8-20) que escuchamos en la noche de Navidad, en el cual el Evangelista habla a los pastores que van a Belén porque un ángel se les apareció y les ha anunciado que en la ciudad de David ha nacido Cristo el Salvador y, la narración de San Mateo (Mt 2, 1-12) sobre los Magos, propuesto como Evangelio de esta fiesta. De esta comparación es fácil comprender que la estrella que ha brillado a los Magos tiene la misma tarea del ángel aparecido a los pastores “anunciar el nacimiento del Mesías todas las naciones mediante el cual todas las naciones son llamadas, en Cristo Jesús, a compartir la misma herencia, a formar el mismo cuerpo y a ser partícipes de la misma promesa por medio del Evangelio” (cf. Ef 3, 5-6).
No solamente la gente pobre y simple está llamada por el cielo a encontrarse con el Señor, sino también los Magos, es decir, los sabios de la época y los extranjeros, quienes conociendo la ciencia, la cultura y las artes se sienten seguros de sí mismos. Quienes tienen la pretensión de conocer perfectamente la realidad, la presunción de haber formulado ya un juicio definitivo sobre las cosas hacen que su corazón se cierre y se vuelva insensible a la novedad de Dios.
Dios continúa a manifestarse para la salvación de todos. Solamente quien vive en la deposición de la fe y en la atención a los signos de los tiempos, logra superar los momentos oscuros de la vida y puede encontrarse con el Señor. Los Magos son el símbolo de todos aquellos que enfrentan un largo recorrido en la búsqueda de la Verdad sin ceder a las falsas propuestas que distraigan el camino de la fe, sin dejarse capturar por las sonrisas ambiguas de ideologías y de las luces que encandilan y nublan la vida del ser humano.
Estos personajes procedentes de Oriente no son los últimos, sino los primeros de la gran procesión de aquellos que, a lo largo de todas las épocas de la historia, saben reconocer el mensaje de la estrella, saben avanzar por los caminos indicados por la Sagrada Escritura y saben encontrar, así, a Aquel que aparentemente es débil y frágil, pero que en cambio puede dar la alegría más grande y más profunda al corazón del hombre.
Los dones que los Magos ofrecen a Jesús Niño representan nuestra ofrenda dominical. En la Eucaristía nosotros no ofrecemos más oro, incienso y mirra, sino a Aquel que en los santos dones está significado, inmolado, y recibido: Jesucristo nuestro Señor. La celebración eucarística es parte de nuestra respuesta fundamental a la manifestación de Dios en Cristo, y postula aún, por su propia naturaleza, la respuesta de toda la vida vivida.
«También nosotros, reconociendo en Cristo a nuestro rey y sacerdote muerto por nosotros, lo honramos como si le hubiéramos ofrecido oro, incienso y mirra; sólo nos falta dar testimonio de él tomando un camino distinto del que hemos seguido para venir» (San Agustín, Sermo 202. In Epiphania Domini, 3, 4).
La invitación es a seguir el sendero de luz que nos guía, y a abrir los ojos para dejarnos sorprender por la sencillez de un niño; a tener capacidad de asombro para mirar y admirar la estrella en medio de tanta oscuridad; tener la valentía de dejarnos conducir por la luz, a pesar de Herodes.