Templo parroquial de la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús (Santa Clara), ciudad episcopal de Santiago de Querétaro, Qro., 24 de febrero de 2018.
Se llevó a cabo la solemne celebración Eucarística, de Acción de Gracias por el XIII° Aniversario de Consagración Episcopal de Mons. Faustino Armendáriz Jiménez, obispo de Querétaro, en el Templo parroquial de la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús (Santa Clara), ubicado en la ciudad episcopal de Santiago de Querétaro, Qro., el día 24 de febrero de 2018. Mons. Faustino, presidió la celebración y concelebraron los señores obispos, Mons. Mario de Gasperín Gasperín Obispo emérito de Querétaro; Mons. Natalio Natalle Paganelli, s.x.Administrador Apostólico de la Diócesis de Makeni, Sierra Leona y gran parte del Presbiterio Diocesano, se unieron a esta Acción de Gracias muchos fieles quienes llenaron el templo de Santa Clara, el coro de la Escuela de Música Sacra, animo la celebración. En su homilía el Pastor diocesano expresó:
“En esta feliz circunstancia, en la cual como Iglesia nos encaminamos, guiados por el tiempo cuaresmal, hacia la Pascua y, en este día en el cual celebro el XIII aniversario de mi consagración episcopal, Jesús quiere que ustedes y yo, asimilemos el verdadero sentido de la Ley, y conforme a ella configuremos nuestra vida, de tal manera que en el ‘amor al prójimo’, vivamos como verdaderos hijos de Dios y en la ‘perfección’ tengamos nuestra meta. La conducta y la acción de Dios es el modelo y la línea directriz de los creyentes. No se trata de puro humanismo, en el cual la meta más elevada es la perfección del ser humano, sino la imitación de Dios. Imitar a Dios Padre, es la actitud fundamental requerida y fundamentada en la ética cristiana. Ser hijos de Dios no nos exonera del deber actuar correspondiente, por el contrario, es un requerimiento en vistas del Reino de Dios que aún no ha alcanzado su plenitud. A través de nuestra conducta, debemos mostrarnos siempre como hijos de Dios”.
A continuación les compartimos el texto completo de la homilía:
“Muy estimados señores obispos, Mons. Mario de Gasperín Gasperín Obispo emérito de Querétaro; Mons. Natalio Natalle Paganelli, s.x.Administrador Apostólico de la Diócesis de Makeni, Sierra Leona, queridos sacerdotes y diáconos, queridos consagrados, estimados hermanos laicos, hermanos y hermanas todos en el Señor:
“Sean, pues, perfectos como su padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Escuchar estas palabras en el aniversario de la propia ordenación episcopal es para mí, el regalo más hermoso que Dios en este día me quiere regalar, pues son palabras cuyo significado representa la confirmación de la llamada que fundamenta y sostienen el ser y quehacer de todo bautizado y en particular de un obispo: la santidad. ¿En qué sentido?
Jesús en el evangelio que acabamos de escuchar (Mt 5, 43-48) hace una lectura de la Torá, reinterpretando las prescripciones que Moisés ha establecido para el pueblo de Israel. Después de retomar, reinterpretar y explicar cinco de las enseñanzas centrales de la Torá, retoma, reinterpreta y explica una sexta enseñanza: aquella “sobre el amor al prójimo”. Jesús, ordena a quienes lo escuchan “Amen a sus enemigos y oren por quienes los persigues” (v. 44), rompiendo así con las habituales actitudes inculcadas, llama a configurar la propia existencia activa y positivamente en un vínculo eficaz y amoroso con los demás, para ser hijos e hijas de Dios. Llegar a ser hijos e hijas de Dios con y a través del propio actuar, constituye la motivación de base que fundamenta el comportamiento exigido por Jesús.
La enseñanza se corona con la célebre fórmula levítica que sintetiza toda la Torá: “Sean Santos, porque yo, el Señor, su Dios, soy santo” (Lv 9, 2). En esta fórmula, Jesús fundamenta toda su enseñanza. El adjetivo ‘perfecto’ se refiere tanto a la integridad corporal, a la justicia, y sinceridad en el vivir, como al irreprochable seguimiento de las prescripciones divinas (Sal 119, 1). Modelo de esta perfección es Dios mismo. En el actuar, pensar y comportarse los creyentes deben imitar a Dios: la santidad de Dios, su misericordia, bondad y amor —también con los malos e injustos— se convierte en criterio y medida de su conducta. Al practicar la justicia sobreabundante e imitar en su comportamiento a Dios, los creyentes cumplen la voluntad salvífica de Dios.
En esta feliz circunstancia, en la cual como Iglesia nos encaminamos, guiados por el tiempo cuaresmal, hacia la Pascua y, en este día en el cual celebro el XIII aniversario de mi consagración episcopal, Jesús quiere que ustedes y yo, asimilemos el verdadero sentido de la Ley, y conforme a ella configuremos nuestra vida, de tal manera que en el ‘amor al prójimo’, vivamos como verdaderos hijos de Dios y en la ‘perfección’ tengamos nuestra meta. La conducta y la acción de Dios es el modelo y la línea directriz de los creyentes. No se trata de puro humanismo, en el cual la meta más elevada es la perfección del ser humano, sino la imitación de Dios. Imitar a Dios Padre, es la actitud fundamental requerida y fundamentada en la ética cristiana. Ser hijos de Dios no nos exonera del deber actuar correspondiente, por el contrario, es un requerimiento en vistas del Reino de Dios que aún no ha alcanzado su plenitud. A través de nuestra conducta, debemos mostrarnos siempre como hijos de Dios.
Los tiempos y la realidad presente nos apremian para que cada uno de los bautizados, de manera coherente vivamos el evangelio. No podemos ver la perfección de nuestra vida como una cuestión ‘cosmética’, que según el estado de ánimo o las circunstancias de cada uno, podamos o no vivir. La perfección de la vida no es sinónimo de perfeccionismo u obsesión por llevar una vida escrupulosa. La perfección es imitar a Dios en su manera de obrar, por lo tanto, es un imperativo que se debe ver reflejado en la conducta cotidiana de todos y cada uno de nosotros. Amar al enemigo es buscar también su salvación y eso sólo se logra si podemos amar como Dios nos ama. Por eso Jesús nos dice el día de hoy: “Sean perfectos como el Padre es perfecto”. Ser perfecto no significa no equivocarse, eso sería un imposible. La perfección cristiana se mide por la capacidad de amar. No basta con decir: “yo no tengo enemigos”. Y luego permanecer indiferentes con las personas que Dios pone en nuestro camino. “Quien acoge al Señor en su propia vida y lo ama con todo su corazón es capaz de un nuevo comienzo. Logra cumplir la voluntad de Dios: realizar una nueva forma de vida animada por el amor y destinada a la eternidad”. (cf. Benedicto XVI, Ángelus del 20 de febrero de 2011).
A lo largo de estos trece años de ministerio episcopal he ido descubriendo que efectivamente Dios es así. Contra todos los esquemas, normas y leyes, ante todo y sobre todo está la persona, y por ende, todo debe estar orientado para que cada una de las personas, desde su natural concepción hasta su muerte natural, le amen y encuentren la plenitud en él. Hoy entiendo cada vez más aquellas palabras de la liturgia de consagración episcopal: “Padre santo, tu que conoces los corazones, concede a este servidor tuyo, a quien elegiste para el episcopado, que sea un buen pastor de tu santa grey y ejercite ante ti el sumo sacerdocio, sirviéndole sin tacha de día y noche” (Oración consecratoria, Ritual de órdenes, p. 53). El Señor quiere que sus servidores seamos hombres santos, de día y de noche, amándole a él, a los demás y a nosotros mismos, esto supone una perenne conversión de corazón, de la persona y de la pastoral, de tal forma que todo y todos, tengamos como norma de nuestra vida, el amor. Es por eso que en este contexto, quiero hacer mías las palabras de la oración colecta de la Misa, en la cual le hemos dicho a Dios como Iglesia: “Convierte a ti, Padre eterno, nuestro corazones, para que buscando siempre lo único necesario y poniendo en práctica las obras de caridad, nos concedas permanecer dedicados a tu servicio” (OC, MR p. 207). Que sea el Padre bueno quien convierta mi corazón hacia él, de tal forma que buscando lo único necesario y haciendo el bien a los demás mediante la caridad, su providencia me conceda continuar ejerciendo el ministerio episcopal con la alegría de sentirme su hijo.
Hoy le pido que en sus oraciones no dejen de pedir por mí, para que el Señor me conceda siempre el deseo de ser santo, el deseo de ser perfecto, y así sirviéndole en la santidad, con mis obras y mi ejemplo, ustedes y yo viviendo como verdaderos hijos de Dios, nos santifiquemos juntos.
Gracias por su oración, afecto y colaboración en mi ministerio.
Que Nuestra Señora de los Dolores de Soriano, nuestra Patrona diocesana, siga intercediendo por mí y por cada uno de ustedes, para que como verdaderos discípulos de su Hijo, no dudemos nunca en cumplir la voluntad del Señor (cf. Sal 118, 1). Amén.”
Al término de la celebración se tomaron la foto del recuerdo y Mons., Faustino recibió de parte de las fieles innumerables felicitaciones y muestras de cariño.