México y el mundo quedaron consternados por la desaparición forzosa de 43 estudiantes en Iguala. Con protestas en muchas ciudades, la sociedad pide al gobierno que traiga con vida a los normalistas, lo cual será casi imposible. ¿Por qué la violencia nos ha arrastrado tan lejos?
El pasado 26 de septiembre en Iguala (Guerrero), un grupo de policías municipales atacaron a estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, periodistas y civiles en cuatro episodios de violencia. El saldo fue de seis personas fallecidas, diecisiete heridos y la desaparición forzada de 43 estudiantes normalistas. [CNN, 27 septiembre 2014]
Las reacciones para condenar estos hechos fueron muy contundentes. Por ejemplo, la Comisión Nacional de Derechos Humanos afirmó que hubo graves violaciones a los derechos, y la Organización de Estados Americanos exigió esclarecer estas desapariciones. [Milenio, 5 octubre 2014 ; UNO TV, 7 octubre 2014]
Luego de la intervención del Gobierno federal, las investigaciones llevadas por la Procuraduría General de la República imputaron el crimen al presidente municipal de Iguala, a su esposa y al director de Seguridad Pública de ese municipio, quienes capturaron a los estudiantes y los entregaron al grupo criminal “Guerreros Unidos”, cuyos líder ordenó asesinarlos. [El Universal, 22 octubre 2014]
Es indignante que las autoridades civiles estén en contubernio con las bandas de criminales. Queda más que patente que una de las causas de este triste caso de la desaparición de los normalista es la corrupción, la cual es ya un mal generalizado no sólo en nuestro País, sino en una gran cantidad de naciones del mundo.
El caso Ayotzinapa nos hace ver que ya es tiempo de combatir con eficacia la corrupción; sin embargo, son pocas las voces que abiertamente la han condenado y que han advertido a los ciudadanos de que la corrupción no puede ser un modo de ganarse el sustento diario.
Recientemente, el Papa Francisco ha alzado su voz contra este mal social, en un discurso dirigido a juristas de varias partes del mundo. Con suma claridad, el Pontífice afirmó que “la corrupción es un mal más grande que el pecado. Más que perdonado, este mal debe ser curado”.
El Santo Padre dio como una radiografía de este mal: “La corrupción se volvió natural, al punto de llegar a constituir un estado personal y social ligado a la costumbre, una práctica habitual en las transacciones comerciales y financieras, en las licitaciones públicas, en toda negociación que involucre agentes del Estado. Es la victoria de las apariencias sobre la realidad, de la insolencia impúdica sobre la discreción honorable”.
El Romano Pontífice trazó un crudo retrato de la persona corrupta: “existen pocas cosas más difíciles que abrir una brecha en el corazón de un corrupto”, porque un “corrupto atraviesa la vida por los atajos del oportunismo, con el aire de quien dice: ‘Yo no fui’, llegando a interiorizar su máscara de hombre honesto”. [Vatican Insider, 24 octubre 2014]
Hacen falta acciones eficaces contra la corrupción. Como ésta tiene su origen en el interior de cada persona, nunca serán suficientes sólo medidas extrínsecas (secretarías, contralorías, inspecciones…). Es necesario cambiar las mentalidad y el corazón de las personas. Y así entramos en el terreno de la religión.
Es un buen momento para que los ciudadanos pensemos si fomentar la sincera práctica religiosa puede ser el gran detonador para iniciar la tan ansiada limpieza moral de la nación. Y también para que reflexionemos cuánto contribuye el alejamiento de la fe a que una sociedad se corrompa.
Luis-Fernando Valdés