La ciudad de Santiago de Querétaro, en especial el llamado centro histórico, es una herencia que recibimos y que tenemos el deber de cuidar y mejorar. Los que ahora disfrutamos de ella ni la trazamos ni construimos sus edificios, templos, callejuelas y plazas; la recibimos como patrimonio común, es decir, como herencia de nuestros padres, algo sagrado que debemos honrar y conservar.
Por cristianos y bajo el amparo de la Iglesia católica fue construida esta herencia cultural y espiritual que recibimos. De ello dan testimonio no sólo los numerosos templos, conventos, iglesias, monasterios y casas de servicio social y de caridad que la adornan, sino que su misma estructura civil y urbana está pensada para el encuentro, la convivencia y la fraternidad, valores brotados todos ellos del evangelio. Sus plazas, andadores y atrios están diseñados para favorecer el encuentro ciudadano y el esparcimiento familiar y así tejer el entramado social que exige toda ciudad a la medida del hombre. A este conjunto armonioso bien podemos llamarle “alma cristiana” de la ciudad, que constituye el valor agregado que percibe el visitante, aunque el promotor turístico moderno ni siquiera lo llegue a sospechar. Cuando se padece amnesia histórica y cultural, ciudadanos y ciudad quedan expuestos a cualquier arbitrariedad, aunque se le llame modernidad.
Los fundadores supieron anteponer la dignidad de las personas, la vida familiar y la convivencia social al simple lucro, a la ganancia fácil, no digamos al espectáculo vulgar. Planear o remodelar una ciudad pensando sólo en lo redituable con detrimento de las personas, es pervertir de raíz su naturaleza eminentemente social. Ofensivo resultaría —a modo de ejemplo— comparar el tañido de las campanas, que educaron no sólo el oído sino el alma queretana, con los groseros altavoces que agreden al ciudadano e impiden la comunicación. El llamado centro histórico no puede cargar con todas las exigencias que requiere y merece hoy el ciudadano, y que no le ha sabido ofrecer la deficiente planeación del crecimiento urbano actual. Las así llamadas plazas comerciales de ninguna manera satisfacen las necesidades de una auténtica cultura social, pues miran al ciudadano como objeto de lucro y a nivel de mercancía; no más. Los modernos fraccionamientos, cerrados y con vigilancia policial, no pueden generar sino conductas individualistas y antisociales que conducen a la discriminación y terminan en la agresión.
Los templos no son sólo patrimonio de los católicos sino de la ciudad y exigen cuidado y protección. El tenerlos cerrados por largas horas a causa de la inseguridad, es un abuso que se debe corregir. Los sacerdotes son los guardianes de los recintos sagrados pero, sobre todo, son los custodios del espíritu religioso y alma cristiana de la ciudad; por eso, se les debe reconocer la contribución que brindan al bienestar, a la convivencia y a la paz social mediante su acción pastoral. La experiencia y la sabiduría que acompañan tanto a las grandes órdenes religiosas que están en el corazón de la ciudad como a los sacerdotes diocesanos, pueden ofrecer un aporte valioso para la conservación y mejoramiento del alma cristiana de esta ciudad episcopal. La instalación de locales o espacios contrarios a este espíritu (cualesquiera sean los nombres eufemísticos que se utilicen), deben ser considerados como ajenos y opuestos a la identidad cultural, histórica y espiritual de esta noble ciudad; sus moradores lo experimentan como una agresión, ante la cual las familias prefieren la huída y el abandono, asunto de suma gravedad. La ciudad se mejora dignificando la vida de sus ciudadanos, deber primario de la autoridad. Las fiestas del Bicentenario nos ofrecen una magnífica oportunidad que habría que aprovechar.
† Mario de Gasperín Gasperín Obispo de Querétaro