XXIV Domingo del Tiempo Ordinario – Lc. 15, 1 – 32
Hoy se nos presentan tres parábolas con una invitación muy concreta, acogernos a la misericordia divina, además de que nos presentan con mucha claridad la fragilidad humana.
De manera magistral, el evangelista San Lucas destaca en su narración el riesgo del pastor, la diligencia de la mujer y el amor de aquel padre cariñoso que cierra los ojos por amor a su hijo que regresa, marcado por los estigmas de sus errores y con el lastre de una conciencia que reconoce su pecado. Pero además, las tres parábolas presentan un común denominador de alegría, fruto de haber podido encontrar lo perdido. Una alegría que solo tiene quien vive una experiencia semejante, como la del Padre bueno y misericordioso, y quien reprende a su hijo mayor: “Deberías también alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha resucitado.
Jesus refiere de inmediato este gozo al que sin duda tiene Dios cuando tu y yo nos dejamos encontrar por Él: “Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión”.
Con estas comparaciones responde Jesús a los escribas y fariseos el reproche y señalamientos, ya que él se involucra y se deja tocar por los pecadores: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”.
Jesús nos devela a un Dios que está más interesado en recuperar lo perdido que en guardar lo que nunca se le va a extraviar; más se fatiga por recuperar lo que es suyo que por conservarlo en su poder. Por ello Jesús no impidió a los que eran considerados malos que le acompañaran, y no fue porque desconociera su malicia o la disculpara, sino porque quería darles la oportunidad de convertirse.
Bien sabía Jesús que la ilusión más grande que puede alimentar Dios está en la conversión del pecador. Quizás no lo entendamos, como el hijo mayor de la parábola, pero la fidelidad de todos los que nunca le han abandonado no le produce tanto gozo, como el retorno del que un día lo dejo. Recuperando lo perdido, recupera lo que es suyo y la alegría.
Todos los pródigos que alguna vez regresamos a la casa paterna, hemos sentido esa paz del abrazo paterno, que con el ingrediente del perdón y la misericordia, destruye el pasado cruel y vergonzoso. Pero es necesario gozarnos con la alegría de Dios, que celebra nuestro retorno.
Para poder contribuir en el proyecto del Reino, es necesario que esta experiencia la compartamos a los demás, por ello, cuando salimos a recorrer las calles en la Misión permanente, hablamos del amor de Dios no como una teoría aprendida de manera excelente y rutinaria, sino como un testimonio que se comparte a los hermanos que se avergüenzan de sí mismos, angustiados por alguna situación familiar o por algunos tropiezos en la vida. Por ello el misionero, como Jesús, es generador de esperanza y quiere inyectar la misericordia y ternura de Dios en el dolorido corazón de muchos, que necesitan la sanación de Dios.
Estamos convencidos de que el camino evangelizador hoy, es decir, el medio para llevar buenas noticias, somos cada uno de nosotros, que tenemos que “entregar la estafeta de manera personal”, nos lo señala el Papa Francisco, ya que la misión es un legado que hay que compartir con los hermanos personalmente, casa por casa, familia por familia.
Alguien nos espera en este momento, tú y yo somos el pretexto para que ese “alguien” regrese a la casa paterna.
Una oración: “Señor, te criticaban por frecuentar todo tipo de gente, por no hacer de menos a los más pobres, por tener amistad con mujeres mal vistas. Haz que seamos respetuosos y tolerantes, constructores de encuentro y fraternidad, comprometidos con la justicia en el mundo. Ayúdanos a construir tu Reino y esa gran familia humana donde nos tratemos como hermanos y disfrutemos de tu amor de Padre. Amén”.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro