En el texto evangélico se expresa una fuerte llamada a la coherencia de la vida, partiendo de una parábola, Jesús habla de dos hijos, a los cuales el padre da la misma orden: “Hijo, vete hoy a trabajar en la viña” el primero responde con reli-gioso respeto y docilidad, pero no va a trabajar en la viña como había prometido; el segundo hijo, en cambio responde con arrogancia e insolencia en sentido negativo, pero al final reflexiona y va a trabajar en la viña.
La moral de la parábola es tan clara que Jesús quiere que sean sus mismos oyentes a aceptarla: ¿Quién de los dos ha cumplido la voluntad del Padre?, pregunta Jesús. No hay duda que el último. La parábola subraya el contraste que existe entre el “decir” y el “hacer” entre la “palabra” y la “acción”. No basta el simple conocimiento teórico del evangelio o la adhesión verbal a Él, es necesaria la conversión total de manera que las enseñanzas de Jesús sean traducidas en una conducta de vida. El sí de la boca es insuficiente, aquel decisivo es el sí de los hechos. Podemos decir que no existe afirmación de fe que no pueda y no deba ser verificada en la praxis de la vida cotidiana. En el Reino de Dios entra sólo quien hace la voluntad del Padre: “No todo el que me diga Señor, Señor entrará en el Reino de los cielos, sino aquel que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21).
El Apóstol Pablo nos da el punto de referencia de nuestra obediencia al Padre. Estamos invitados a tener en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús, “el cual siendo de condición divina, se anonadó a si mismo tomando la forma de siervo… se humilló así mismo haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz” (Cfr. Fil 2, 6-8). El texto paulino sintetiza las diferentes etapas del misterio de Cristo: su preexistencia divina, el anonadamiento en la condición de siervo en el misterio de la encarnación y una ulterior humillación hasta la muerte de cruz, a la cual sigue la exaltación. A nosotros interesa aquí subrayar que estas etapas son vividas por Cristo bajo el signo de la obediencia al Padre. En la fe cristiana la voz de Dios viene comprendida de nuevo y reinterpretada como una respuesta de diálogo, amistad e intimidad de amor.
En la celebración eucarística nosotros comulgamos sacramentalmente con el misterio de la muerte de Cristo y por lo tanto de su humillación y su obediencia. Sin embargo notamos que la participación sacramental exige una coherencia existencial que va más allá del momento estrictamente ritual. Con el Salmo 24 la Iglesia de los pecadores, de los pobres y de los rectos de corazón grita una súplica a Dios y al mismo tiempo se confía con fe absoluta al Señor. Al mismo tiempo que pedimos perdón de nuestros pecados, pedimos ser iluminados por Él sobre la vía que hay que seguir: “Hazme conocer, Señor, tus caminos, enséñame tus senderos”.
† Faustino Armendáriz Jiménez IX Obispo de Querétaro