Queridos hermanos y hermanas:
1. Con júbilo y alegría les saludo en el Señor Jesucristo, la verdadera Pascua de nuestra salvación (cf. Melitón de Sardes, n. 65-71: SC 123, 97-101). Esta noche santa nos recuerda el culmen y el centro de la historia en la que Dios, por medio de su Hijo, regenera la humanidad, herida por el pecado y por la muerte. ¡Alégrense conmigo! porque ¡Cristo ha resucitado!, venciendo las ataduras de la muerte y por consiguiente nos ha devuelto la libertad con la que fuimos creados. Este es el fundamento de nuestra fe, el contenido de nuestra esperanza y la razón de nuestra caridad.
2. Al celebrar en esta noche santa la gran solemnidad de la resurrección, somos testigos de que Dios desea confirmarnos en su amor y que sus entrañas de Padre se conmueven ante una humanidad que sufre por la falta de fe y de esperanza, revelando así el deseo de una nueva creación cuyo centro sea Jesucristo, quien resucitando de entre los muertos, nos llama con voz potente: “Vengan, pues, ustedes todos, los hombres que se hallan enfangados en el mal, reciban el perdón de sus pecados. Porque yo soy su perdón, soy la Pascua de salvación, soy el Cordero degollado por ustedes, soy su agua lustral, su vida, su resurrección, su luz, su salvación y su Rey. Puedo llevarles hasta la cumbre de los cielos, les resucitaré, les mostraré al Padre celestial, les haré resucitar con el poder de mi derecha” (San Melitón de Sardes, Homilía sobre la Pascua 2-7,100-103).
3. Queridos hermanos y hermanas, durante estos cuarenta días, nos hemos preparado mediante un itinerario cuaresmal, para este momento que nos toca vivir a cada uno de nosotros y que tras la experiencia de ser bautizados, deseamos renovar y asumir como un compromiso que nos libere del miedo y nos convierta en testigos creíbles de la agradable noticia de la resurrección. Pero en realidad ¿qué fue lo que pasó aquella noche? Es importante que respondamos a esta interrogante, pues solamente cuando se haya entendido mediante la fe y experimentado en la propia vida, el mensaje de la resurrección se podrá anunciar.
4. En el recorrido bíblico – litúrgico, característico de esta noche, hemos visto como mediante signos y prodigios, Dios ha llevado la historia de una manera extraordinaria, buscando que los hombres y mujeres de todos los tiempos puedan encontrarse con él, a fin de que todos lleguen al conocimiento de la verdad. Una historia que encuentra su culmen en la revelación de su Hijo, quien en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo y llevando a cumplimiento las profecías sobre la nueva historia asume las palabras del profeta Isaías: “No se acuerden de las cosas pasadas, no piensen en las cosas antiguas; yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta? Sí, pondré un camino en el desierto y ríos en la estepa” (Is 43 18-19). Este camino en el desierto actual de nuestro tiempo y este río en la estepa, es la vida nueva de la gracia, la vida de Dios, asumida como un estilo de vida capaz de trasformar el mundo y la historia.
5. Hemos escuchado en la lectura del evangelio la narración que san Lucas nos hace de la resurrección (Lc 24, 1-12). Un relato particularmente complejo, pues como todos los testimonios del Nuevo Testamento, no deja duda alguna de que en la resurrección del Hijo del hombre, ha ocurrido algo completamente diferente. La resurrección de Jesús ha consistido en un romper las cadenas para ir hacia un tipo de vida totalmente nuevo, a una vida que ya no está sujeta a la ley del devenir y de la muerte, sino que está más allá de eso; una vida que ha inaugurado una nueva dimensión de ser hombre. Un vivir desde Dios de un modo nuevo y para siempre, una posibilidad que interesa a todos y que abre un futuro de esperanza para todos, un tipo nuevo de futuro para la humanidad. La resurrección de Cristo de entre los muertos, es un acontecimiento universal que abarca todas las épocas y a todos los hombres. Con ella el Señor inauguró de manera definitiva una nueva dimensión de la existencia humana. Pues Jesús Resucitado, no ha vuelto a la vida humana normal de este mundo como Lázaro y los demás muertos que resucitó. Él, ha entrado en una vida distinta, nueva; en la inmensidad de Dios y, desde allí, Él se manifiesta a los suyos. Con su resurrección Cristo, el Señor, instaura una nueva etapa en la historia del hombre absolutamente sin precedentes, único, que va más allá de los horizontes usuales de la experiencia. Es un proceso que se ha desarrollado en el secreto de Dios, entre Jesús y el Padre, un proceso que nosotros no podemos describir y que por su naturaleza escapa a la experiencia humana. ¡Solo aquella noche conoció el momento en que Cristo resucitó del abismo¡ (cf. Pregón Pascual).
6. Sin embargo, todo esto no se queda en una realidad “etérea”, o un cúmulo de ideas. Es la experiencia personal de fe que las mujeres: María Magdalena, Juana, María la madre de Santiago y las demás que estaban con ellas (cf. Lc 24 10), anunciaron a los Once y a todos los demás y, que sin lugar a dudas, tuvo la fuerza de transformar su vida y su cultura, no sólo religiosa, sino política y social, viendo cumplidas de manera profética, las palabras que Jesús mismo, cuando estaba en Galilea, les había dicho.
7. Queridos hermanos y hermanas, ustedes y yo, en esta noche santa estamos aquí porque la experiencia de Jesús se nos ha trasmitido por la predicación y por el anuncio del evangelio y aquella experiencia de las mujeres “el primer día después del sábado, muy de mañana, en el sepulcro” (Lc 24, 1), ha resonado en nuestros oídos y en nuestro corazón. Todos nosotros hemos sido incorporados algún día en esta maravillosa aventura, por medio del bautismo y de la predicación, haciendo nuestra la victoria de Cristo; reconociéndole a él como el Señor de nuestra historia y de nuestra vida. Fijando la mirada del alma en las llagas gloriosas de su cuerpo transfigurado, podemos entender el sentido y el valor del sufrimiento, podemos aliviar las múltiples heridas que siguen ensangrentando a la humanidad, también en nuestros días. En sus llagas gloriosas reconocemos los signos indelebles de la misericordia infinita del Dios del que habla el profeta: él es quien cura las heridas de los corazones desgarrados, quien defiende a los débiles y proclama la libertad de los esclavos, quien consuela a todos los afligidos y ofrece su aceite de alegría en lugar del vestido de luto, un canto de alabanza en lugar de un corazón triste (cf. Is 61, 1.2.3). Si nos acercamos a él con humilde confianza, encontraremos en su mirada la respuesta al anhelo más profundo de nuestro corazón: conocer a Dios y entablar con él una relación vital que colme de su mismo amor nuestra existencia y nuestras relaciones interpersonales y sociales. Para esto la humanidad necesita a Cristo: en él, nuestra esperanza, “fuimos salvados” (cf. Rm 8, 24).
8. Estamos viviendo el año de la fe, que quiere ser precisamente un oportunidad para tomar conciencia de lo que significa ser bautizado, por ello, esta Pascua adquiere un carácter muy particular. Hagamos nuestras las palabras del Apóstol: “por el bautismos fuimos sepultados con él en su muerte, para que así, como Cristo resucitó de entre los muertos para la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva” (Rm 6, 4); abramos el corazón a Cristo muerto y resucitado para que nos renueve, para que nos limpie del veneno del pecado y de la muerte y nos infunda la savia vital del Espíritu Santo: la vida divina y eterna. Sí, éste es precisamente el núcleo fundamental de nuestra profesión de fe; éste es hoy el grito de victoria que nos une a todos. Y si Jesús ha resucitado, y por tanto está vivo, ¿quién podrá jamás separarnos de Él? ¿Quién podrá privarnos de su amor que ha vencido al odio y ha derrotado la muerte? Que el anuncio de la Pascua se propague por el mundo con el jubiloso canto del aleluya. Cantémoslo con la boca, cantémoslo sobre todo con el corazón y con la vida, con un estilo de vida simple, humilde, y fecundo de buenas obras. Cantémoslo de manera sinfónica en unión con la Iglesia Diocesana que está en Misión Intensiva. Cantémoslo en la familia, en el trabajo, en la escuela, en la oficina, entre los pobres y entre los que no han oído de Jesús.
9. En unos momentos Karen, tu recibirás el bautismo y en él, serás sepultada al pecado y resucitará a la vida nueva en Cristo; la fe que es un don, te haga una profunda y enamorada discípula y misionera de Jesús, que con el estilo de vida nuevo que te da el bautismo, seas “luz del mundo y sal de la tierra” (Mt 5, 13.14). El camino de la fe que hoy empieza para ti, se funda por ello en una certeza, en la experiencia de que no hay nada más grande que conocer a Cristo y comunicar a los demás la amistad con Él; sólo en esta amistad se entreabren realmente las grandes potencialidades de tu condición humana y podrás experimentar lo que realmente es bello, verdadero, bueno y lo que realmente te hace feliz.
10. A ustedes, queridos padrinos, se les confía la importante tarea de sostener y ayudar en la maduración de la fe, estando a su lado en la transmisión de las verdades de la fe y en el testimonio de los valores del Evangelio, en hacer crecer a Karen en una amistad cada vez más profunda con el Señor. Estén dispuestos siempre a ofrecerle su buen ejemplo a través del ejercicio de las virtudes cristianas. No es fácil manifestar abiertamente y sin componendas aquello en lo que se cree, especialmente en el contexto en que vivimos, frente a una sociedad que considera a menudo pasados de moda y extemporáneos a quienes viven de la fe en Jesús. Sin embargo, dice san Pablo: “todo lo puedo en aquel que me fortalece” (Fil 4, 13).
11. Hermanos y hermanas, sintámonos felices porque hoy es Pascua y porque Cristo ha resucitado, “Ha sido inmolado nuestra víctima pascual, Cristo; celebremos, pues, la Pascua con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad. Aleluya” (Ant. de la comunión). ¡Felices pascuas de resurrección a todos ustedes! Amén.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro