Queridos hermanos y hermanas:
1. Les saludo en el amor de Cristo, en esta tarde santísima en la que de manera dramática y solemne, contemplamos el misterio de la redención, y en la que palabra y fe se encuentran para profesar que este amor se hace palpable y que la cruz, erguida sobre el mundo, sigue en pie como signo de salvación y de esperanza para una humanidad que muchas veces sufre por la falta de este amor en su historia. Mientras el mundo da las vueltas de su pequeña historia, nosotros ahora en silencio y con devoción, contemplamos el drama del calvario y de la cruz victoriosa. Creemos y reconocemos que sólo en Dios está nuestra esperanza.
2. La liturgia de esta tarde nos orienta a reconocer y valorar el amor de Dios. San Juan lo subraya bien cuando afirma que “Dios es amor” (1 Jn 4,8.16); con ello no quiere decir sólo que Dios nos ama, sino que el ser mismo de Dios es amor. Estamos aquí ante la revelación más esplendorosa de la fuente del amor. Pero quizá nos surja la pregunta: ¿Cómo se nos manifiesta Dios-Amor? Aunque los signos del amor divino ya son claros en la creación, la revelación plena del misterio íntimo de Dios se realizó en la Encarnación, cuando Dios mismo se hizo hombre. En Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, hemos conocido el amor en todo su alcance. De hecho, “la verdadera originalidad de la revelación en Cristo, no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, en su persona misma que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito” (cf. Benedicto XVI, Carta encíclica sobre el amor de Dios Deus caritas est. n. 12). La manifestación del amor divino es total y perfecta en la Cruz, como afirma san Pablo: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,8). La salvación, queridos hermanos, es de Dios para todos los hombres y para todo el hombre. Por tanto, cada uno de nosotros, puede decir sin equivocarse: “Cristo me amó y se entregó por mí” (cf. Ef 5,2). Redimida por su sangre, ninguna vida humana es inútil o de poco valor, porque todos somos amados personalmente por Él, con un amor apasionado y fiel, con un amor sin límites.
3. Al celebrar hoy esta liturgia, se desvelará en unos momentos más ante nosotros la cruz, la cual adoraremos porque de ella nos viene la salvación. No es el madero en sí, sino a Cristo Rey a quien adoramos. Es a Cristo a quien veneramos y adoramos en la cruz, al que está clavado en la cruz, al que en la cruz se ha hecho por nosotros Cruz. La Cruz tiene mucho que enseñarnos, en primer lugar nos revela el misterio de amor que Dios ha tenido para cada uno y al mismo tiempo nos desvela el camino a la glorificación. Dice San Pablo: “En cuanto a mí, líbreme Dios de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo; por él, el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6, 14). Mediante la acción salvífica de Cristo, muerto en la cruz y resucitado mediante el Espíritu, se manifiesta el destino último del hombre, “Dios nos ha destinado no para la ira, sino para obtener la salvación por nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros, para que velando o durmiendo vivamos junto con él” (1Tes 5, 10).
4. La Cruz, locura para el mundo, escándalo para muchos creyentes, es en cambio “sabiduría de Dios” para los que se dejan tocar en lo más profundo del propio ser, “pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Co 1,24-25). Más aún, el Crucificado, que después de la resurrección lleva para siempre los signos de la propia pasión, pone de relieve las “falsificaciones” y mentiras sobre Dios que hay tras la violencia, la venganza y la exclusión. Cristo es el Cordero de Dios, que carga con el pecado del mundo y extirpa el odio del corazón del hombre. Ésta es su verdadera “revolución”: el amor. Sin embargo, quizá hoy lo más difícil no es reconocer que necesitamos ser salvados y que Cristo murió por nosotros, sino que la salvación sea gratuita; que nada nos cuesta a nosotros porque ya le costó a Jesús hasta la última gota de su sangre preciosa. Tal vez el fondo del problema consiste en que no nos sintamos merecedores del don, como para que Dios nos ame de manera incondicional, sin cobrarnos nada a cambio y en lo más profundo es porque nosotros mismos, ni nos amamos, ni nos valoramos como él lo hace. Necesitamos sentirnos que valemos mucho a los ojos de Dios.
5. Hemos escuchado en la pasión que san Juan nos relata, que Jesús grita en la Cruz: “Tengo sed” (Jn 19,28), revelando así una ardiente sed de amar y de ser amado por todos nosotros. Sólo cuando percibimos la profundidad y la intensidad de este misterio, nos damos cuenta de la necesidad y la urgencia de que lo amemos “como” Él nos ha amado. Esto comporta también el compromiso, si fuera necesario, de dar la propia vida por los hermanos, apoyados por el amor que Él nos tiene. Ya en el Antiguo Testamento Dios había dicho: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18), pero la novedad de Cristo consiste en el hecho de que amar como Él nos ha amado significa amar a todos, sin distinción, incluso a los enemigos, “hasta el extremo” (cf. Jn 13,1). El grito de Cristo en la cruz, sigue resonando en nuestra ciudad y entre tantos hombres y mujeres con los cuales nos encontramos en el diario vivir. La sed que Jesús tiene es una sed por sentirse amado, porque muchos seamos quienes lo conozcamos. Queridos hermanos, si ustedes y yo ya lo hemos conocido y sabemos que él es el Cristo, el Hijo de Dios. Es necesario que lo anunciemos. Que anunciemos la pedagogía de la cruz, como la respuesta de Dios a tantas interrogantes humanas, que muchas veces por no encontrar un respuesta convincente, terminan en mezquindad y en esclavitud.
6. Quiero invitarles a que estemos atentos a lo que San Pablo dice en su carta a los filipenses: “hay muchos que se portan como enemigos de la cruz de Cristo. Su fin es la predicción, su dios es el vientre, su gloria está en aquello que los cubre de vergüenza, y no aprecian sino las cosas de la tierra” (cf. Fil 3, 18-19). La glorificación no viene sino por la Pasión, tal es la misteriosa ley de toda perfección cristiana; esta no se consigue sino por la muerte por la cruz. Porque la vida eterna de Dios es tan infinitamente preciosa, tan insondablemente profunda, tan henchida de plenitud y de riquezas de amor, que solamente puede adquirirse mediante la entrega de todo lo terreno. El que no arriesga su vida, no puede alcanzar la vida.
7. No honremos pues, sólo externamente la santa cruz, ensalzándola, adorándola, besándola; honrémosla, sobretodo imitando al Salvador, que es la verdadera Cruz. ¡En esta vida estemos dispuestos a cualquier sacrificio! Puesto que la leve tribulación de un momento nos procura, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna a cuantos no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las cosas visibles son pasajeras más las invisibles son eternas. De esta manera, de cruz temporal de dolor que es, se nos convertirá en eterna Cruz de gloria.
8. ¡Alza tu frente pueblo cristiano! ¿Por qué desmayas ante la luz? Aquí la tienes, está en tu mano. ¡Animo firme! ¡Viva la Cruz! Amén.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro