Queridos hermanos y hermanas:
1. Hoy, con grande alegría, hemos venido hasta los pies de nuestra Señora de los Dolores de Soriano, con el corazón en las manos, lleno de agradecimiento y para encomendar al Dios grande y bueno, el año jubilar que la Iglesia nos regala, ofreciendo la acción de gracias por los 150 años de la erección canónica de nuestra amada Diócesis. Reconocemos que “el Señor ha estado grande con nosotros y por eso estamos alegres” (cf. Sal 126,3). Les saludo en el Señor, a cada uno de ustedes, de manera muy especial a quienes integran los Consejos Parroquiales de Pastoral, saludo a los señores Vicarios Generales, al Vicario Episcopal de Pastoral. A los padres Decanos. A cada uno de ustedes sacerdotes y diáconos, y a los miembros de la Vida Consagrada. “Llegue a ustedes la gracia y la paz que proceden de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo” (1 Cor 1,3).
2. Significativamente hemos iniciado esta hermosa asamblea peregrinando hasta este lugar, desde nuestras diferentes comunidades parroquiales y eclesiales, manifestando lo que somos, una Iglesia Particular que peregrina en esta tierra, buscando hacer efectivo el plan de Dios en nuestra vida y respondiendo concretamente al proyecto de Dios con nuestra actividad misionera y evangelizadora. Lo hacemos, providencialmente en el contexto en el que la Iglesia universal, celebra el año de la fe. Con el firme propósito de poner a Cristo como centro del cosmos y de la historia, y en el anhelo apostólico de anunciarlo a todo el mundo. El Papa Benedicto XVI nos decía al inaugurar el año de la fe: “este año puede ser equiparado como una peregrinación en los desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que es esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas, como dice el Señor a los apóstoles al enviarlos a la misión (cf. Lc 9,3), sino el evangelio y la fe de la Iglesia,” (cf. Benedicto XVI, Homilía en el inicio del año de la fe, 11/10/2012). Desde que en el año 1864 mi venerado hermano, D. Bernardo Gárate López Arizmendi, impulsó con espíritu apostólico y misionero la gestación y cimentación de la vida diocesana, y mediante la labor de mis hermanos Obispos que han servido en esta Diócesis durante estos años, Dios nos ha mirado con misericordia y benevolencia, pues los frutos de esta labor apostólica, hoy los podemos ver y experimentar en una fe que se manifiesta de manera palpable, en la presencia de cada uno de nosotros y de muchos que hoy se unen en espíritu a esta celebración. Sin embargo, los desafíos que como Iglesia diocesana enfrentamos son innumerables. Con alegría podemos decir que estamos asumiendo el desafío principal: llegar a ser una Iglesia en misión permanente, que haga de cada comunidad escuela de discípulos – misioneros.
3. Al escuchar la Palabra de Dios, vemos en el evangelio una escena que nos revela el cumplimiento de las escrituras y cómo Dios nos confirma en la fe. Cristo en el patíbulo de la cruz, aparece reinando, en el centro y el culmen de la historia. Allí en el supremo acto de amor da testimonio de la verdad de un Dios que es amor (cf. 1Jn 4,8-16) y que quiere establecer un reino de justicia, de amor y de paz. Quien está abierto al amor, escucha este testimonio y lo acepta con fe, para entrar en el reino de Dios. Pero, Jesús no está solo, está rodeado de quienes se han unido a su misterio redentor de manera más estrecha. Quisiera que nos fijáramos en la figura de María. “Quien avanzó en la peregrinación de la fe y se mantuvo fiel en la unión con su Hijo hasta la cruz, donde estuvo de pie, sufriendo intensamente con su Hijo y uniéndose a su sacrificio con corazón de madre, dando con fu fe, su consentimiento para su inmolación” (cf. Const. Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, 58). Ella, recibe de labios de su Hijo su nueva misión, ser la madre del discípulo Juan y por lo tanto madre de la Igleisa. De esta manera, María y Juan, son el modelo de aquel a quienes en el Hijo lleguen a ser verdaderos hijo de Dios, objeto de su amor salvífico. Con su sacrificio, Jesús nos ha abierto el camino para una relación profunda con Dios: en él hemos sido hechos verdaderos hijos adoptivos, hemos sido hechos partícipes de su realeza sobre el mundo. Ser, pues, discípulos de Jesús significa no dejarse cautivar por la lógica mundana del poder, sino llevar al mundo la luz de la verdad y el amor de Dios, hasta el grado de dar la vida en la cruz. La Iglesia se siente discípula y misionera de este Amor: misionera sólo en cuanto discípula, es decir, capaz de dejarse atraer siempre, con renovado asombro, por Dios que nos amó y nos ama primero (cf. 1 Jn 4, 10). La Iglesia no hace proselitismo. Crece mucho más por “atracción”: como Cristo “atrae a todos a sí” con la fuerza de su amor, que culminó en el sacrificio de la cruz, así la Iglesia cumple su misión en la medida en que, asociada a Cristo, realiza su obra conformándose en espíritu y concretamente con la caridad de su Señor.
4. Queridos hermanos y hermanas, escuchar este trozo del evangelio en este día, es muy significativo y esperanzador, pues nos alienta y nos confirma en la tarea de asumir el desafío de llegar a ser verdaderos discípulos de Jesús. Somos testigos que hemos asumido la tercera etapa del Plan Diocesano de Pastoral como la norma de acción pastoral en la Diócesis. Y acordes con la Misión Continental Permanente, nos hemos comprometido con la Misión Continental Intensiva, prueba de ello es que hemos culminado el primer paso, hemos visto cuántos somos, cuáles son nuestras urgencias y cuáles son los más grandes desafíos. Hoy, iniciamos una de las etapas más esperanzadoras y más hermosas de la misión, el hecho de llevar a muchos el mensaje de la salvación, mediante el anuncio kerigmático. Quiero animarles diciendo que la palabra del anuncio es eficaz allí donde en el hombre existe la disponibilidad dócil para la cercanía de Dios; donde el hombre está interiormente en búsqueda y por ende en camino hacia el Señor. El encuentro con la palabra y el mensaje del amor de Dios suscita la curiosidad y engendra el deseo de conocer más a Jesús. Propiciando el deseo de caminar con Él y ser conducidos al lugar en donde él habita, en la comunidad de la Iglesia, que es su Cuerpo. Esto significa entrar en la comunión itinerante de los catecúmenos, que es una comunión de profundización y, a la vez, de vida, en la que el caminar con Jesús nos convierte en personas que ven.
5. Queridos sacerdotes, consagrados y laicos, nuestra responsabilidad no se limita a sugerir al mundo valores compartidos; hace falta que se llegue al anuncio explícito de la Palabra de Dios. Sólo así seremos fieles al mandato de Cristo: “La Buena Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser pues, tarde o temprano, proclamada por la palabra de vida. No hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios”. (cf. Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 22). En la segunda lectura que hemos escuchado de los hechos de los apóstoles, se narra el acontecimiento de Pentecostés, Este misterio constituye el bautismo de la Iglesia; es un acontecimiento que le dio, por decirlo así, la forma inicial y el impulso para su misión. Y esta «forma» y este «impulso» siempre son válidos, siempre son actuales, y se renuevan de modo especial mediante las acciones litúrgicas y la acción misionera. La mañana, cincuenta días después de la Pascua, un viento impetuoso sopló sobre Jerusalén y la llama del Espíritu Santo bajó sobre los discípulos reunidos, se posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor, capaz de transformar. El miedo desapareció, el corazón sintió una fuerza nueva, las lenguas se soltaron y comenzaron a hablar con franqueza, de modo que todos pudieran entender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. Sí, queridos hermanos y hermanas, el Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una Omnipotencia de amor: suceda lo que suceda, su amor infinito no nos abandona. No tengamos miedo de salir y de anunciar que Dios nos ama. El día de nuestro bautismo y nuestra confirmación, sopló sobre cada uno de nosotros esta fuerza renovadora. Esta fue para ustedes —al igual que para mí— una gracia inmensa. Desde aquel momento, renacimos por el agua y por el Espíritu Santo, hemos entrado a formar parte de la familia de los hijos de Dios, llegando a ser cristianos, miembros de la Iglesia. Y esta tiene que ser una convicción para cada uno de nosotros.
6. El inmenso horizonte de la misión eclesial y la complejidad de la situación actual, requieren hoy nuevas formas para poder comunicar eficazmente la Palabra de Dios. El Espíritu Santo, protagonista de toda evangelización, nunca dejará de guiar a la Iglesia de Cristo en este cometido. Sin embargo, es importante que toda modalidad de anuncio tenga presente, ante todo, la intrínseca relación entre comunicación de la Palabra de Dios y testimonio cristiano. De esto depende la credibilidad misma del anuncio. Por una parte, se necesita la Palabra que comunique todo lo que el Señor mismo nos ha dicho. Por otra, es indispensable que, con el testimonio, se dé credibilidad a esta Palabra, para que no aparezca como una bella filosofía o utopía, sino más bien como algo que se puede vivir y que hace vivir. Esta reciprocidad entre Palabra y testimonio vuelve a reflejar el modo con el que Dios mismo se ha comunicado a través de la encarnación de su Verbo. La Palabra de Dios llega a los hombres por el encuentro con testigos que la hacen presente y viva. De modo particular, las nuevas generaciones necesitan ser introducidas a la Palabra de Dios a través del encuentro y el testimonio auténtico del adulto, la influencia positiva de los amigos y la gran familia de la comunidad eclesial. “Con la alegría de la fe somos misioneros para proclamar el Evangelio de Jesucristo y, en Él, la buena nueva de la dignidad humana, de la vida, de la familia, del trabajo, de la ciencia y de la solidaridad con la creación” (cf. DA 103).
7. Al iniciar este jubileo, como un año de gracia del Señor, dedicado de modo particular a él, emancipando todo aquello que nos esclaviza e impide la verdadera libertad de los hijos de Dios, deseo animarles a provechar las gracias espirituales que la Iglesia nos regala, de manera especial mediante la conversión del corazón. Creo que este año jubilar, es un tiempo propicio para hacer un profundo examen de conciencia como Iglesia, cada uno estamos llamados a vivir un profundo acto de contrición y reconciliación con Dios, con los hermanos y con la creación. Nos alientan las palabras del mensaje que los obispos al final del reciente Sínodo en Roma, nos han dicho: “Hemos de reconocer con humildad que la miseria, las debilidades de los discípulos de Jesús, especialmente de sus ministros, hacen mella en la credibilidad de la misión. Somos plenamente conscientes, nosotros los Obispos los primeros, de no poder estar nunca a la altura de la llamada del Señor y del Evangelio que nos ha entregado para su anuncio a las gentes. Sabemos que hemos de reconocer humildemente nuestra debilidad ante las heridas de la historia y no dejamos de reconocer nuestros pecados personales. Estamos, además, convencidos de que la fuerza del Espíritu del Señor puede renovar su Iglesia y hacerla de nuevo esplendorosa si nos dejamos transformar por Él” (cf. Mensaje de los obispos al finalizar el sínodo sobre la nueva evangelización, n. 5). Nuestra madre la Iglesia, no nos abandona y desampara, por ello nos permite experimentar el perdón y la reconciliación. Y muy especialmente nos permite lucrar en este año jubilar con la Indulgencia Plenaria, “la cual consiste en la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos” (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1471). Queridos hermanos y hermanas, que esta gran fiesta diocesana que ahora inicia, sea verdaderamente un tiempo de gracia y reconciliación eclesial. Que cada uno desde nuestra realidad, seamos capaces de hacer brillar los valores del Reino.
8. Queridos hermanos sacerdotes, a ustedes mi especial predilección, pues sin duda que ustedes desempeñan un papel fundamental en la vida de las comunidades parroquiales y eclesiales, al ser las manos sacramentales del Obispo; sean ustedes, quienes durante este año, con espíritu agradecido y lleno de gozo, promuevan el mejor aprovechamiento de los frutos espirituales de esta celebración. Deseo dirigir una especial palabra a quienes por circunstancias varias, se ven limitados a unirse físicamente a la celebración mediante una peregrinación o algún encuentro, muy especialmente a los enfermos, ustedes desde su lecho pueden favorecer sobremanera la labor misionera y evangelizadora. Ofrezcan sus dolores y sufrimientos por la misión y por la conversión del mundo.
9. Deseo finalizar poniendo a cada uno de los que conformamos la Iglesia Diocesana de Querétaro, bajo la protección intercesora de Nuestra Señora de los Dolores de Soriano, la Santísima Virgen María. Para que sea ella quien nos sostenga y acompañe por los caminos de la misión. Le confiamos a ella este año jubilar, siguiendo su ejemplo al pie de la cruz, recibiéndola como Madre y asumiendo las palabras que ha dicho a los sirvientes en las bodas de Caná: “Hagan lo que él les diga” (Jn 2, 5). Amén.
+ Faustino Armendáriz Jiménez IX Obispo de Querétaro