El 30 de diciembre, se llevó a cabo la Eucaristía en la cual Mons. Fidencio López Plaza, X Obispo de la Diócesis de Querétaro, confirió el Orden sacerdotal al Diácono Alfredo Ibarra Yañez, la cual tuvo lugar en la parroquia que lo vio nacer y crecer, Santa María de la Asunción en Peñamiller, Querétaro, mediante la imposición de las manos del Obispo y la Plegaria de Ordenación, se le confirió el don del Espíritu Santo para su función presbiteral, con las siguientes palabras: “Te pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a este siervo tuyo la dignidad del presbiterado; renueva en su corazón el Espíritu de santidad; reciba de ti el segundo grado del ministerio sacerdotal y sea, con su conducta, ejemplo de vida”
Juntamente con el Obispo, los presbíteros asistentes le impusieron las manos al candidato como signo de su recepción en el presbiterio. Inmediatamente después de la Plegaria de Ordenación se procedió a revestir al ordenado con la estola presbiteral y con la casulla para que se manifieste visiblemente el ministerio que desde ahora va a ejercer en la liturgia.
Algunos otros signos que acompañan este ministerio son: la unción de las manos que significa la peculiar participación de los presbíteros en el sacerdocio de Cristo; por la entrega del pan y del vino en sus manos se indica el deber de presidir la celebración Eucarística y de seguir a Cristo crucificado. Es así como Alfredo ejerció por primera vez su ministerio en la liturgia eucarística concelebrándola con el Obispo y con los demás miembros del presbiterio.
Ya en el momento de la Homilía Mons. Fidencio les compartió diciendo:
“Hermanos sacerdotes, diáconos y seminaristas. Hermanas y hermanos todos en nuestra fe católica. Comienzo esta reflexión agradeciendo a la Sra. María Isabel Yáñez Zúñiga y al Sr. José Floro Ibarra Ruíz, papás del diácono José Alfredo Ibarra Yáñez, y al equipo formador de nuestro Seminario Conciliar, el don de un hijo al servicio de la Iglesia. Considero que a ustedes de manera especial podemos aplicar el último versículo del evangelio que acabamos de escuchar: “Una vez que José y María cumplieron todos los que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él” (Lc. 2, 36-40). Ese niño que ustedes vieron crecer, fortalecerse y llenarse de sabiduría, en unos momentos se postrará sobre la tierra para reconocer que es de barro, y se levantará sacerdote. Un tesoro en vasijas de barro. Un hombre tomado entre los hombres para servir a Dios en los hermanos.
El n. 3 de Presbyterorum Ordinis, nos ofrece un pequeño compendio de teología sobre el sacerdocio, sacado de la Carta a los Hebreos (Cfr. Hb. 5, 1-10), afirma que “Los presbíteros han sido tomados de entre los hombres y constituidos en favor de los hombres para las cosas que se refieren a Dios, para ofrecer dones y sacrificios en remisión de los pecados; viven pues en medio de los demás hombres como hermanos en medio de los hermanos”. Sobre esto tres sencillas reflexiones:
1.- TOMADOS DE ENTRE LOS HOMBRES:
Un sacerdote no se entiende sin sus raíces, siempre será un hombre que llega al Seminario de una familia, del pueblo y de la cultura que lo generó. Los sacerdotes no caemos del cielo, Dios nos ha llamado de “detrás del rebaño”, nos ha tomado “de entre los hombres”, para constituirnos “en favor de los hombres”. Por eso a los sacerdotes nos hace mucho bien, no olvidar jamás nuestro origen como personas: es decir nuestra familia y nuestro pueblo; y como sacerdotes: la Santa Eucaristía y nuestra familia sacerdotal.
Hay que volver a nuestros orígenes como personas y como sacerdotes. Hay que recordar con cariño a nuestros abuelos y a nuestros tíos, a nuestros padres y hermanos, a nuestra familia sacerdotal y a los pueblos que Dios nos pide servir. No podemos olvidar las fiestas y las costumbres, las lágrimas y las alegrías que fueron dando forma al tesoro que llevamos en vasijas de barro. Si nos da vergüenza nuestro pasado, si negamos nuestra historia, nos hará mucho bien recordar la genealogía de Jesús, dar gracias a Dios porque ha tenido misericordia de nosotros. Pero sobretodo hay que celebrar la Santa Eucaristía, sentir nuestro cuerpo y sentirnos cuerpo de Cristo… Y luego cantar el magníficat.
2.- CONSTITUIDOS EN FAVOR DE LOS HOMBRES.
Aquí hay un punto fundamental de la vida y del ministerio de los presbíteros. “Constituidos a favor de los hombres”, respondiendo así, a la vocación a la que hemos sido llamados, para servir a Dios en los hermanos como sacerdotes. Las imágenes más sugestivas para descubrir la alegría y la belleza de ser sacerdotes a la manera de Jesús, son entre otras: La imagen de “Jesús Sumo y Eterno Sacerdote”, cercano a Dios y cercano a los hombres; la imagen de “Siervo”, que lava los pies y se hace próximo a los más débiles; y la imagen del “Buen Pastor”, que antes ha sido oveja y por eso se le confía el cuidado del rebaño, y dar la vida por sus ovejas a la manera de Jesucristo el Buen Pastor. No somos sacerdotes para nosotros mismos, nuestra santificación está estrechamente vinculada a la de nuestro pueblo, y nuestra unción a Su unción: hemos sido ungidos para servir a nuestro pueblo. Saber y recordar que estamos “constituidos para” el pueblo santo de Dios, nos ayuda a tener autoridad sin ser autoritarios, firmes pero no duros, alegres pero no superficiales, en definitiva, pastores, no funcionarios. Como decía san Ambrosio, en el siglo IV: “Donde está la misericordia está el espíritu del Señor, donde hay rigidez solo están sus ministros”. El ministro sin el Señor se vuelve rígido, y esto es un peligro para el pueblo de Dios. Pastores, no funcionarios.
3.- EN MEDIO DE LOS DEMÁS.
Finalmente, lo que del pueblo nació, con el pueblo debe permanecer; el sacerdote está siempre “en medio de los demás hombres”, el sacerdote no es un profesional de la pastoral o de la evangelización, que llega y hace lo que debe –quizá bien, pero como si fuese un oficio– y luego se va a vivir una vida separada. No, se es sacerdote para estar en medio de la gente: la cercanía. Hemos sido llamados a ser sacerdotes para estar en medio de la gente. El bien que los sacerdotes podemos hacer, nace sobre todo de nuestra cercanía y de un sincero amor por las personas. No como filántropos o funcionarios, sino como padres y hermanos. La paternidad de un sacerdote hace mucho bien. Cada vez que nuestros fieles nos llaman padres nos entregan el sueño de Jesús, nos manifiestan lo que andan buscando y nos recuerda lo que estamos llamados ha ser: padres “misericordiosos como nuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Este el principio fundamental de la actuación de Dios y de Jesús, y que debe serlo también se sus sacerdotes y de la Iglesia. Que así sea».
Al finalizar la celebración Eucarística, Mons. Fidencio entrego unas cruces vocacionales, invitando a orar por todos los sacerdotes y su santificación, de igual manera agradeció a la familia de Sangre del P. Alfredo la donación de esta vocación, y les dio la bendición, para pasar después a tomarse la foto del recuerdo.