𝐍𝗼𝘃𝗲𝗻𝗮 𝗲𝗻 𝗽𝗿𝗲𝗽𝗮𝗿𝗮𝗰𝗶𝗼́𝗻 𝗮 𝗹𝗮 𝗙𝗶𝗲𝘀𝘁𝗮 𝗟𝗶𝘁𝘂́𝗿𝗴𝗶𝗰𝗮 𝗱𝗲 𝗡𝘂𝗲𝘀𝘁𝗿𝗮 𝗦𝗲𝗻̃𝗼𝗿𝗮 𝗱𝗲 𝗹𝗼𝘀 𝗗𝗼𝗹𝗼𝗿𝗲𝘀 𝗱𝗲 𝗦𝗼𝗿𝗶𝗮𝗻𝗼. 𝟵𝗻𝗼. 𝗗𝗶́𝗮.
𝑉. ¡Ave María Purísima!
𝑅. Sin pecado concebido.
𝗦𝗘𝗡̃𝗔𝗟 𝗗𝗘 𝗟𝗔 𝗖𝗥𝗨𝗭.
PERSIGNARSE: Por la Señal + de la Santa Cruz, de nuestros + enemigos, líbranos + Señor Dios Nuestro.
SANTIGUARSE: En el nombre del Padre, + y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
𝗔𝗖𝗧𝗢 𝗗𝗘 𝗖𝗢𝗡𝗧𝗥𝗜𝗖𝗜𝗢́𝗡.
Señor mío, Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Creador y Redentor mío, por ser tú quien eres, y porque te amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberte ofendido. Quiero y propongo firmemente confesarme a su tiempo. Ofrezco mi vida, obras y trabajos en satisfacción de mis pecados. Y confío en tu bondad y misericordia infinita que me los perdonarás y me darás la gracia para no volverte a ofender. Amén.
𝗢𝗥𝗔𝗖𝗜𝗢́𝗡 𝗜𝗡𝗜𝗖𝗜𝗔𝗟.
Amorosísima Madre Dolorosa, Tú has escogido esta Imagen y este Templo y Misión de Soriano, para conservar la fe de los que ocurrimos a este lugar a venerarte. Aquí ante esta tu Imagen de Soriano, nos recuerdas los Dolores que sufriste al pie de la Cruz por nuestras almas, y nos mueves a penitencia y confesión de nuestras culpas, para que podamos volver a nuestras tierras y familias con limpios corazones, y llenos de la Paz de Dios. Así te acuerdas de tus misericordias, y logras que el sacrificio de Jesús tu Hijo nos aproveche, y te muestras Madre, cual Jesús te constituyó en el monte Calvario al decirte: “ve ahí a tu Hijo.” Pues, Oh Madre, mueve mi espíritu a dolor de mis muchos pecados, y con tu poder cambia mi corazón. Y con la confianza de que así lo haces ya conmigo, me vuelvo a mi Dios, mi Dueño y mi Redentor, diciéndole: Me pesa de haber pecado; me pesa por ser Dios mi Padre, y tan bueno; y me pesa porque con mis culpas he sido causa de los Dolores de Jesús y de María. No volveré más a pecar. Así sea.
𝗠𝗘𝗗𝗜𝗧𝗔𝗖𝗜𝗢́𝗡.
«El santo entierro»
Es llegada la hora de dar sepultura a Jesús, y María con serenidad y recogimiento, se deja ayudar de José de Arimatea y Nicodemo, de Juan y María Magdalena y de algunas de las mujeres que habían acudido al pie de la Cruz; y la Santísima Virgen, con heroica serenidad, se desprendió del divino tesoro que yacía en su regazo. La callada pompa de aquel funeral incomparable no fue profano por la grosera turba qué, como el reflujo del mar, se había retirado largo tiempo antes de la sagrada colina del Calvario.
Ya llegaron. El sepulcro era nuevo y cavado en una roca, a expensas de su dueño, José de Arimatea. Ayudada por el mismo José, María entra en el sepulcro con el cuerpo y ella lo dispone todo: ella le acomoda suavemente la cabeza, sus brazos y sus pies, y cuidadosamente pliega sobre todo el cuerpo el santo sudario; todo lo hace en orden y en silencio. Pero, madre, ¡hay que despedirse. El dolor y la angustia de aquella madre excedieron a todo a lo que cabe en el corazón del hombre, Porque la que ahí lloraba, y el llorado, son cada cual de por sí, incomparables. Para un alma cualquiera quedarse sin cristo equivale a estar en el paganismo y en el infierno; para María, quedarse sin Cristo, y esto en la noche de día tan horrendo. ¡Oh! He aquí una pena que es para nuestro pobre entendimiento lo que para nuestros ojos mirar el mar en noche sin estrellas.
Acompañada de Juan, María regresa esa noche a Jerusalén; entré por las mismas puertas por la que había salido aquella mañana. Había transcurrido horas en el tiempo de los hombres, Pero según la cuenta de Dios y en el corazón de nuestra madre santísima habían transcurrido largas edades. Además, su alma estaba saturada de amargura, no había sentido la necesidad de alimento corporal, pero estaba cruelmente debilitado por su ayuno absoluto de ese día, no había pegado los ojos en toda la noche del jueves Santo, por lo que no era de esperarse que, tras la escena de aquella tarde como podría conciliar el sueño.
También, durante las últimas 24 horas su espíritu había padecido los más crueles tormentos, y a pesar de su celeste serenidad, estaba agobiada por la mole de magnificencia que su mente había ido contemplando y en su corazón sentido. Había estado tres horas junto al suplicio de su hijo, y hasta la intensidad de su adoración a él había contribuido a devorar sus fuerzas; finalmente las penas pasadas en el sepulcro de Jesús habían sido para ella terremoto y eclipse de su alma. Atormentada cómo ha llegado los pies e hinchados los ojos por el llanto, extenuado el cuerpo, agobiado el ánimo por espantosos recuerdos y de tristes previsiones, despedazado el corazón, entrada María por la puerta de Jerusalén: mísero despojo de toda una tempestad y padecimientos sobrehumanos; tal era aquel prodigio de sufrimientos. Se terminaba el viernes qué llamamos Santo, porque de aquel horrendo crimen cometido ese día, brotó para nosotros la fuente de la Misericordia divina. Sin embargo, la Santísima Virgen comenzaba a recorrer en el espíritu aquel viacrucis del que acababa de ser testigo, lo recorrerá retrocediendo de la última estación a la primera, en ese ejercicio espiritual su memoria le era tan fiel como atentos y vigilantes habían sido sus potencias para recoger los mínimos pormenores de la pasión de Jesús. Oía entre las brisas de la noche los leves y pagados suspiros de Jesús; veía por entre las tinieblas de las calles de Jerusalén, su hermosísimo rostro desfigurado. Aquí cayó Jesús bajo el peso del madero y ella trémula, sentía las huellas de la preciosísima Sangre quemarle las plantas de sus pies. Aquí la ayudó Simón cirineo a cargar la cruz. Aquí grabó su adorable rostro en el paño de la Verónica. Y así, hasta llegar al pretorio de Pilato. ¡Oh! Qué jornada mental para quien la había andado con realidad espantosa y, sin embargo, prueba de insigne amor era el recorrerla, y lo será siempre para los que rezamos el viacrucis. Así vieron las calles de Jerusalén a su reina despreciada, y ni siquiera conocida, encaminarse desfalleciente a la vivienda del apóstol Juan. Ahí sería su asilo de hoy en adelante. Pero ¿Qué asilo hay para ella donde no está Jesús?
Cuando dejó el sepulcro sintió que le faltaba asilo en el mundo: Entonces sí que comenzó para ella el destierro. ¡Oh, santísima madre! Tu séptimo y último dolor es una fricción incalificable, sin comparación. Incomparable es, en efecto, tu parecer que destruyó excede a las fuerzas humanas, y que te deja vivir aun pareciendolo, sólo gracias al influjo sobrenatural. Señora y madre nuestra: Sólo nos podemos limitar a decir que tu último dolor es una inmensidad sin nombre adecuado.
¡Ruega por nosotros, Dolorosa Madre!
Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestro señor Jesucristo.
Amén.
𝗢𝗥𝗔𝗖𝗜𝗢́𝗡 𝗙𝗜𝗡𝗔𝗟.
Oh, santa Madre de Dios, al sumergirme en el océano de tus dolores y contemplar lo que has padecido junto a tu hijo por mi salvación y la salvación de mundo entero, el arrepentimiento de mis pecados invade mi corazón y surge, en mí, un firme propósito de enmienda y cambio de vida. Además, tengo la plena confianza de que Tú acoges, en tu corazón inmaculado y dolorido, mi humilde suplica que ahora te presento (hago mi petición por la que estoy haciendo esta novena) … Oh dolorosa Madre, entrégala a tu divino Hijo, Nuestro Señor Jesucristo; y así, asociándome contigo a su pasión, pueda yo merecer participar de su gloriosa resurrección, Amén.
¡Ruega por nosotros, Virgen Dolorosa!
Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
𝗦𝗘𝗡̃𝗔𝗟 𝗗𝗘 𝗟𝗔 𝗖𝗥𝗨𝗭.
PERSIGNARSE: Por la Señal + de la Santa Cruz, de nuestros + enemigos, líbranos + Señor Dios Nuestro.
SANTIGUARSE: En el nombre del Padre, + y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
𝑉. ¡Ave María Purísima!
𝑅.. Sin pecado concebido.
𝗖𝗔𝗡𝗧𝗢 𝗙𝗜𝗡𝗔𝗟
Ruega por nosotros Dolorosa Madre.
*Ruega por nosotros,
Dolorosa Madre,
para que tu Hijo
no nos desampare.
Salve mar de penas,
Salve triste Madre,
Salve Reina hermosa,
llena de piedades.
*Ruega por nosotros, etc.
De tus ojos penden
las felicidades,
míranos Señora,
no nos desampares.
*Ruega por nosotros, etc.