Queridos hermanos y hermanas:
1. “Alegrémonos todos en el Señor, porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo” (Ant. Entrada). Les saludo a todos ustedes con el gozo de saber que Dios, confirma su amor y su providencia hacia nosotros, al celebrar en esta noche santa la Navidad de Nuestro Salvador Jesucristo en la carne mortal, para liberarnos de la esclavitud del pecado. Hoy, se renueva en nosotros la esperanza de saber que Dios, sigue confiando en la humanidad, al regalarnos mediante su Palabra el mensaje de la salvación: “No teman. les anuncio una gran alegría. Hoy les ha nacido en la ciudad de David, un salvador que es el mesías, el Señor” (Lc. 2, 10). Ante una realidad violenta e insegura por los problemas sociales, políticos y económicos que vivimos hoy día, no hay mayor alegría que esta: Dios abre de nuevo al hombre el acceso a su realidad, que habla y nos comunica su amor para que lleguemos a ser también hijos suyos, fervorosamente entregados a practicar el bien (cf. Tit. 2, 14). El Señor está presente. Desde este momento, Dios es realmente un “Dios con nosotros”. Ya no es el Dios lejano que, mediante la creación y a través de la conciencia, se puede intuir en cierto modo desde lejos. Él ha entrado en el mundo. Es quien está a nuestro lado. Esta es una convicción que estamos llamados a asumir cada uno de nosotros, pues sólo así podremos vivir realmente la Navidad en nuestra vida, alejados de los temores y de las angustias por la falta de Dios en nuestra vida y en nuestra existencia. Dios se hace niño para dialogar con cada uno de nosotros y poder ser auténticamente libres y vivir felices. Descubriendo el proyecto de él para cada uno de nosotros.
2. En esta noche santísima la Palabra de Dios nos revela el misterio más íntimo de Dios, Dios desciende hasta el fondo de nuestra humanidad para volver a llevarla a Él, para elevarla a su alteza. Provocando en nosotros la fe, que es creer en este amor de Dios que no decae frente a la maldad del hombre, frente al mal y la muerte, sino que es capaz de transformar toda forma de esclavitud, donando la posibilidad de la salvación. Tener fe, entonces, es encontrar a este «Tú», Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible que no sólo aspira a la eternidad, sino que la dona; es confiarme a Dios con la actitud del niño, quien sabe bien que todas sus dificultades, todos sus problemas están asegurados en el «tú» de la madre. Y esta posibilidad de salvación a través de la fe, es un don que Dios hoy nos ofrece a todos los hombres. “Porque un niño nos ha nacido, un niño se nos ha dado” (Is. 9,5). La Iglesia no cesa de cantar la gloria de esta noche “La Virgen da a luz al Eterno y la tierra ofrece una gruta al Inaccesible, los ángeles y los pastores le alaban y los magos avanzan con la estrella. Porque tu haz nacido para nosotros. Niño pequeño ¡Dios eterno!” (cf. Catecismo de la Iglesia Católica n. 525). El misterio de la navidad se realiza en nosotros cuando Cristo “toma forma” en nosotros. Navidad es el misterio de este admirable intercambio. “El creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una Virgen y hecho hombre sin concurso de varón, nos hace participar de su divinidad” (cf. Ant. Octava de Navidad). Cuando escuchamos su Palabra, la meditamos y dejamos que se engendre en nuestra vida hasta poder llegar a decir, “ya no vivo yo, sino que Cristo quien vive en mí (Gal 2, 20).
3. Queridos hermanos y hermanas, frente a esta admirable realidad que quizá nos sorprende y nos rebasa, ¿cuál es nuestra actitud? El evangelio de Lucas que ha sido proclamado en esta noche santa, contiene algunos elementos que nos pueden ayudar a asumir una actitud nueva y esperanzadora. En primer lugar, el evangelista refleja con claridad que el nacimiento de Jesús se da en un tiempo específico de la historia. Dios en su Hijo, se ha hecho hombre en un tiempo y en un lugar determinados. Para nosotros, cristianos, la palabra indica una realidad maravillosa e impresionante: el propio Dios ha atravesado su Cielo y se ha inclinado hacia el hombre; ha hecho alianza con él entrando en la historia de un pueblo; Él es el rey que ha bajado a esta pobre provincia que es la tierra y nos ha donado su visita asumiendo nuestra carne, haciéndose hombre como nosotros. Esto nos permite entender que nuestra relación con Dios no es una idea o una ilusión, sino un encuentro preciso. En el hoy de la historia personal de cada hombre y de cada persona.
“En el encuentro de fe con el inaudito realismo de su Encarnación, podemos oír, ver con nuestros ojos, contemplar y palpar con nuestras manos la Palabra de vida (cf. 1Jn 1, 1)”. (Cf. DA 242). El papa Benedicto XVI nos los ha dicho en su encíclica sobre el amor de Dios “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Cart. Enc. Deus Caritas est, n.1). Lo que exige la experiencia de dejarnos envolver por su persona, en un momento concreto de nuestra vida. En Jesús se realiza toda promesa, en Él culmina la historia de Dios con la humanidad.
4.Un segundo elemento del Evangelio que hemos escuchado, que me parece extraordinario, es la manera tan sencilla como se anuncia el nacimiento del Hijo de Dios. Dice el evangelista: “Mientras estaban allí, le llegó a María el tiempo de dar a luz y tuvo a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no hubo lugar para ellos en la posada”. (Lc 2,6) Nada prodigioso, nada extraordinario, nada espectacular se les da como señal a los pastores. Verán solamente un niño envuelto en pañales que, como todos los niños, necesita los cuidados maternos; un niño que ha nacido en un establo y que no está acostado en una cuna, sino en un pesebre. La señal de Dios es el niño, su necesidad de ayuda y su pobreza. Sólo con el corazón los pastores podrán ver que en este niño se ha realizado la promesa del profeta Isaías que hemos escuchado en la primera lectura: “un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Lleva al hombro el principado” (Is 9,5). Tampoco a nosotros se nos ha dado una señal diferente. El ángel de Dios, a través del mensaje del Evangelio, nos invita también a encaminarnos con el corazón para ver al niño acostado en el pesebre. Quiero invitarles a que cada uno, ofrezca su vida y su corazón para que la Virgen María acueste ahí al recién nacido y de esta manera nuestro corazón sea ese pesebre. ¡Que triste sería que hoy día, no existiese un lugar para albergar al Hijo de Dios, que nace para liberarnos de nuestros pecados!
5. La señal de Dios es la sencillez. La señal de Dios es el niño. La señal de Dios es que Él se hace pequeño por nosotros. Éste es su modo de reinar. Él no viene con poderío y grandiosidad externa. Viene como niño inerme y necesitado de nuestra ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Nos evita el temor ante su grandeza. Pide nuestro amor: por eso se hace niño. No quiere de nosotros más que nuestro amor, a través del cual aprendemos espontáneamente a entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su voluntad: aprendamos a vivir con Él y a practicar también con Él la humildad de la renuncia que es parte esencial del amor. Dios se ha hecho pequeño para que nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo, amarlo. La Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance. Dios nos enseña así a amar a los pequeños. A amar a los débiles.
6. Hermanos y hermanas, estamos viviendo como Iglesia diocesana el año de la fe y de la Pastoral Social, lo que nos compromete a descubrir los rostros de los débiles que más sufren. Entre los desafíos que como Iglesia y sociedad hemos de asumir, están precisamente el de mostrar el evangelio a quienes han perdido la fe o viven una fe tibia. Pues quienes creemos, quienes vivimos la obediencia de la fe, hemos nacido de Dios, somos partícipes de la vida divina: hijos en el Hijo (Ga 4, 5). Esta es nuestra grande tarea, a la cual estamos llamados cada bautizado a sumarnos. “Mientras la palabra del hombre parece enmudecer ante el misterio del mal y del dolor, y nuestra sociedad parece valorar la existencia sólo cuando ésta tiene un cierto grado de eficiencia y bienestar, hoy la Palabra de Dios nos revela que también las circunstancias adversas son misteriosamente «abrazadas» por la ternura de Dios. La fe que nace del encuentro con la divina Palabra nos ayuda a considerar la vida humana como digna de ser vivida en plenitud también cuando está aquejada por el mal. Dios ha creado al hombre para la felicidad y para la vida, mientras que la enfermedad y la muerte han entrado en el mundo como consecuencia del pecado (cf. Sb 2,23-24). Pero el Padre de la vida es el médico del hombre por excelencia y no deja de inclinarse amorosamente sobre la humanidad afligida. El culmen de la cercanía de Dios al sufrimiento del hombre lo contemplamos en Jesús mismo, que es Palabra encarnada” (cf. Exhot. Apost. Post. Verbum Domini, n. 106). Nosotros con nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad, estamos llamados cada día a vislumbrar y a testimoniar esta presencia en el mundo frecuentemente superficial y distraído, y a hacer que resplandezca en nuestra vida la luz que iluminó la gruta de Belén. La cercanía de Jesús a los que sufren no se ha interrumpido, se prolonga en el tiempo por la acción del Espíritu Santo en la misión de la Iglesia, en la Palabra y en los sacramentos, en los hombres de buena voluntad, en las actividades de asistencia que las comunidades promueven con caridad fraterna, enseñando así el verdadero rostro de Dios y su amor.
7. Finalmente, les invito a fijar nuestra mirada en los pastores, quienes se encontraban cuidando del rebaño. Es muy significativo que sean ellos quienes reciben el mensaje del nacimiento, en una actitud de vigilancia y expectativa. Ante todo, se dice que los pastores eran personas vigilantes, y que el mensaje les pudo llegar precisamente porque estaban velando. Nosotros hemos de despertar para que nos llegue el mensaje. Hemos de convertirnos en personas realmente vigilantes. ¿Qué significa esto? La diferencia entre uno que sueña y uno que está despierto consiste ante todo en que, quien sueña, está en un mundo muy particular. Con su yo, está encerrado en este mundo del sueño que, obviamente, es solamente suyo y no lo relaciona con los otros. Despertarse significa salir de dicho mundo particular del yo y entrar en la realidad común, en la verdad, que es la única que nos une a todos. El conflicto en el mundo, la imposibilidad de conciliación recíproca, es consecuencia del estar encerrados en nuestros propios intereses y en las opiniones personales, en nuestro minúsculo mundo privado. El egoísmo, tanto del grupo como el individual, nos tiene prisionero de nuestros intereses y deseos, que contrastan con la verdad y nos dividen unos de otros. Despertad, nos dice el Evangelio. Salid fuera para entrar en la gran verdad común, en la comunión del único Dios. Hermanos y hermanas, en la Palabra de Dios, también nosotros hemos oído, visto y tocado el Verbo de la Vida. Por gracia, hemos recibido el anuncio de que la vida eterna se ha manifestado, de modo que ahora reconocemos estar en comunión unos con otros, con quienes nos han precedido en el signo de la fe y con todos los que, diseminados por el mundo, escuchan la Palabra, celebran la Eucaristía y dan testimonio de la caridad. La comunicación de este anuncio se nos ha dado “para que nuestra alegría sea completa” (1 Jn 1,4).
8. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de mirar esta noche el pesebre con la sencillez de los pastores para recibir así la alegría con la que ellos tornaron a casa (cf. Lc 2,20). Roguémosle que nos dé la humildad y la fe con la que san José miró al niño que María había concebido del Espíritu Santo. Pidamos que nos conceda mirarlo con el amor con el cual María lo contempló. Y pidamos que la luz que vieron los pastores también nos ilumine y se cumpla en nuestras familias, en nuestras comunidades, en nuestro Estado y en nuestra Diócesis, lo que los ángeles cantaron en aquella noche: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor». ¡Amén!
† Faustino Armendáriz JiménezObispo de Querétaro