Muy queridos niños y jóvenes músicos,
hermanos y hermanas todos en el Señor:
Les saludo a todos ustedes con el júbilo y la alegría de Jesucristo, el “Canto Nuevo de Dios para la humanidad”, mediante el cual se alegra el corazón y el alma de los hombres y mujeres, y cobra sentido la existencia humana. Saludo a cada uno de ustedes alumnos y maestros de la Escuela de Música Sacra y Conservatorio: “J. Guadalupe Velázquez”, de modo muy especial a su Director el P. Benjamín Vega Robles, y a los directores de los coros: el Mtro. Antonio Hernández Chavela y el Mtro. Erick Escandón, les agradezco la ardua tarea que juntos realizan en nuestra Diócesis, ofreciendo este espacio para crear y promover la cultura musical; más aún, contribuyendo para formar en el corazón de las jóvenes generaciones, el amor al arte y a la música sagrada, la cual es “un tesoro de valor inestimable, que sobresale entre las demás expresiones artísticas, principalmente porque el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte necesaria o integral de la Liturgia solemne” (SC 112). De este modo, se contribuye de manera muy concreta en la Nueva Evangelización; la historia nos enseña que la música sagrada y la música litúrgica, han sido un vehículo precioso para comunicar a los hombres el mensaje del Evangelio.
Queridos jóvenes y niños, esta noche nos hemos reunido para celebrar la Eucaristía, venerando la memoria de santa Cecilia, patrona de la música y de los músicos. La joven mártir romana Santa Cecilia, vivió durante el siglo III, pero cuyos datos sólo se conocen a través de un Acta de Martirio divulgada siglos más tarde. Esta ilustre y patricia doncella romana, había sido prometida por sus padres a un joven de nombre Valeriano. Cecilia, quien había adoptado la fe cristiana y consagrado su virginidad a Jesucristo, no estuvo muy de acuerdo con la decisión de sus padres pero no quiso oponerse a la voluntad de ellos y finalmente, la boda se celebró bajo las leyes romanas. Una vez casados, cuenta el Acta que, la Santa le dijo a su esposo: “…Tengo un ángel de Dios que guarda mi virginidad: si te acercas a mí con amor impuro, desenvainará su espada y cortará en flor tu vida; pero si me amas y respetas mi pureza, se hará tu amigo y nos colmará de bienes. Valeriano le contestó: Para creer tus palabras tendría que ver al ángel y ver demostrado que no es otro hombre el que ocupa tu corazón. Cecilia replicó: Para ver al ángel tendrás que creer en un solo Dios y ser purificado por el bautismo. Vete a la Via Appia; verás allí un grupo de mendigos que me conocen, salúdalos en mi nombre, diles que te lleven al buen anciano de nombre Urbano, nuestro obispo, y él te hará conocer a Dios. Una vez estés purificado, vuelve a casa y verás al ángel… Después que Valeriano junto a su hermano Tiburcio y a un servidor llamado Máximo fueron a ver al obispo Urbano y que éste les bautizara, el esposo volvió a su casa y vio junto a Cecilia al apreciado ángel, el cual les puso a ambos una corona de rosas, presagiando su martirio…” (Oskar Von Gebhardt, Acta martyrum selecta, Berlín 1902).
La misma Acta del Martirio cuenta que Cecilia es arrestada por propagar la fe cristiana y se le exige que renuncie a la religión de Cristo. Ella declara que prefiere la muerte antes de renegar de su religión; entonces se le condena a ser llevada junto al horno caliente de su baño termal romano para tratar de sofocarla y ahogarla con los terribles gases y emanaciones que salían de allí, pero en vez de asfixiarse ella, mientras atizaban el fuego, Cecilia cantaba gozosa al Señor probablemente los salmos e himnos de alabanza a Dios, como era uso y costumbre de los primitivos cristianos de los primeros siglos. Visto que con este tormento no pudieron hacerla renegar de su fe, el Prefecto Almaquio ordenó que fuera decapitada en el sitio. La santa, antes de morir y valiéndose de los oficios de un criado de confianza, hizo comunicar al obispo Urbano sus pedidos para que repartieran sus bienes entre los pobres y convirtieran su casa en un Templo para orar, y así por disposición de San Urbano I, luego del martirio ocurrido en ese mismo año 230, se consagró la casa de la Santa en lo que luego fue la Iglesia del Trastevere donde ahora reposan sus restos (De Rossi, Giovanni Battista (1822–1894). La Roma sotterránea cristiana descritta ed illustrata, vol. 1, Roma, 1877. pp180-181).
El culto a Santa Cecilia se hizo tradicional desde el siglo V, y se inició justamente, en la primitiva iglesia que se construyó en el terreno ocupado por la casa de la Santa, a pesar de que sus restos, junto con los de su marido San Valeriano, habían sido trasladados y enterrados en las Catacumbas de San Calixto, fuera de los muros de Roma. Mucho más tarde, en el año 820, el Papa Pascual I, hizo exhumar los restos del matrimonio; trasladó las reliquias de Santa Cecilia junto con las de los santos Valeriano, Tiburcio y Máximo, y ordenó que los enterraran en la antigua casa de Cecilia y Valeriano; reconstruyó allí la vieja Iglesia de Santa Cecilia junto al Trastevere y estableció en ella a una Comunidad de Monjes Cecilianos que celebran diariamente el Officium cantado. La cripta funeraria descansa sobre los antiguos baños de vapor donde la santa sufrió las primeras torturas y todavía se aprecian en ella y sobre los muros, las tuberías que suministran el agua caliente. En el siglo XVI, en el año 1584, durante el papado de Gregorio XIII (1572-1585), fue cuando se designó a Santa Cecilia, Patrona de la Música y de los Músicos de la Academia Musical de Roma. Desde esa fecha, las diversas Capillas Catedralicias, Scholas, Corales, orquestas, bandas y cantantes de muchos países, celebran su fiesta fijada en el Santoral, como el día 22 de noviembre. El hecho más probable para que se le relacione con la música es, porque desde muy joven y de acuerdo con las costumbres y tradiciones de las familias patricias romanas, Cecilia debió iniciarse y tocar algún instrumento musical, probablemente la lira, la cítara o algún tipo de arpa de las utilizadas por las damas de la sociedad romana.
Al celebrar hoy nosotros la memoria de santa Cecilia, nos podemos preguntar ¿Qué nos enseña hoy Santa Cecilia? La respuesta es sencilla: el Martirio, que se funda en la muerte de Jesús, en su sacrificio supremo de amor, consumado en la cruz a fin de que pudiéramos tener la vida (cf. Jn 10, 10). Cristo es el siervo que sufre, de quien habla el profeta Isaías (cf. Is 52, 13-15), que se entregó a sí mismo como rescate por muchos (cf. Mt 20, 28). Él exhorta a sus discípulos, a cada uno de nosotros, a tomar cada día nuestra cruz y a seguirlo por el camino del amor total a Dios Padre y a la humanidad: «El que no toma su cruz y me sigue —nos dice— no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10, 38-39). Es la lógica del grano de trigo que muere para germinar y dar vida (cf. Jn 12, 24). Jesús mismo «es el grano de trigo venido de Dios, el grano de trigo divino, que se deja caer en tierra, que se deja partir, romper en la muerte y, precisamente de esta forma, se abre y puede dar fruto en todo el mundo» (Benedicto XVI, Visita a la Iglesia luterana de Roma, 14 de marzo de 2010; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de marzo de 2010, p. 8). El mártir sigue al Señor hasta las últimas consecuencias, aceptando libremente morir por la salvación del mundo, en una prueba suprema de fe y de amor (cf. Lumen gentium, 42).
Santa Cecilia nos enseña de manera sorprendente que es la unión con Cristo, la que permite la serenidad y la valentía a la hora de afrontar el sufrimiento y la muerte: el poder de Dios se manifiesta plenamente en la debilidad, en la pobreza de quien se encomienda a él y sólo en él pone su esperanza (cf. 2 Co 12, 9). De la profunda e íntima unión con Cristo, Cecilia tomó las fuerzas porque el martirio y la vocación al martirio no son el resultado de un esfuerzo humano, sino la respuesta a una iniciativa y a una llamada de Dios; son un don de su gracia, que nos hace capaces de dar la propia vida por amor a Cristo y a la Iglesia, y así al mundo. Pero es importante subrayar que la gracia de Dios no suprime o sofoca la libertad de quien afronta el martirio, sino, al contrario, la enriquece y la exalta: el mártir es una persona sumamente libre, libre respecto del poder, del mundo: una persona libre, que en un único acto definitivo entrega toda su vida a Dios, y en un acto supremo de fe, de esperanza y de caridad se abandona en las manos de su Creador y Redentor; sacrifica su vida para ser asociado de modo total al sacrificio de Cristo en la cruz. En una palabra, el martirio es un gran acto de amor en respuesta al inmenso amor de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, probablemente nosotros no estamos llamados al martirio, pero ninguno de nosotros queda excluido de la llamada divina a la santidad, a vivir en medida alta la existencia cristiana, y esto conlleva tomar sobre sí la cruz cada día. Todos, sobre todo en nuestro tiempo, en el que parece que prevalecen el egoísmo y el individualismo, debemos asumir como primer y fundamental compromiso crecer día a día en un amor mayor a Dios y a los hermanos para transformar nuestra vida y transformar así también nuestro mundo.
En la liturgia de la Palabra, hemos cantado de manera hermosa el salmo 149, San Agustín, tomando como punto de partida el hecho de que el salmo habla de “coro” y de “tímpanos y cítaras”, comenta: “¿Qué es lo que constituye un coro? El coro es un conjunto de personas que cantan juntas. Si cantamos en coro debemos cantar con armonía. Cuando se canta en coro, incluso una sola voz desentonada molesta al que oye y crea confusión en el coro mismo” (Enarr. in Ps. 149: CCL 40, 7, 1-4). Esta realidad nos enseña que no podemos excluirnos de la tarea misionera y evangélica de la Iglesia, la música debe contribuir al anuncio del evangelio. “Nosotros, como discípulos de Jesús y misioneros, queremos y debemos proclamar el Evangelio, que es Cristo mismo. Anunciamos a nuestros pueblos que Dios nos ama, que su existencia no es una amenaza para el hombre, que está cerca con el poder salvador y liberador de su Reino, que nos acompaña en la tribulación, que alienta incesantemente nuestra esperanza en medio de todas las pruebas. Los cristianos somos portadores de buenas noticias para la humanidad y no profetas de desventuras” (DA, 30).
El Salmista a la vez que canta usa algún instrumento, de esta manera es claro que es importante no sólo que la voz alabe al Señor, sino también las obras. Cuando se utilizan el tímpano y el salterio, las manos se armonizan con la voz. Eso es lo que debemos hacer cada uno. Cuando cantemos al Señor, debemos dar pan al hambriento, vestir al desnudo y acoger al peregrino. Si lo hacemos, no sólo cantaremos con la voz, sino que también las manos se armonizan con la voz, pues las palabras concuerdan con las obras”. En nuestra Diócesis hemos iniciado el año de la Pastoral Social, al cual les invito a sumarse desde esta trinchera. “La disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para con los hermanos y una vida entendida como una tarea solidaria y gozosa” (Benedicto XVI, Carta encíclica Caritas in veritate, n. 78).
Hoy, es necesario revalorar la riqueza que ofrece la cultura musical en la misión de la Iglesia. Permitiendo a los hombres tener espacios y momentos para el encuentro con Dios. Nos damos cuenta que “en el clima cultural relativista que nos circunda se hace siempre más importante y urgente radicar y hacer madurar en todo el cuerpo eclesial la certeza que Cristo, el Dios de rostro humano, es nuestro verdadero y único salvador” (DA 22). Les felicito Jóvenes y niños, por su canto y su entrega, aprendan a hacer de su música y canto un estilo vida cuyo centro sea siempre la vida divina.
Pongamos todas nuestras intenciones y necesidades bajo la protección de Santa Cecilia, que ella nos enseñe a vivir con valentía nuestra vida entregada a Dios y que nuestra música y nuestro canto, siempre contribuyan a la tarea del anuncio gozoso del evangelio para que sean muchos los que amen y conozcan a Jesucristo. Amén.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro