Los aplausos resonaron fuerte en el aula conciliar cuando el papa Pablo VI anunció la creación de un nuevo instrumento pastoral de ayuda al Romano Pontífice y bien de toda la Iglesia: el Sínodo de los Obispos. Esto sucedió en el discurso inaugural de la cuarta y última sesión del concilio ecuménico Vaticano II, allá por 1965. La euforia de los padres conciliares se debe a que, en la sesión anterior, se habían discutido temas candentes como fue el de la colegialidad de los obispos y la libertad religiosa entre otros, y habían aflorado opiniones diversas de grupos minoritarios no carentes de importancia.
Por esos días había publicado también el santo Padre su encíclica titulada el Misterio de la fe, sobre la sagrada Eucaristía, corrigiendo algunas desviaciones. El ambiente estaba caldeado y entonces un grupo minoritario pidió al Papa que cambiara el método seguido por el Concilio, y que nombrara algo así como representantes o «portavoces» tanto de la mayoría como de la minoría. Un promotor de esta sugerencia fue el conocido obispo Marcel Lefebvre, quien después crearía un cisma en la Iglesia.
Esto era algo desconocido en el régimen de gobierno de la Iglesia. Pretendía introducir una especie de «régimen parlamentario», donde se admiten partidos y opiniones contrarias. Esto va en contra de la naturaleza de la Iglesia y de la fe católica. La Iglesia es una, porque tiene una sola cabeza, Cristo; una sola alma, el Espíritu Santo; y aunque los miembros son muchos y diferentes, todos colaboran para el bien común y dependen del mismo principio vital. Además, la fe necesariamente tiene que ser una, como lo enseña san Pablo al proclamar que tenemos una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está en todos. Aquí no podía haber discusión ni opiniones contrarias. En una palabra, el Concilio es la expresión de la comunión de los obispos con el Papa, que mantiene y fomenta la unidad de la fe de todos los fieles, y no un parlamento político.
Pero el Papa Pablo VI se sacó un as de la manga, es decir, del tesoro histórico de la Iglesia y revivió el Sínodo de los Obispos, una antigua tradición mediante el cual el Papa se hace aconsejar y ayudar periódicamente por los representantes de los obispos del mundo. De modo que el Sínodo de los Obispos es un instrumento de consulta que ayuda al Papa con sus consejos a vislumbrar los caminos que debe seguir su magisterio para gobernar a toda la Iglesia.
Con razón el aula conciliar estalló en aplausos. La voz de los pastores de la Iglesia iba a ser escuchada más de cerca por el Papa y así se podría atender mejor a las necesidades de los fieles según el palpitar del mundo moderno. Fue una intuición genial del Pablo VI que agradecemos a Dios y a su celo pastoral. Ahora el Papa Benedicto XVI inauguró la sesión número XIII del Sínodo sobre la nueva evangelización, porque la Iglesia se pregunta si el mensaje evangélico tiene fuerza suficiente para convencer al hombre de hoy, si éste lo puede comprender y qué caminos hay que seguir para lograrlo. Asunto que, sin duda, también atañe a usted.
† Mario De Gasperín Gasperín Obispo Emérito de Querétaro