1. Por tercera ocasión me llena de profunda alegría poder encontrarme con todos ustedes, alumnos y educadores de los diferentes colegios y escuelas que integran la comunidades educativas en nuestra diócesis, particularmente de esta ciudad episcopal. Esta ocasión queremos encomendar al Señor los trabajos y las tareas educativas de este ciclo académico, y pedirle al Espíritu Santo que sea él quien guíe e inspire sus actividades. Agradezco su respuesta a este llamado que nos impulsa para unirnos en la tarea de formar en el corazón de los niños y jóvenes “buenos cristianos y virtuosos ciudadanos”, “Discípulos y misioneros de Jesucristo para una sociedad nueva”. Les saludo con afecto a cada uno de ustedes, al P. César Mexicano Moncada, responsable de la pastoral educativa en nuestra diócesis. Saludo también de manera muy especial a ustedes niños y jóvenes, pues su presencia hoy en esta celebración es un signo de esperanza y de alegría para nuestra sociedad y para nuestra Iglesia. Les deseo que unidos a Jesucristo como el Señor de su vida y de su historia, esté siempre en la base de sus inspiraciones educativas y profesionales. Pues él es la piedra angular donde se fundamenta todo el edifico de la persona y de la humanidad (cf. 1 Pe 2, 6-8).
2. Este día la liturgia nos presenta como modelo de discípulo y misionero al Apóstol Bartolomé, uno de los doce apóstoles de quien conocemos solamente aquello que nos narra el evangelio. La tradición lo identifica con Natanael: un nombre que significa «Dios ha dado». Este Natanael provenía de Caná (cf. Jn 21, 2) y, por consiguiente, es posible que haya sido testigo del gran “signo” realizado por Jesús en aquel lugar (cf. Jn 2, 1-11). La identificación de los dos personajes probablemente se deba al hecho de que este Natanael, en la escena de vocación narrada por el evangelio de san Juan, está situado al lado de Felipe, es decir, en el lugar que tiene Bartolomé en las listas de los Apóstoles referidas por los otros evangelios.
3. A este Natanael Felipe le comunicó que había encontrado a “ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas: Jesús el hijo de José, el de Nazaret” (Jn 1, 45). Como sabemos, Natanael le manifestó un prejuicio más bien fuerte: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1, 46). Esta especie de contestación es, en cierto modo, importante para nosotros. En efecto, nos permite ver que, según las expectativas judías, el Mesías no podía provenir de una aldea tan oscura como era precisamente Nazaret (cf. Jn 7, 42). Pero, al mismo tiempo, pone de relieve la libertad de Dios, que sorprende nuestras expectativas manifestándose precisamente allí donde no nos lo esperaríamos. Por otra parte, sabemos que en realidad Jesús no era exclusivamente “de Nazaret”, sino que había nacido en Belén (cf. Mt 2, 1; Lc 2, 4) y que, en último término, venía del cielo, del Padre que está en los cielos.
4. Hermanos y hermanas, hoy que celebramos esta Eucaristía podemos reflexionar lo siguiente: “Dios se vale de muchos medios, pero sobre todo de muchas personas, para comunicar su mensaje de salvación. El objetivo de Jesús era muy claro “la instauración del Reino”, hoy a nosotros nos toca anunciar no solamente le mensaje del Reino, sino además la persona misma de Jesús. Para ello, la educación es un vehículo extraordinariamente eficaz y efectivo, pues la naturaleza misa de la educación así nos lo permite, es decir, “la educación permite sacar del ser humano lo mejor de sí” como es la fe. Una fe que es fruto del Espíritu que ha sido derramado en nuestros corazones y que nos lleva a creer en Jesucristo como “aquel del quien escribió Moisés y los profetas”. Los discípulos reconocieron que Jesús resucitado es nuestro hermano en la humanidad y que también es totalmente uno con Dios; que con su venida al mundo, con toda su vida, con su muerte y su resurrección, nos trajo a Dios, hizo presente a Dios en el mundo de modo nuevo y único; y que, por tanto, da sentido y esperanza a nuestra vida: en él encontramos el verdadero rostro de Dios, que realmente necesitamos para vivir. Educar en la fe, en el seguimiento y en el testimonio quiere decir ayudar a nuestros hermanos, o mejor, ayudarnos mutuamente a entablar una relación viva con Cristo y con el Padre. Esta ha sido desde el inicio la tarea fundamental de la Iglesia, como comunidad de los creyentes, de los discípulos y de los amigos de Jesús. La Iglesia, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo, es la compañía fiable en la que hemos sido engendrados y educados para llegar a ser, en Cristo, hijos y herederos de Dios. En ella recibimos al Espíritu, “que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (cf. Rm 8, 14-17).
5. La historia de Natanael nos sugiere otra reflexión: en nuestra relación con Jesús no debemos contentarnos sólo con palabras. Felipe, en su réplica, dirige a Natanael una invitación significativa: “Ven y lo verás” (Jn 1, 46). Nuestro conocimiento de Jesús necesita sobre todo una experiencia viva: el testimonio de los demás ciertamente es importante, puesto que por lo general toda nuestra vida cristiana comienza con el anuncio que nos llega a través de uno o más testigos. Pero después nosotros mismos debemos implicarnos personalmente en una relación íntima y profunda con Jesús. De modo análogo los samaritanos, después de haber oído el testimonio de su conciudadana, a la que Jesús había encontrado junto al pozo de Jacob, quisieron hablar directamente con él y, después de ese coloquio, dijeron a la mujer: “Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que este es verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn 4, 42). Como nos enseña la experiencia diaria —lo sabemos todos—, educar en la fe hoy no es una empresa fácil pues es una tarea que exige el testimonio de la propia fe vivida. En realidad, hoy cualquier labor de educación parece cada vez más ardua y precaria. Por eso, se habla de una gran “emergencia educativa”, de la creciente dificultad que se encuentra para transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un correcto comportamiento, dificultad que existe tanto en la escuela como en la familia, y se puede decir que en todos los demás organismos que tienen finalidades educativas. Entonces, ¿cómo proponer a los más jóvenes y transmitir de generación en generación algo válido y cierto, reglas de vida, un auténtico sentido y objetivos convincentes para la existencia humana, sea como personas sea como comunidades? Por eso, por lo general, la educación tiende a reducirse a la transmisión de determinadas habilidades o capacidades de hacer, mientras se busca satisfacer el deseo de felicidad de las nuevas generaciones colmándolas de objetos de consumo y de gratificaciones efímeras. Así, tanto los padres como los profesores sentimos fácilmente la tentación de abdicar de nuestras tareas educativas y de no comprender ya ni siquiera cuál es nuestro papel, o mejor, la misión que nos ha sido encomendada. Pero precisamente así no ofrecemos a los jóvenes, a las nuevas generaciones, lo que tenemos obligación de transmitirles. Con respecto a ellos somos deudores también de los verdaderos valores que dan fundamento a la vida. Esta situación evidentemente no satisface, no puede satisfacer, porque deja de lado la finalidad esencial de la educación, que es la formación de la persona a fin de capacitarla para vivir con plenitud y aportar su contribución al bien de la comunidad. Por eso, en muchas partes se plantea la exigencia de una educación auténtica y el redescubrimiento de la necesidad de educadores que lo sean realmente.
6. Queridos hermanos y hermanas, todo esto no disminuye la dificultad que encontramos para llevar a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes a encontrarse con Cristo y a entablar con él una relación duradera y profunda. Sin embargo, precisamente este es el desafío decisivo para el futuro de la fe, de la Iglesia y del cristianismo, y por tanto es una prioridad esencial de nuestro trabajo pastoral: “acercar a Cristo y al Padre a la nueva generación, que vive en un mundo en gran parte alejado de Dios”. Debemos ser siempre conscientes de que no podemos realizar esa obra con nuestras fuerzas, sino sólo con el poder del Espíritu Santo. Son necesarias la luz y la gracia que proceden de Dios y actúan en lo más íntimo de los corazones y de las conciencias. Así pues, para la educación y la formación cristiana son decisivas ante todo la oración y nuestra amistad personal con Jesús, pues sólo quien conoce y ama a Jesucristo puede introducir a sus hermanos en una relación vital con él.
7. Queridos amigos, impulsados precisamente por esta necesidad no olvidemos nunca las palabras de Jesús: “A ustedes les he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre se los he dado a conocer. No me han elegido ustedes a mí, sino que yo les he elegido a ustedes, y les he destinado para que vayan y den fruto, y que su fruto permanezca” (Jn 15, 15-16). Por eso, nuestras comunidades sólo podrán trabajar con fruto y educar en la fe y en el seguimiento de Cristo si son ellas mismas auténticas «escuelas» de oración en las que se viva el primado de Dios (cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Novo millennio ineunte, 33).
8. Volviendo a la escena de vocación, el evangelista nos refiere que, cuando Jesús ve a Natanael acercarse, exclama: “He aquí un israelita de verdad, en quien no hay engaño” (Jn 1, 47), suscitando suscita la curiosidad de Natanael, que replica asombrado: ¿De qué me conoces? (Jn 1, 48). La respuesta de Jesús no es inmediatamente comprensible. Le dice: “Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi” (Jn 1, 48). No sabemos qué había sucedido bajo esa higuera. Es evidente que se trata de un momento decisivo en la vida de Natanael. Él se siente tocado en el corazón por estas palabras de Jesús, se siente comprendido y llega a la conclusión: este hombre sabe todo sobre mí, sabe y conoce el camino de la vida, de este hombre puedo fiarme realmente. Y así responde con una confesión de fe límpida y hermosa, diciendo: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1, 49). En ella se da un primer e importante paso en el itinerario de adhesión a Jesús. Las palabras de Natanael presentan un doble aspecto complementario de la identidad de Jesús: es reconocido tanto en su relación especial con Dios Padre, de quien es Hijo unigénito, como en su relación con el pueblo de Israel, del que es declarado rey, calificación propia del Mesías esperado. No debemos perder de vista jamás ninguno de estos dos componentes, ya que si proclamamos solamente la dimensión celestial de Jesús, corremos el riesgo de transformarlo en un ser etéreo; y si, por el contrario, reconocemos solamente su puesto concreto en la historia, terminamos por descuidar la dimensión divina que propiamente lo distingue.
9. Los adolescentes y los jóvenes, cuando se sienten respetados y tomados en serio en su identidad y libertad, a pesar de su inconstancia y fragilidad, se muestran dispuestos a dejarse interpelar por propuestas exigentes; más aún, se sienten atraídos y a menudo fascinados por ellas. También quieren mostrar su generosidad en la entrega a los grandes valores perennes, que constituyen el fundamento de la vida. El auténtico educador también toma en serio la curiosidad intelectual que existe ya en los niños y con el paso de los años asume formas más conscientes. Con todo, el joven de hoy, estimulado y a menudo confundido por la multiplicidad de informaciones y por el contraste de ideas y de interpretaciones que se le proponen continuamente, conserva dentro de sí una gran necesidad de verdad. La labor educativa implica la libertad, pero también necesita autoridad. Por eso, especialmente cuando se trata de educar en la fe, es central la figura del testigo y el papel del testimonio. El testigo de Cristo no transmite sólo informaciones, sino que está comprometido personalmente con la verdad que propone, y con la coherencia de su vida resulta punto de referencia digno de confianza. Pero no remite a sí mismo, sino a Alguien que es infinitamente más grande que él, en quien ha puesto su confianza y cuya bondad fiable ha experimentado. Por consiguiente, el auténtico educador cristiano es un testigo cuyo modelo es Jesucristo, el testigo del Padre que no decía nada de sí mismo, sino que hablaba tal como el Padre le había enseñado (cf. Jn 8, 28). Esta relación con Cristo y con el Padre es para cada uno de nosotros, queridos hermanos y hermanas, la condición fundamental para ser educadores eficaces en la fe. La conciencia de estar llamados a ser testigos de Cristo no es, por tanto, algo que se añade después, una consecuencia de algún modo externa a la formación cristiana, como por desgracia se ha pensado a menudo y también hoy se sigue pensando, sino, al contrario, es una dimensión intrínseca y esencial de la educación en la fe y en el seguimiento, del mismo modo que la Iglesia es misionera por su misma naturaleza (cf. Ad gentes, 2).
10. Queridos hermanos y hermanas, que el Señor nos conceda siempre la alegría de creer en él, de crecer en su amistad, de seguirlo en el camino de la vida y de dar testimonio de él en todas las situaciones, de forma que podamos transmitir la inmensa riqueza y belleza de la fe en Jesucristo. María modelo de educadora interceda por nosotros. Amén.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro