X DOMINGO ORDINARIO – C. Ver con ojos de misericordia.

X Domingo Ordinario – C

Ver con ojos de misericordia

Evangelio de San Lucas 7,11-17

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En el relato del Evangelio del día de hoy, San Lucas nos presenta un acontecimiento extraordinario y maravilloso en el ministerio público de la vida de Jesús. Es la narración de un hecho característico propio de este evangelista. Se trata de la resurrección del hijo único de una mujer viuda en el poblado de Naím, que coincidentemente no está lejos del lugar donde el profeta Eliseo resucitó al hijo único de una mujer sunamita que había concebido a pesar de su avanzada edad (2 Re 4,18).

Vemos a Jesús que camina acompañado no solamente de sus discípulos, sino que lo sigue una gran muchedumbre. Llegando a la puerta del poblado de Naím, sacaban a enterrar a un joven muerto, de quien se afirma que era hijo único, magnificando de esta manera la difícil situación de muerte que padece la mujer, quien por si fuera poco, también es viuda. La acompañan en este dolor mucha gente del pueblo, quienes no pueden hacer nada, sino solamente caminar lamentándose la situación de muerte.

Pero en medio de este oscuro panorama, aparece la presencia luminosa y confortante de Jesús, con su mirada bondadosa y las palabras que salen de su boca: “No llores”. Son palabras que dejan al descubierto el corazón embargado de compasión ante la tragedia humana y la tierna solicitud que mostró por todas las mujeres. A la mirada de amor y a la palabra esperanzadora, se asocia el gesto de cercanía para tocar el féretro, gesto prohibido por las leyes de la pureza ritual, que solo se transgreden lícitamente por el único principio de procurar la vida de la persona.

La Palabra poderosa de Jesús transforma la situación de muerte en situación de vida: “Joven, yo te lo mando: Levántate. El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre”. Ahora, la madre y todos sus acompañantes, pueden volver y entrar en la comunidad revividos en su interior, han descubierto la presencia de Dios en medio de ellos, por eso lo pueden alabar, han recibido la Palabra de un gran profeta, están convencidos que Dios los ha visitado.

Para la teología de San Lucas el relato evidencia no sólo el poder de Jesús como Señor, dueño de la vida y vencedor de la muerte, sino que, manifiesta la misericordia del Salvador. Es el rostro visible del Dios misericordioso que visita a su pueblo, es el primer gran Misionero del Padre, que ha venido a tocar las puertas de las personas y de los pueblos, para compadecerse y salvar de las situaciones de muerte que arrebatan y roban la alegría de vivir. Este es el signo visible y tangible de la misericordia de Dios hacia los pequeños, los abandonados, los descartados, los que lloran la muerte de sus seres queridos. Jesús siembra la esperanza en el corazón del hombre y de la comunidad que carecen de ella.

La misión de Jesús es la misión de la Iglesia. “La Iglesia peregrinante es misionera por naturaleza, porque toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio del Padre. Por eso, el impulso misionero es fruto necesario de la vida que la Trinidad comunica a los discípulos” (DA 347). La misión de Jesús nos apremia, prefigurada en los discípulos y la muchedumbre que lo sigue hasta la puerta de la ciudad de Naím, hoy mismo es una urgencia para la comunidad cristiana. En una cultura de muerte que arrastra tras de sí a muchos hermanos que caminan sin esperanza, se espera la actitud decidida y valiente de los discípulos misioneros de Jesucristo, que llevando la Palabra de vida devuelven la alegría de la esperanza cristiana a quienes la necesitan.

La misión de la Iglesia es manifestar el inmenso amor del Padre; con su anuncio kerigmático invita a tomar conciencia de ese amor vivificador de Dios que se nos ofrece en Cristo muerto y resucitado. Esto es lo primero que necesitamos anunciar y escuchar. Esto es lo que nuestros pueblos desean escuchar, tienen sed de vida y felicidad en Cristo, lo buscan como fuente de vida. De los que viven en Cristo se espera un testimonio muy creíble de santidad y compromiso. Deseando y procurando esa santidad no vivimos menos, sino mejor, porque cuando Dios pide más es porque está ofreciendo mucho más; Cristo no quita nada y lo da todo (cf. DA 351).