Muy apreciados hermanos Sacerdotes, muy queridos hermanos consagrados y consagradas, queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:
1. Con gran alegría dirijo mi afectuoso saludo a todos ustedes, quienes se han reunido en este legendario santuario de Nuestra Señora del Pueblito, para dar gracias al Buen Dios por tantos signos de su benevolencia y de su misericordia, manifestados a lo largo de estos 800 años en la vida y en el carisma de la Orden de Hermanas Pobres de San Damián (Clarisas). Les saludo con la alegría del Señor resucitado, el Esposo fiel quien se regocija ante la belleza de su Esposa, la Iglesia. Me dirijo con un especial saludo a las presidentas de las tres confederaciones aquí presentes:
- De la Federación Santa Clara: Sor Aurora Patricia Bravo;
- De la Federación de Nuestra Señora de los Ángeles: Sor Asunción Pérez;
- De la Federación de San Francisco: Sor Soledad Correa.
Agradezco la invitación que me han hecho para clausurar este jubileo, el cual ha querido ser un tiempo de regeneración y fortalecimiento espiritual de la esencia del carisma que Clara de Asís vislumbró, como un estilo de vida capaz de darle sentido a la vida y de vivir el Evangelio de manera radical. Como Clara y sus compañeras, innumerables mujeres a lo largo de estos 800 años de historia, se han sentido atraídas por el amor a Cristo que, en la belleza de su divina Persona, llena su corazón. Y toda la Iglesia, mediante la mística vocación nupcial de las vírgenes consagradas, se muestra como lo que será para siempre: la Esposa hermosa y pura de Cristo.
2. En una celebración jubilar tan significativa, considero que es en verdad justo y necesario comprender cada vez más profundamente el valor de la vocación, que es un don de Dios que ha de hacerse fructificar viviendo “la radicalidad de la pobreza, unida a la confianza total en la Providencia divina”, fruto del encuentro personal y comunitario con el Señor en el desierto de la vida (cf. Os 2, 16). En el convento de san Damián, Clara practicó de modo heroico las virtudes que deberían distinguir a todo cristiano: la humildad, el espíritu de piedad y de penitencia, y la caridad. Aunque era la superiora, ella quería servir personalmente a las hermanas enfermas, dedicándose incluso a tareas muy humildes, pues la caridad supera toda resistencia y quien ama hace todos los sacrificios con alegría.
3. En la liturgia de la palabra de esta hermosa celebración hemos escuchado el texto comúnmente conocido como “la parábola de la vid y los sarmientos” (cf. Jn 15,4-10). Pensando en santa Clara y en su obra hoy que celebramos 800 años de su existencia, podemos comprender lo que significa vivir como sarmientos de la verdadera vid, que es Cristo, y dar fruto. El evangelio de hoy nos evoca la imagen de esa planta, que en Oriente crece lozana y es símbolo de fuerza y vida, y también una metáfora de la belleza y el dinamismo de la comunión de Jesús con sus discípulos y amigos, con nosotros. En la parábola de la vid, Jesús no dice: “Ustedes son la vid”, sino: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos” (Jn 15, 5). Y esto significa: “Así como los sarmientos están unidos a la vid, de igual modo ustedes me pertenecen. Pero, perteneciendo a mí, pertenecen también unos a otros”. Y este pertenecerse uno a otro y a Él, no entraña un tipo cualquiera de relación teórica, imaginaria, simbólica, sino –casi me atrevería a decir– un pertenecer a Jesucristo en sentido biológico, plenamente vital. La Iglesia es esa comunidad de vida con Jesucristo y de uno para con el otro, que está fundada en el Bautismo y se profundiza cada vez más en la Eucaristía. “Yo soy la verdadera vid”; pero esto significa en realidad: “Yo soy ustedes y ustedes son yo”; una identificación inaudita del Señor con nosotros, con su Iglesia.
4. El Señor prosigue: “Permanezcan en mí, y yo en ustedes”. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí… porque sin mí -separados de mí, podría traducirse también- no pueden hacer nada” (Jn 15, 4. 5b). Cada uno de nosotros ha de afrontar una decisión a este respecto. El Señor nos dice de nuevo en su parábola lo seria que ésta es: “Al que no permanece en mí lo tiran fuera como el sarmiento, y se seca; luego recogen los sarmientos desechados, los echan al fuego y allí se queman” (cf. Jn 15, 6). Sobre esto, comenta san Agustín: “El sarmiento ha de estar en uno de esos dos lugares: o en la vid o en el fuego; si no está en la vid estará en el fuego. Permaneced, pues, en la vid para libraros del fuego” (In Ioan. Ev. Tract., 81, 3 [PL 35, 1842]).
5.Hermanos y hermanas, la opción que se plantea nos hace comprender de forma insistente el significado fundamental de nuestra decisión de vida. Al mismo tiempo, la imagen de la vid es un signo de esperanza y confianza. Encarnándose, Cristo mismo ha venido a este mundo para ser nuestro fundamento. En cualquier necesidad y aridez, Él es la fuente de agua viva, que nos nutre y fortalece. Él en persona carga sobre sí el pecado, el miedo y el sufrimiento y, en definitiva, nos purifica y transforma misteriosamente en sarmientos buenos que dan vino bueno. En esos momentos de necesidad nos sentimos a veces aplastados bajo una prensa, como los racimos de uvas que son exprimidos completamente. Pero sabemos que, unidos a Cristo, nos convertimos en vino de solera. Dios sabe transformar en amor incluso las cosas difíciles y agobiantes de nuestra vida. Lo importante es que “permanezcamos” en la vid, en Cristo. En este breve pasaje, el evangelista usa la palabra “permanecer” una docena de veces. Este “permanecer-en-Cristo” caracteriza todo el discurso. En nuestro tiempo de inquietudes e indiferencia, en el que tanta gente pierde el rumbo y el fundamento; en el que la fidelidad del amor en el matrimonio y en la amistad se ha vuelto tan frágil y efímera; en el que desearíamos gritar, en medio de nuestras necesidades, como los discípulos de Emaús: “Señor, quédate con nosotros, porque anochece (cf. Lc 24, 29), sí, las tinieblas nos rodean”; el Señor resucitado nos ofrece en este tiempo un refugio, un lugar de luz, de esperanza y confianza, de paz y seguridad. Donde la aridez y la muerte amenazan a los sarmientos, allí en Cristo hay futuro, vida y alegría, allí hay siempre perdón y nuevo comienzo, transformación entrando en su amor.
6. Permanecer en Cristo significa, como ya hemos visto, permanecer también en la Iglesia. Toda la comunidad de los creyentes está firmemente unida en Cristo, la vid. En Cristo, todos nosotros estamos unidos. En esta comunidad, Él nos sostiene y, al mismo tiempo, todos los miembros se sostienen recíprocamente. Juntos resistimos a las tempestades y ofrecemos protección unos a otros. Nosotros no creemos solos, creemos con toda la Iglesia de todo lugar y de todo tiempo, con la Iglesia que está en el cielo y en la tierra.
7. La Iglesia como mensajera de la Palabra de Dios y dispensadora de los sacramentos nos une a Cristo, la verdadera vid. La Iglesia, en cuanto “plenitud y el complemento del Redentor” – como la llamaba Pío XII – (Mystici corporis, AAS 35 [1943] p. 230: “plenitudo et complementum Redemptoris”) es para nosotros prenda de la vida divina y mediadora de los frutos de los que habla la parábola de la vid. Así, la Iglesia es el don más bello de Dios. Por eso san Agustín podía decir: “Cada uno posee el Espíritu Santo en la medida en que uno ama a la Iglesia” (In Ioan. Ev. Tract. 32, 8 [PL 35, 1646]). Con la Iglesia y en la Iglesia podemos anunciar a todos los hombres que Cristo es la fuente de la vida, que Él está presente, que Él es la gran realidad que buscamos y anhelamos. Él se entrega a sí mismo y así nos da a Dios, la felicidad, el amor. Quien cree en Cristo, tiene futuro. Porque Dios no quiere lo que es árido, muerto, artificial, lo que al final es desechado, sino que quiere lo que es fecundo y vivo, la vida en abundancia, y Él nos da la vida en abundancia.
8. Y es exactamente así, queridos amigos que se puede llegar a ser santos, solamente permaneciendo unidos a Cristo: son los santos quienes cambian el mundo a mejor, lo transforman de modo duradero, introduciendo las energías que sólo el amor inspirado por el Evangelio puede suscitar. Los santos son los grandes bienhechores de la humanidad.
9. Hermanas Clarisas, la espiritualidad de santa Clara, la síntesis de su propuesta de santidad está recogida en la cuarta carta a santa Inés de Praga. Santa Clara utiliza una imagen muy difundida en la Edad Media, de ascendencias patrísticas: el espejo. E invita a su amiga de Praga a reflejarse en ese espejo de perfección de toda virtud que es el Señor mismo. Escribe: «Feliz, ciertamente, aquella a la que se concede gozar de estas sagradas nupcias, para adherirse desde lo más hondo del corazón a aquel [a Cristo] cuya belleza admiran incesantemente todos los dichosos ejércitos de los cielos, cuyo afecto apasiona, cuya contemplación conforta, cuya benignidad sacia, cuya suavidad colma, cuyo recuerdo resplandece suavemente, cuyo perfume devuelve los muertos a la vida y cuya visión gloriosa hará bienaventurados a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial. Y, puesto que él es esplendor de la gloria, candor de la luz eterna y espejo sin mancha, mira cada día este espejo, oh reina esposa de Jesucristo, y escruta continuamente en él su rostro, para que de ese modo puedas adornarte toda por dentro y por fuera… En este espejo refulgen la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad» (Carta IV: FF, 2901-2903). Hoy deseo invitarles a reavivar el carisma que han recibido, es una joya preciosa que engalana la esposa de Cristo, su consagración no es una realidad que ustedes vivan de manera independiente y aislada, tienen una comunidad que históricamente las respalda, por lo tanto vivan de acurdo a ella. Ante la necesidad de un renovado compromiso de santidad, santa Clara da también un ejemplo de la pedagogía de la santidad que, alimentándose de una oración incesante, lleva a convertirse en contempladores del rostro de Dios, abriendo de par en par el corazón al Espíritu del Señor, que transforma toda la persona, la mente, el corazón y las acciones, según las exigencias del Evangelio.
10. Ustedes, queridas clarisas, realicen el seguimiento del Señor en una dimensión esponsal, renovando el misterio de virginidad fecunda de la Virgen María, Esposa del Espíritu Santo, la mujer perfecta. Ojalá que la presencia de sus monasterios totalmente dedicados a la vida contemplativa sea también hoy «memoria del corazón esponsal de la Iglesia» (Verbi Sponsa, 1), llena del ardiente deseo del Espíritu, que implora incesantemente la venida de Cristo Esposo (cf. Ap 22, 17). Hagan suyas cada día las palabras de Clara quien decía en alguna de su cartas: «Amándolo, eres casta; tocándolo, serás más pura; dejándote poseer por él eres virgen. Su poder es más fuerte, su generosidad más elevada, su aspecto más bello, su amor más suave y toda gracia más fina. Ya te ha estrechado en su abrazo, que ha adornado tu pecho con piedras preciosas… y te ha coronado con una corona de oro grabada con el signo de la santidad» (Carta I: FF, 2862).
11. No podemos dejar de destacar que a 800 años de su existencia, la Regla de santa Clara conserva intacta su fascinación espiritual y su riqueza teológica. La perfecta consonancia de valores humanos y cristianos, y la sabia armonía de ardor contemplativo y de rigor evangélico, la confirman para ustedes queridas clarisas, como un camino real que es preciso seguir sin componendas o concesiones al espíritu del mundo. A cada una de ustedes santa Clara dirige las palabras que dejó a Inés de Praga: «¡Dichosa tú, a quien se concede gozar de este sagrado convite, para poder unirte con todas las fibras de tu corazón a Aquel, cuya belleza es la admiración incansable de los escuadrones bienaventurados del cielo» (Carta cuarta a Inés de Praga, 9-10).
12. Agradeciendo a Dios que nos da a los santos que hablan a nuestro corazón y nos ofrecen un ejemplo de vida cristiana a imitar, quiero concluir con las mismas palabras de bendición que santa Clara compuso para sus hermanas y que todavía hoy custodian con gran devoción las Clarisas, que desempeñan un papel precioso en la Iglesia con su oración y con su obra. Son expresiones en las que se muestra toda la ternura de su maternidad espiritual: «Les bendigo en vida y después de mi muerte, como puedo y más de cuanto puedo, con todas las bendiciones con las que el Padre de las misericordias bendice y bendecirá en el cielo y en la tierra a su hijos e hijas, y con las que un padre y una madre espiritual bendicen y bendecirán a sus hijos e hijas espirituales. Amén» (FF, 2856).
13. Que la Virgen Santísima del Pueblito, siga intercediendo por cada uno de ustedes y que su maternal intercesión les alcance la gracia de vivir cada día con mayor entrega, su vida y su consagración. Amén.
† Mons. Faustino Armendáriz Jiménez
IX Obispo de Querétaro