J. Antonio Arvizu V. – Filiberto Cruz R
A Maité y Jaime
Este jueves 12 de noviembre del presente, en el histórico Teatro de la República de la Ciudad de Querétaro se llevó a cabo el “Foro Internacional sobre el Cuidado de la casa común”, e el que participaron el Cardenal Peter Turkson (Prsidente del Consejo Pontificio Justicia y Paz), Felipe Calderón Hinojosa (Presidente de la Fundación Desarrollo Humano Sustentable) y Francisco Barnés de Castro (Exrector de la Universidad Nacional Autónoma de México). La temática giró en torno a la Encíclica del Papa Francisco Laudato síi.
Con motivo de este acontecimiento volvemos a presentar una reflexión que proponíamos hace 21 años, en un texto publicado en “La Diócesis de Querétaro. Presencia y voz”, con el título de “Las fronteras de un tiempo común”.
«La reflexión sobre el tiempo es quizá la única posibilidad de no perderlo. El tiempo es lo fugaz, lo efímero, porque se ha visto cómo lo presente, se mueve con el vértigo de los cambios.
Históricamente vivimos un momento sin precedentes: el hombre tiene en sus manos el poder de suspender y poner fin al tiempo humanamente visible; y esta “capacidad” ha nacido de la urgencia y la precipitación de una necia dinámica mundial.
Paralelamente transcurre un tiempo artificial, provocado por modos de vida en constante evasión del compromiso por crearse un tiempo y vivirlo.
El tiempo de las civilizaciones ha sido fracturado, de modo que se verifican diferencias temporales en la apreciación de los productos de la cultura; ante el aparador de nuestro mundo se distancia la atención a un mismo objeto desde diversos observadores, tal distancia es un problema de tiempo; porque del anciano al niño que mendiga, o a la mujer de su hogar; o al hombre de negocios, existe un abismo de tiempos artificiales que se concretan en las posibilidades e imposibilidades de acceder a un mismo mundo. Nuestra gente vive tiempos relativos a su prisa o intereses: el tiempo se ha particularizado a pesar de deber ser una experiencia tan real como compartida en virtud de la elemental certeza de que a fin de cuentas inevitablemente moriremos.
La muerte es frontera común en el tiempo.
El tiempo de vida crea parcelas que finalmente la muerte unifica; porque ésta, llenando de sentido a cada vivencia hace que ellas mismas sean quienes dan sentido al tiempo.
Cada quien no es sino obra de sus realizaciones en el tiempo.
Paradójicamente gravitamos en el tiempo incapaces de sopesarlo. Corremos en el tiempo no aptos para asirlo. Preocupamos nuestro tiempo en la obtención de oportunidades —ofrecidas gangas— abaratando precisamente nuestros momentos.
Tal superficialidad emana de la desatención al valor del tiempo recorrido; a la intencional y pueril ceguera frente a la inminencia de la muerte; a la indiferencia por subsanar las distancias con mis otros y a nuestra concesión ante la aparente inevitabilidad del tiempo artificial impuesto.
La conciencia ecológica (valedera mientras no permita ser víctima o instrumento del manoseo ideológico-político, ni de la cómoda —y por ello efímera— hipocresía de la moda) nos obliga con premura a enfrentar el factible y acechante fantasma cada vez más tangible del holocausto de nuestra casa natural, en la que aparentamos vivir como inquilinos morosos, víctima de nuestras ilusorias esperanzas que suponen un tiempo prorrogable exento de embargos, indemne.
Sedientos de novedades nos aventuramos en su búsqueda hasta llegar a lo ridículo, al hastío; sin tener en cuenta que finalmente cada día todo lo que me rodea es nuevo para mí, es otra oportunidad de aferrarme a la historia, de integrarme al tiempo, de edificar un verdadero, original, personal y satisfactorio mundo.
Tiempo, momento en movimiento. La actualidad no significa tiempos nuevos, sino la necesidad de rehabilitar el momento que abra un espacio: el renuevo que el tiempo debe ser.
El tiempo es lo más arriesgado y a la vez lo más oportuno, porque nuestro final es ignorado.
De tal manera, no construir en el tiempo es fatiga inútil, cúmulo de vueltas en las manecillas del reloj, que no sacian el legítimo de permanecer desafiando a la muerte (que es fin de un tiempo) en nuestras huellas que habiten el tiempo comenzado de otros; temporalidad que hace nacer otro deseo, la entrañable certeza de una permanencia que releve a mi existencia por encima del tiempo. Es decir, el tiempo que nos engendra y nos suprime es “culpable” del amor a la existencia que responde a nuestro derecho de quererla por sobre de aquel.
El tiempo es la cita con los otros, por lo que debemos humanizarlo lejos de la tiranía que implican los horarios, una disponibilidad no sujeta a los relojes.
En suma, el tiempo no es sólo presente sino además el equipaje de nuestra recolección —por más apresurada e inconsciente— de testigos que nombran lo que cada quien se ha configurado.