La Iglesia, Escuela de Discípulos

Mensaje a las Asociaciones y Movimientos de Laicos

 

INTRODUCCIÓN

1. Estamos a las puertas de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. El Concilio Vaticano II fue una singular gracia de Dios, un don del Espíritu Santo para la Iglesia y para el mundo. Se centró en dos temas principales: la respuesta de la Iglesia al mundo moderno (la ilustración) (Gaudiun et Spes) y el diálogo ecuménico y con las grandes religiones a partir de la propia identidad (Lumen Gentiun). Eran temas centroeuropeos. Hubo necesidad de “adaptar” el Concilio a la iglesia latinoamericana; por eso vino inmediatamente Medellín y, sobre todo, Puebla. Aquí el Papa Juan Pablo II nos fijo los criterios de nuestra identidad cristiana: La Verdad sobre Jesucristo, sobre la Iglesia y sobre el Hombre, temas que desarrollaron los Obispos “encarnándolos” en una eclesiología latinoamericana al tocar temas como el de la religiosidad o piedad popular y el de la evangelización de las culturas, inspiradas en la exhortación apostólica de Pablo VI  “Evangelii Nuntiandi”. El tema de Puebla sería “profundizado” en Santo Domingo, aunque las circunstancias históricas, es ligamen con el V Centenario y sus polémicas, no ayudaron a su plena difusión y asimilación. Todo este trabajo y esfuerzo evangelizador trata de perfilar la identidad católica —el “sustrato católico” le llama Puebla— del continente latinoamericano.  

TEMA GENERAL

2. Para la V Conferencia del Episcopado Latinomericano el Papa Benedicto XVI nos quiere ayudar a perfilar esta identidad del fiel católico con el tema: 

Discípulos y Misioneros de Jesucristo
para que nuestros pueblos en Él tengan vida:
“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”(Jn 14, 6). 

3. Discípulos y Misioneros de Jesucristo: Acabamos de celebrar el Año y el Sínodo sobre la Eucaristía, después del Gran Jubileo. Allí la Iglesia nos ofrece un encuentro con Cristo vivo. Recordemos las presencias de Jesús entre nosotros, del Emmanuel: Presente en su Palabra, presente en sus ministros, presente singularísimamente en el Sacramento, presente en la comunidad reunida en su Nombre y presente en el hermano pobre en la vida de todos los días. Este encuentro se inicia en el Bautismo, crece en la Confirmación, se fortalece en la Eucaristía y seprolonga durante toda la vida mediante la escucha de la Palabra del Maestro, y la permanenciaconstante en su intimidad en la oración y que se traduce en seguimiento mediante la vida cristiana y el testimonio por el apostolado: Discipulado y Misión. 

4. Para que en Él nuestros pueblos tengan vida: “Yo he venido para que tengan vida y vida abundante” (Jn 10,10), porque “Yo soy el Pan vivo bajado del cielo” (Jn 6, 35) ha dicho con soberana autoridad Jesucristo. Por eso su Iglesia, la católica, es “el pueblo de la vida y para la vida” y su misión es cuidar, tutelar, promover y comunicar vida. ¡Vida para todos! “La Gloria de Dios consiste en que el hombre viva” (San Ireneo). 

5. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). En tres palabras se define Jesucristo: Camino trazado por el Padre que hay que seguir; Verdad que nos hace libres del error y de la ignorancia en que nos dejó el pecado original, y Vida que, unidos a él como Vida verdadera, nos conecta con la vida eterna. La vida que Dios inicia no termina jamás; para el discípulo de Jesucristo recibe su plenitud en la Santa Trinidad, que es fuente y su destino final.  

LAS NOTAS DEL DISCÍPULO

6. Desglosado así brevemente el tema, nos vamos a fijar en el Discipulado y en la Misión que se sigue necesariamente de él. Es el contenido del capítulo tercero del Documento de Participación. 

7. El encuentro. Todo se inicia con un acto libre de Dios que “sale al encuentro del hombre”. Los Padres de la Iglesia refieren la parábola de la oveja perdida a Dios que, como pastor de la humanidad, va en su búsqueda, “hasta que la encuentra”. Toda la historia de la salvación es la búsqueda de Dios por el hombre, para que éste se deje encontrar. Porque el hombre “se escondió” de Dios en el paraíso: “Adán ¿dónde estás? -Tuve miedo a tu presencia y me escondí”. Se nos antoja ridícula esta escena, si no escondiera todo el drama de la humanidad y del amor misericordioso de Dios. El hombre es eternamente buscado por Dios. La iniciativa es siempre de Dios. Él “se aparece” a Abraham, a Moisés, Él “visita” por medio del arcángel Gabriel a María, Él “habla en sueños” a José, Él llama a los primeros discípulos por medio del Bautista —aquí hay ya una mediación humana— al escucharlo decir: “Éste es el cordero de Dios”, ellos dejan a Juan y “lo siguen”. Él se “vuelve hacia ellos” e inicia el diálogo: “¿A quién buscan?” Ellos le contestan con otra pregunta: “Maestro, ¿dónde vives? Y Él les contesta: “Vengan a ver” y “se quedaron con Él”. Toda una teología y una descripción maravillosa del discipulado. El Papa Benedicto comenta así la escena: 

8. “Nos encontramos con dos palabras particularmente significativas: “buscar” y “encontrar”. Podemos extraer de este pasaje evangélico… esos dos verbos y sacar una indicación fundamental para el año nuevo, un tiempo en el que queremos renovar nuestro camino espiritual con Jesús, con la alegría de buscarlo y encontrarlo incesantemente… Buscar y encontrar a Cristo, manantial inagotable de verdad y de vida… Para el creyente, se trata de una incesante búsqueda y de un nuevo descubrimiento, pues Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre, pero nosotros, el mundo, la historia, no somos nunca los mismos, y Él nos sale al paso para darnos su comunión  la plenitud de su vida” (Angelus, 16-I-06). 

9. Si la búsqueda es incesante, el encuentro debe ser continuo mediante los signos de su presencia: Escucha de la Palabra de Dios, participación activa en la santa Eucaristía, adhesión a la enseñanza de la Iglesia y servicio a los hermanos, en especial a quien tiene especial necesidad. Este tema lo desarrolló el Papa Juan Pablo II en su Carta postsinodal “Ecclesia in America” y los Obispos mexicanos en nuestra Carta pastoral: “Del Encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos”. 

10. La escucha. No basta encontrar, es necesario escuchar. La Iglesia, como Israel, es el pueblo que vive, “no sólo de Pan sino de la escucha de la Palabra de Dios”. No somos, como los musulmanes y los mismos protestantes, el pueblo del libro, sino de la Palabra; y la Palabra, como la música, sólo existe cuando es escuchada. La tenemos, en parte, fijada en la Escritura, para auxilio nuestro, a nuestra disponibilidad; pero esa Palabra es Alguien, a quien hay que escuchar con atención; para eso hay que hacer silencio en el corazón, en el interior, en la vida. La Iglesia debe ser como María, a los pies del Maestro, escuchando su palabra. Es la parte mejor. Hay demasiado ruido en el exterior y, sobre todo, en el interior del corazón del hombre moderno. Éste no resiste el silencio. No escuchamos lo que verdaderamente vale, lo que nos habla al corazón como es la naturaleza, el primer libro de Dios, y el santo Evangelio con toda la Biblia. Israel se formó por la convocación que Dios hizo mediante sus “diez palabras” en el Sinaí. Por eso,  el reproche mayúsculo de Dios a Israel fue “este es un pueblo que jamás escuchó la palabra del Señor”, y la exhortación de Dios, buscando a Israel, es “Ojalá me escucharas, Israel”. La Palabra de Dios formó, constituyó a Israel como pueblo de Dios; por eso, sólo puede mantenerse como tal en la escucha de esa Palabra. Sin escucha de la Palabra, se disuelve la comunidad, y la comunidad será siempre el lugar preferente para la escucha de la Palabra de Dios. Esto se realiza maravillosamente en la liturgia, en la Misa dominical. 

11. La Palabra de Dios tiene dos efectos: es palabra salvadora y da vida eterna: “Tú tienes palabras de vida eterna”; pero también tiene el efecto contrario, endurece el corazón. El hombre es el único ser que puede decir no a Dios: “Para que oyendo no entiendan”, decía Jesús. Dios enmudeció un tiempo al profeta Ezequiel, para que supieran que había un profeta, pero que ya era inútil que les hablara, porque no lo iban a escuchar. Nunca como ahora se ha predicado el Evangelio en nuestra diócesis: Celebraciones eucarísticas, homilías, retiros, encuentros, catequesis, instrucción presacramental, etcétera, y nunca como ahora, quizá, exista una sordera tan grande respecto a la Palabra de Dios. 

12. Hay una escucha de la Palabra de Dios que nos interpela mediante la voz: la predicación, la catequesis, etcétera, y que necesita de la interiorización: Escuchar al “Maestro interior”, decía san Agustín. Pero hay otra palabra de Dios “vivencial”, que hay que saber escuchar, y es el “rostro”, la “mirada” de los demás. Es la que leyeron los apóstoles en el paralítico y Jesús escuchaba al ver a la multitud y con la que la “habló” a Pedro en el palacio del sumo sacerdote: “Jesús miró a Pedro”. Estamos en la cultura de la imagen, pero no sabemos leer ni escuchar la mirada del prójimo; más bien, la esquivamos. Es impresionante en este renglón la sordera o ceguera espiritual de los católicos ricos. Particular sordera suelen padecer también los hombres del poder. El poder los vuelve insensibles a esta voz de Dios. 

13. A esta voz, que es clamor angustioso y hasta amenazante, se añade la “voz de los hechos”, de las realidades que estamos viviendo, de los acontecimientos de nuestra historia y vida nacional. Lo que hemos vivido en los últimos tiempos, no ha pasado; está vigente y nos sigue interpelando: Es la voz de Dios que debemos escuchar en los “signos de los tiempos”. Sabemos leer el cielo, pero no la presencia de Dios en la tierra. 

14. Conversión. La exhortación de los profetas, para llegar a ser “discípulos de Dios”, invitaba al hombre al “dejar su propio camino y volverse a Dios”. Con-versión, echar marcha atrás, ir por otro camino, como los Magos al regreso de Belén. No podemos encontrarse de verdad con Jesús y escuchar su Palabra sin ser mejores, sin cambiar nuestra actitud anterior: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1,14s), fue su grito inicial y permanente. La “conversión” consiste en cambiar el corazón y, consiguientemente, toda la vida. El retrato hablado del hombre convertido es el que describe Jesús en las Bienaventuranzas. El bienaventurado por excelencia es Jesús, y las bienaventuranzas su retrato. La medida de la conversión, y por tanto del discipulado, es la imitación de Cristo. Lo comento con las palabras del Papa Benedicto XVI: 

15. “Los santos son los verdaderos reformadores. Ahora quiero expresarlo de manera más radical aún; sólo los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo de este mundo… La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, lleva al totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan al mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador; el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, el amor eterno. Y, ¿qué puede salvarnos si no es el amor?” (A los Jóvenes, Colonia, 2005). 

16. Ser discípulo consiste en  “amar a Dios con todo el corazón y amar al prójimo como Cristo nos enseñó”; en ser santo, pues “pedir el bautismo es pedir ser santo” (Juan Pablo II). 

17. La comunidad. La salvación de Dios se opera en la comunidad. Dios no nos quiso salvar solos, sino formando una comunidad, un pueblo de salvación que se llama iglesia: pueblo convocado para recibir, celebrar y comunicar la salvación. Por eso, la máxima expresión de la Iglesia está en la celebración de la Eucaristía. La Iglesia celebra la eucaristía y la eucaristía edifica la Iglesia, la comunidad. El Papa Juan Pablo II abundó sobre la “eclesiología” y la “espiritualidad de comunión”. Los tres ministerios de Cristo: la profecía, la liturgia y la diaconía o servicio son para lograr la koinonía o comunión. Es significativo que la Eucaristía se llame también “comunión” y que describa a la parroquia como “la casa y la escuela de comunión”. La comunión es la naturaleza íntima, la esencia, la fuerza de la Iglesia; su debilidad es la desunión, la separación. Los movimientos apostólicos, si no trabajan en comunión, no edifican a la Iglesia y no forman verdaderos discípulos de Jesucristo.  

18. El Testimonio y la Misión. Ambas se necesitan y se apoyan mutuamente. Son fruto de la comunión. El Papa Juan Pablo II lo expresa maravillosamente en su Carta encíclica “Christifideles laici”: 

19. “La comunión y la misión están perfectamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta el punto que la comunión represente a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión” (Nº 32). 

20. El discípulo verdadero es a la vez testigo y misionero, constructor de la comunión al interior de la Iglesia y de la unidad del género humano. Es constructor de comunidad y artífice de fraternidad y de paz. El testimonio y la misión son, en último término, expresión de la caridad de la Iglesia que es prolongación y actualización del mismo amor de Dios, como nos lo enseña magistralmente el Papa Benedicto en su carta “Dios es amor”. Él lo expresa así al presentar su propia encíclica: 

21. “Así como al ‘Logos’ (Palabra) divino corresponde el anuncio humano, la palabra de la fe, así también al ‘Ágape’ (Amor), que es Dios, le tiene que corresponder el ‘ágape’ de la Iglesia, su actividad caritativa. Esta actividad, además de su primer significado sumamente concreto de ayuda al prójimo, comunica a los demás el amor de Dios, que nosotros mismos hemos recibido. En cierto sentido tiene que hacer visible al Dios vivo” (23-I-06).

22. Mediante el testimonio y la misión, el discípulo comunica a los demás el amor de Dios que él ha recibido. Por esta razón, nos advierte el Papa, la acción caritativa de la Iglesia pertenece a su esencia, a su misión y, por tanto, no puede haber discípulo de Jesucristo sin testimonio del amor de Dios y sin misión, es decir, sin comunicación de este amor a los demás, en las diversas situaciones de la vida. Esta caridad necesita “de la organización eclesial”, no puede quedarse en algo “meramente individual”, y mucho menos confundirse o equipararse a una “asistencia social”, que se sobrepone o añade a la acción pastoral de la Iglesia. 

23. El Concilio Vaticano II traza admirablemente las notas que deben acompañar este ejercicio testimonial de la caridad y su empuje misionero: 

24. “Para que el ejercicio de la caridad sea verdaderamente irreprochable y aparezca como tal, es necesario: 

  • ver en el prójimo la imagen de Dios, según la cual ha sido creado, y a Cristo Señor a quien en realidad se ofrece lo que al necesitado se da;

  • respetar con máxima delicadeza la libertad y la dignidad de la persona que recibe el auxilio;

  • no manchar la pureza de intención con cualquier interés de la propia utilidad o con afán de dominar;

  • cumplir antes que nada con las exigencias de la justicia, para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia;

  • suprimir las causas, y no sólo los efectos de los males, y organizar los auxilios de tal forma que quienes los reciban se vayan liberando progresivamente de la dependencia externa y se vayan bastando por sí mismos” (Apostolicam actuositatem, 8).

 

CONCLUSIÓN

25. En el Anexo 3, el “Documento de Participación” nos señala el camino práctico para ser discípulos de Jesucristo hoy en nuestra América: 

1. “Hacer una experiencia de Jesucristo, mediante un encuentro fuerte con Él, y renovar muchas veces este encuentro durante la vida.

2. En el encuentro con Cristo, escuchar atentamente su Palabra, contemplarlo con admiración y dejarse invadir por él (por su Palabra, su Amor sus actitudes).

3. De esta escucha nace y se fortalece siempre nuestra fe, esto es, la adhesión profunda y personal a Cristo, a tal punto que el discípulo sea capaz de invertir todo lo suyo en Cristo.

4. El discípulo debe integrarse en la comunidad de los demás discípulos de Jesús (la Iglesia), a través de la Iniciación cristiana y allí vivir en comunión como hermano y convivir con Cristo (oración, lectio divina, celebración de los sacramentos, principalmente de la Eucaristía, solidaridad con los pobres, etc.), y acoger las enseñanzas de los sucesores de los Apóstoles.

5. De ahí nace el seguimiento de Jesucristo. El seguimiento es la moral cristiana. El discípulo, porque admira y ama profundamente a su Maestro y Señor, porque lo sigue de cerca con fidelidad y esperanza, quiere recorrer los caminos del Evangelio: amar como Cristo amó, vivir como Él vivió y cumplir cuanto Él mandó.

6. El discípulo se torna misionero. Quiere llevar a otros al encuentro con Cristo. Quiere que Cristo sea para otros la Buena Nueva de su vida, así como lo es para él, de modo que también los otros tengan la experiencia vivificadora y la profunda fe que se convirtió para él en el sentido de su vida.

7. Como testigo del amor de Cristo, el discípulo trabaja en la sociedad para que ella acoja a todos conforme la dignidad de los hijos de Dios y los aliente a hacer fecundos los dones que de él ha recibido” (Pág. 125s).  

† Mario De Gasperín Gasperín
Obispo de Querétaro