El Papa Benedicto XVI llegó a afirmar que «Occidente se odia a sí mismo», refiriéndose a la negativa de Europa a reconocer sus raíces cristianas y los valores tradicionales que dieron origen a tan notable civilización y cultura. La capacidad de autodestrucción también suele darse entre los pueblos y las civilizaciones, no sólo entre individuos y minorías.
Existe un inconsciente colectivo autodestructivo, pero requieren generalmente de líderes o jefes mesiánicos que alimenten el necesario caldo de cultivo (proporcionado generosamente por los medios de comunicación), que permita germinar a esta semilla del mal.
Quizá no hayamos llegado a este extremo porque, mal que bien el pueblo mexicano sigue creyendo en Jesucristo, hablando en español y amando a la Iglesia católica, sostén de sus raíces y garante de su identidad. Aquí el origen de la enfermedad anida en ciertos líderes, “intelectuales», comunicadores y grupos enfermizos de poder que quieren a como de lugar negar la historia y pervertir las costumbres haciendo burla de las nobles e imponiendo las extrañas.
En nombre del pluralismo y del derecho a la diversidad se menosprecian los valores familiares firmes y probados que dieron origen al país y dan sustento a la sociedad. Se atenta contra la vida del débil y del indefenso y se fomentan políticas familiares contrarias al orden natural de las cosas y al sentido común; se exacerba la sexualidad de niños y adolescentes y después se proponen remedios de carácter veterinario; se trata a los ciudadanos como clientes, pasando sobre su dignidad de personas y sobre sus derechos privados y familiares, provocando no solo el caos sino el suicidio colectivo que nadie quiere ver ni reconocer.
El justo reclamo que hace la autoridad para que se respeten las leyes y las instituciones debe estar precedido y acompañado del respeto a la dignidad de las personas y a los derechos primarios e inalienables a la vida, la libertad religiosa y a la libre elección de los padres a la educación de sus hijos. Sin el respeto a las personas, sin principios éticos firmes y sin convicciones morales estables no se puede edificar ninguna sociedad respetable y duradera; el pluralismo se vuelve relativismo, la tolerancia cobardía y la democracia rebatiña del poder.
La responsabilidad de la autoridad en este campo de los valores morales y democráticos es ineludible no excluido el uso del poder. El pueblo otorga el poder al gobernante no para su propia comodidad ni para favorecer a un grupo privilegiado o vociferante, sino para el bien de la sociedad en su totalidad. La virtud de la prudencia aquí es de capital importancia, siempre y cuando no se confunda con la cobardía o degenere en irresponsabilidad.
+Mario de Gasperín Gasperín Obispo de Querétaro