Como los individuos, también las instituciones están sujetas a la decadencia cuando pierden la capacidad de trascender en el orden social, político, cultural o religioso; el progreso, en cambio, se logra cuando se aplican a la realidad los valores superiores, como son la observación, la inteligencia, la racionalidad y la responsabilidad. La observación implica mirar al bien de los demás, atender a la realidad no a la imagen; la inteligencia analiza las diversas posibilidades de mejorar; la racionalidad las ordena de modo que no interfieran entre sí y la responsabilidad las aplica para que se logre el bien solidario, no sólo a corto sino a largo plazo. El progreso requiere un proceso ascendente y duradero en el bien, no de cortas miras ni de metas egoístas.
Todos estos presupuestos del progreso se pueden frustrar violando las normas mediante la soberbia, los intereses de grupo, la hostilidad del competidor o el beneficio inmediato sin proyección a futuro. Las facciones hostiles no olvidan fácilmente los agravios ni superan sin dificultad las sospechas, que terminan en la falta de cooperación y en el antagonismo. Se pierde piso y se pervierte el sentido común. El egoísmo, muchas veces disfrazado pero siempre presente, recorre todos los recovecos del corazón humano y se vuelve incontenible para la ley e incontrolable mediante la policía y las prisiones. Se multiplican las cárceles y nunca son suficientes. El orden social va siempre a la baja y, al aflojarse la aplicación de la ley, la autoridad selecciona a quién castiga y a quién no, y así pierde credibilidad. La ley se va distanciando de la justicia mediante la discrecionalidad, que es lo peor que le puede pasar a un estado de leyes’. La justicia vale para determinados individuos para ciertos grupos o para ciertas clases sociales. No más. El ‘estado de derecho’ se convierte en un mito engañabobos.
Mientras el grupo dominante se mantiene en el poder, se genera un proceso justificador ante las críticas que por aquí y por allá puedan levantar los escasos y débiles opositores. Se crea un costoso aparato publicitario que explica todo, justifica todo, aprueba todo, aplaude todo y busca convencer a todos que lo que sucede es lo mejor, por más absurdo que sea. La mentira se convierte en ideología y adquiere una capacidad de perversión que supera la condición de una mente normal. Llamar bien al mal y al mal bien se practica con toda naturalidad; más aún, con orgullo. El coro de admiradores se va ensanchando a su alrededor, pues la corrupción cuenta con aliados poderosísimos como el provecho material, los medios de comunicación, los gremios literarios o de intelectuales, el sistema educativo y la filosofía ambiental. Ante nada se inmutan y de nadie se conduelen. Una nación en proceso de decadencia cava su propio sepulcro con una lógica implacable; ningún argumento racional es capaz de detener su vertiginosa caída. La desproporción se torna estilo de vida y gobierno, por más absurdos que sean sus actos, proyectos o discursos. Esta es la condición humana ante el poder, avalada por el paso del hombre sobre la tierra.
Sin duda que la religión juega aquí un papel social de primerísimo nivel, al proponer los valores trascendentes vilipendiados, máxime si esta religión enseña el amor, la gratuidad y la generosidad hasta la entrega de la propia vida a favor de los demás. Quizá estas reflexiones nos ayuden a entender por qué el Papa Benedicto XVI nos dice en su encíclica que la caridad en la verdad, vivida y mandada por Jesucristo, “es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad” (Nº 1). Difícil de comprender, pero indispensable para sobrevivir.
† Mario De Gasperín Gasperín Obispo de Querétaro