Homilía en la Misa de la Noche Santa de la Navidad

Santa Iglesia Catedral, Ciudad Episcopal de Santiago de Querétaro, Qro., 24 de diciembre de 2014
Año de la Pastoral de la Comunicación  – Año de la Vida Consagrada

 

Queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:

 

1. Con el corazón desbordante de alegría, envueltos por la sinfonía de los cantos, la música, los signos y los gestos litúrgicos propios de esta gran solemnidad, nos encontramos reunidos en esta noche santa para contemplar el misterio de la Navidad, es decir, contemplar al recién nacido de la Virgen María, al Emmanuel, envuelto en pañales y recostado en un pesebre. Renovando nuestra esperanza y nuestra fe en el Dios-con-nosotros, quien cambia nuestra vida y en quien adquiere un nuevo significado la vida del hombre y la vida de los pueblos.

2. Dios, al hacerse hombre como nosotros, ha deseado cambiar la historia de la humanidad, buscando llevarnos a los orígenes en los cuales fuimos creados: libres de la esclavitud del pecado y de la muerte. Dios, al encarnarse en el seno virginal de María, rompe los paradigmas y los esquemas de una humanidad que caminaba en las tinieblas y en las sombras de la muerte, porque desea llevarnos al Reino de su luz admirable. Inaugurando así una nueva etapa de la historia en la cual, caminemos como hijos de la luz y no como hijos de la noche ni de las tinieblas (cf. Ef, 5).

3. El misterio de la Navidad, renueva nuestra vocación para vivir como hijos de la luz, “viviendo de una manera sobria, justa y fiel a Dios” (Tt, 2, 11-14). Somos conscientes que vivimos tiempos en los cuales, las tinieblas del pecado y de la muerte, buscan obscurecer con gran fuerza la vida de la gracia, incluso al grado de prescindir muchas veces de Dios, sin embargo, debemos estar convencidos que Cristo vino al mundo para rescatarnos del pecado y de la muerte. ‘Dios ha engrandecido a nuestro pueblo y ha hecho grande nuestra alegría’ (cf. Is, 9, 2). Esta tiene que ser hoy para todos nosotros la certeza de nuestra fe.

4. Inspirado en la Palabra de Dios propia de esta gran solemnidad, deseo invitarles para asumamos tres actitudes en nuestra vida, de manera que vivamos con mayor profundidad  el misterio que esta noche santa celebramos:

a. En primer lugar: “No le tengamos miedo a Dios” (Lc 2, 9-10). Hagamos nuestro el saludo que el ángel dirigió a los pastores: “No teman”. Quizá por el pecado y la desobediencia de nuestros primeros padres, quedamos heridos y ahora somos conscientes de nuestra desnudez,  y al escuchar los pasos de Dios que viene a nuestro encuentro en el jardín de nuestra vida, corremos a escondernos porque nos avergüenza nuestro pecado (cf. Gn 1, 7-10). Contemplemos el pesebre, veamos la ternura de Dios reflejada en la pequeñez del niño envuelto en pañales. Dejemos que María, la nueva Eva nos ofrezca el fruto bendito de su vientre, Jesús. Si Dios se acerca a nosotros es porque desea nuestra amistad y quiere hacernos hijos suyos. No tengamos miedo que él entre en nuestra vida, que crezca junto a cada uno de nosotros.

Queridos hermanos y hermanas, este Niño es Dios. Dios es así: tierno y amoroso. Si se hace hombre es sólo porque quiere asumir nuestra humanidad para redimirla, llevarla a Dios junto con toda la creación e instaurar el cielo nuevo y la tierra nueva. Los ángeles al trasmitir la alegre noticia del nacimiento del niño Dios, lo hacen siendo portavoces del secreto de Dios para la humanidad. ¡Acojamos esta alegre noticia! ¡Quitemos de nuestra vida  los miedos que nos impiden  vivir una vida con Dios! No teman ante las dificultades de la vida personal y comunitaria. Cristo se hace presente en nuestra vida para acompañarnos en nuestro caminar.

b. La segunda actitud que nos sugiere la liturgia de este día,  surge a partir  el salmo 95 que acabamos de cantar: ¡Cantemos al Señor un canto nuevo. Proclámenos su amor día tras día, su grandeza anunciamos a los pueblos, de nación en nación sus maravillas! (cf. Sal 95). Dios viene a nosotros. Y, así, nuestro corazón se despierta. El canto nuevo de los ángeles se convierte en canto de los hombres que, a lo largo de los siglos y de manera siempre nueva, cantan la llegada de Dios como niño y, se alegran desde lo más profundo de su ser. ¡Cantemos! Unidos a la creación entera que glorifica a Dios por la regeneración que nos obtiene la  Encarnación del Hijo de Dios. San Agustín escribe: “Aquel que canta alabanzas, no solo alaba, sino que también alaba con alegría; aquel que canta alabanzas, no solo canta, sino que también ama a quien le canta. En la alabanza hay una proclamación de reconocimiento, en la canción del amante hay amor…” ( Sanctus Augustinus, Enarratio in Psalmum 72, 1: CCL 39, 986 (PL 36, 914). Los cristianos estamos llamados a ser hombres y mujeres alegres que con su estilo de vida canten las maravillas que ha hecho el Señor en su vida. Sólo canta quien está enamorado y quien se siente amado por alguien. Toda nuestra conducta debe ser expresión de lo que hay en nuestro corazón. Más adelante san Agustín lo dirá: “Cantar es propio de quien ama” Sintámonos amados por Dios que nos ha amado hasta el extremo de entregarnos a su propio Hijo para salvarnos. Dios nos ama mucho y desea para nosotros la paz. La Iglesia en la liturgia, cada vez que celebra la Eucarística, canta  con toda la creación el misterio del amor. No dudemos en unirnos cada domingo a este canto perenne de alabanza.  Unámonos al unísono para cantar la gloria de Dios, viviendo en verdad como hijos de Dios.

c. La tercera actitud es: ¡Proclamemos su amor día tras día. Su grandeza anunciemos a los pueblos! (Sal 95, 2). En el evangelio que será proclamado en la liturgia de la Misa de la Aurora, se leerá la continuación del texto que hemos escuchado en esta noche, donde se narra que una vez que los pastores se encontraron con el Niño, con José y con María, se volvieron a sus campos, alabando y glorificando a Dios (cf. Lc 2, 20). Queridos hermanos y hermanas, nosotros como los pastores, una vez que hemos contemplado este misterio de fe,  estamos llamados a regresar a la vida ordinaria, pro con el corazón lleno de Dios, de su amor y de su ternura.  El Papa Francisco nos ha dicho: “Sólo gracias a ese encuentro —o reencuentro— con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?” (Exht. Apost. Evangelii Gaudium, 8). Muchas noticias tristes y angustiantes nos circundan por doquier; seamos heraldos del nacimiento del Niño que quiere cambiar el destino y la historia de nuestro pueblo, de nuestra ciudad. Digamos al mundo que un niño nos ha nacido, un niño se nos ha dado lleva sobre sus hombros el signo del imperio y su nombre será: “Consejero admirable”, “Dios poderosos”, “Padre sempiterno”, “Príncipe  de la paz” (cf. Is 9, 1-3. 5-6).

5. Queridos hermanos y hermanas, “No tendiéndole miedo a Dios”, “Cantando al Señor un canto nuevo” y “Proclamado su amor día tras día”, podremos vivir el misterio de la Navidad y se renovará así, la esperanza en nuestra vida.

6. Acudamos al pesebre y postrados ante la grandeza del ‘Pequeño Niño’, dobleguemos nuestras soberbias y dejemos que su resplandor ilumine las tinieblas del pecado y la obscuridad de nuestra vida. “Consejero admirable”, inspira en nuestra vida siempre los caminos para hacer de nuestra vida un ‘evangelio vivo’ para los demás; “Dios poderoso”, renueva en nosotros el deseo perenne de servir a los demás especialmente en los más pobres y necesitados; “Padre sempiterno”, que siempre nos sintamos tus hijos y luchemos por defender la comunidad y nuestro  ser de hermanos en ti; “Príncipe de la paz”, disipa de nuestro corazón el odio y la envidia que nos incita a vivir en lucha unos con otros. Especialmente te pedimos en esta noche de paz, que tu paz reine en nuestro corazón  nuestras familias, en nuestros pueblos, en nuestra ciudad.  Amén.

 

† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro